Construcción del pasado
‘Argentina, 1985’, cuando la industria del cine se mete con la historia
Limitar la interpretación histórica al ‘suspense’ del juicio, a la historia entendida como trama narrativa, provoca mucho desasosiego
Jacobo Sucari 7/11/2022
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Fui, como tantos otros espectadores, a ver la película Argentina, 1985. El cine estaba lleno como hace mucho que no lo veía. Compartir una sala con tanta gente tiene algo de ritual, de evento comunitario, de acción social. Me llevaron al cine la lectura de algunos textos de amigos que desde Argentina expresaban su ambivalencia ante el film o su total sometimiento al melodrama que la película dispone. Las críticas mediáticas, premios internacionales y alabanzas de colegas locales actuaron a manera de provocación. Como argentino exiliado de aquellas épocas y como cineasta, me tocaba sumarme al debate sobre la representación fílmica del histórico juicio a las Juntas militares de las dictaduras que se sucedieron de 1976 a 1982.
La representación de la historia
La imagen fílmica tiene una fuerza especial en la construcción de nuestra idea contemporánea de la historia. No es solo el archivo de imagen, el documento visual que permite tener entre manos una huella técnica del pasado, sino también el testimonio que, a través de la palabra oral, construye un presente revelador.
Los modos propios de la creación documental se complementan, en la representación de los hechos en las formas de la ficción, con tópicos que dejan claro que debemos desechar cualquier ilusión de objetividad sobre el tiempo pasado. El cine, que ilumina en sus relatos diferentes temporalidades, nos ha hecho comprender el valor político de la imagen y la palabra, ya que la creación dispone un mundo.
De ahí que una película que dice basarse en hechos históricos sea siempre conflictiva y concite necesarios debates sobre el criterio político que sustenta. En la última década, además, la inocentada que suscita la advertencia “Basada en hechos reales” parece servir tanto para un film de delfines como para la historia de un serial killer.
En el caso de Argentina, 1985, la representación del histórico juicio a las Juntas militares se da cita con un marco de producción industrial sujeto a las necesidades y exigencias mercantiles de llegar a la mayor cantidad de espectadores posible, lo que promueve la utilización de los tópicos de moda para lograr la empatía del público. El formato de cine industrial impone tejer un arco dramático que desemboque en un clímax y tenga un final plausible. Estamos ante ese cine de ficción, muy próximo al best seller novelado, al que nos ha acostumbrado la industria de la cultura. En nuestra época de aceptación de la lógica mercantil, estos productos culturales deben contar con claros sellos de marca para encontrar una distribución relativamente eficaz que les permita lograr ganancias sobre el dinero invertido, o al menos recuperarlo. Vivimos tiempos extraños: desde hace años las cantidades de dinero invertidas, las ganancias en la distribución de una película, así como la cantidad de público que asiste a la sala, son elementos de marketing que dicen hablar de la calidad del film.
Argentina, 1985 sigue esta lógica de mercado en su producción y distribución, y de este modo se ha convertido en un gran éxito de público y crítica, tanto a nivel local como internacional. La eficacia de la maquinaria cinematográfica de esta película, producida por capital argentino, norteamericano y francés, es indudable, y demuestra la gran capacidad técnica del cine argentino a la hora de presentar productos audiovisuales comercializables de cierta potencia.
Lo peculiar de esta película no es solo su eficiencia narrativa formal, sino la decisión de apostar temáticamente por una revisión histórica de un hecho de vital importancia en Argentina
Lo peculiar de esta película no es solo su eficiencia narrativa formal, sino la decisión de apostar temáticamente por una revisión histórica de un hecho de vital importancia en el retorno de las instituciones democráticas de Argentina, y que trae un recuerdo del estado de terror, del terror de Estado, que no deja impávido a ningún espectador argentino.
La elección del tema es sin duda singular e impregna de una fuerte carga emotiva el film, ya que promete a priori situarse en la encrucijada de la recuperación de la memoria histórica, y propone una reivindicación de los muertos y desaparecidos por el golpe militar y a lo largo de los años de dictadura.
La forma que devora
El film comienza de forma esperanzadora. Un formato cuadrado ilumina la pantalla, un formato más propio de un cine documental que nos remite a la televisión de aquella época y nos aleja de la ampulosidad del formato panorámico. Una cámara en mano sigue al protagonista, la lluvia enturbia la visibilidad del presente. Parece extraño, se dice uno, que la industria del cine argentino consiga sacar a flote estos temas de carga social y política en la línea de lo que un día se llamó un cine comprometido o un cine político. Pero, conforme transcurre la película, se va afirmando el melodrama con sus tópicos más convencionales y los personajes se van haciendo planos bajo la carga dramática que deben soportar. Descubrimos así que se trata de más de lo mismo. Desde el propio centro de la industria del cine global, exportado vía Hollywood o Nueva York, nos llegan continuamente miradas de este tipo, con acento social, supuestamente en defensa de los más débiles o de los valores democráticos, hoy incluso cuestionados por la ultraderecha más reaccionaria. Se trata de un cine social que asume las tendencias conservadoras de los valores representados por el orden, que suelen ponerse de manifiesto en el rol que cumplen el héroe individual, la libertad, la familia, la justicia y la dignidad. Muchas de estas películas están maravillosamente logradas y nos han hecho llorar de emoción o estremecernos delante de la injusticia.
Conforme transcurre la película, se va afirmando el melodrama con sus tópicos más convencionales y los personajes se van haciendo planos bajo la carga dramática que deben soportar
El director de cine Steven Spielberg fue en su momento un claro adalid de la construcción de ficción sobre la tragedia histórica. Desde El color púrpura (1985), pasando por La lista de Schindler (1993), Spielberg barrió con el mercado de la industria del cine mediante su explosiva capacidad de gestionar los afectos y emociones del espectador según las necesidades y propuestas de la trama de sus guiones. Lo fascinante de Spielberg –por lo menos en lo que a mí respecta, pero me consta que en lo relativo a este punto somos legión los que sufrimos este “síndrome”– es la imposibilidad de no llorar al ver sus dramas. Su gran malabarismo formal llega al punto de que ciertos movimientos de cámara en connivencia con una música efectiva son capaces de provocar el llanto a la manera de efecto Pávlov: momento dramático + movimiento de cámara + música = lágrimas. Una cámara se levanta desde la visión cercana de un terraplén hasta que a lo lejos se van descubriendo los platillos voladores en formación de Encuentros en la tercera fase (Spielberg, 1977) junto con una música in crescendo con potentes graves y sintetizadores en las alturas, y lloro de emoción. He probado a mirar esta escena fuera del continuo dramático de la película y me emociona hasta las lágrimas de todas formas. Esa capacidad de empatía del arte dramático es fascinante, y la fuerza expresiva de la forma cine es capaz de ampliarla para el deleite de miles de espectadores. “Motion is emotion”, dicen en la industria del cine americano.
Lo que nos queda del cine político
Pero no hace falta llamarse a engaño: hacer llorar no es construir un cine político. El cine político no se manifiesta solo en la gestión de unos temas necesariamente sociales o históricos, sino en el aporte que es capaz de generar (debates, análisis, interpretación dialogada del contexto histórico), y en la forma que adquieren los tópicos que utiliza el propio film para hacer visible su carácter de representación, es decir, la manera en que es capaz de transmitir su carácter de manipulación del hecho histórico. Ese discurso ético sobre la permeabilidad de la historia es político.
Intentar situar Argentina, 1985 en el marco de un cine político tiene algo de perverso, pues el film no analiza con una mínima profundidad la época y los acontecimientos que trata
Intentar situar Argentina, 1985 en el marco de un cine político, tal como algunos debates que he leído apuntan, tiene algo de perverso. La aparente inocencia del film sobre su propia constitución histórica se sostiene en un enorme dispendio de producción en diseño artístico, escenografía, vestuario y cigarrillos, y crea un tejido de ilusión temporal que aporta verosimilitud, pero que no analiza con una mínima profundidad la época y los acontecimientos que trata.
Existen sin duda diversas acepciones sobre qué es cine político. Godard remarcaba que todo cine es político, que incluso en su carácter despolitizado y sensiblero un film asume una posición política, reaccionaria, pero política al fin; y la cinefilia latinoamericana de los años 60 y 70 discutió, debatió apasionadamente y confeccionó un cine que se quería político en su manera de romper con los tópicos del costumbrismo, de un naturalismo de culebrón, que de natural nunca tuvo nada.
En Argentina, 1985 el individuo-héroe es otra vez el centro del relato, y aunque en un ejercicio de autoconciencia la propia película relativiza esta heroicidad del personaje, el planteamiento del individuo solo ante el peligro es el motor del suspenso de la película. Suspenso muy bien mantenido, ¿¡pero a nosotros qué!? No es el savoir faire de la producción lo que busco en un film histórico que incorpora hechos de una enorme repercusión política.
También aquí se entroniza a la familia, esa familia que es apoyo y fuerza constitutiva del héroe, que por lo mismo ya no está solo, sino apoyado por una mujer que no sabemos qué hace ni de qué trabaja, pero que siempre está ahí para sostener a su hombre, como si esa fuera la misión de su vida, porque detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, dice el refrán. Y están los hijos, algo rebeldes por momentos, pero que siempre retornarán al redil familiar.
Estos valores tan típicos del cine –y de la televisión– argentino de la última década siguen la conversión convencional y conservadora del cine de Juan José Campanella (El secreto de sus ojos, 2009), del cura de la película de Pablo Trapero (Elefante blanco, 2012), de los amigos estafados en La odisea de los giles (Sebastián Borensztein, 2019), piezas todas que, a través del buen hacer del actor Ricardo Darín, tejen un mundo donde la familia es la más pura de las verdades; la mujer/compañera, el apoyo del hombre, y el cultivo de la amistad masculina, el campo de acción de los héroes. Estos son algunos de los tópicos que modelan a la conservadora clase media de Buenos Aires y a unas franjas sociales que exportan su modelo al resto del país y, cuando pueden, al mundo.
El cine industrial argentino ha encontrado en España un gran consumidor de valores conservadores en lengua autóctona, y un público que se deleita con el melodrama lagrimal de estilo culebrón. De manera harto curiosa, Argentina, 1985 ha hallado además en este país un agujero de memoria histórica donde aquello que se hizo en Argentina impregna lo que nunca se pudo hacer aquí. Recordemos la impunidad de todos los torturadores y comandos del Estado franquista que fueron blanqueados por la llamada “transición democrática”, o a los miles de familiares asesinados en la Guerra Civil y aún enterrados en las cunetas de caminos perdidos. En el contexto español, ¿se convierte Argentina, 1985 en un film de carácter político?
Una ética del ver y el mostrar
Desde la Segunda Guerra Mundial, la representación de la historia en el cine generó múltiples debates sobre la función política y moral del ver y el mostrar. La representación en imágenes del Holocausto y los campos de exterminio nazi estuvo en el centro de este debate, auspiciado sobre todo por Claude Lanzmann, director de Shoah (1985), un film de nueve horas sobre el funcionamiento de la industria de la muerte en los campos. El film opta por el testimonio de los protagonistas, por la emisión de la palabra como creación de sentido desde un presente que rememora. Lanzmann expresaba su total oposición a representar la barbarie de vida y muerte en los campos de exterminio. Representación denegada tanto a los documentos visuales (imágenes de archivo) como a las puestas en escena ficcionadas.
Nuevamente Spielberg, con La lista de Schindler, sería el caso más sonado a la hora de asumir una forma de representación a partir de la reconstrucción imaginaria de los campos de exterminio, de una representación ficcionada del pasado que se basa en una trama narrativa dramatizada. Como decía Jacques Rivette, crítico y director de cine francés: “un cineasta debe juzgar lo que muestra y ser juzgado por la forma en que lo muestra”.
El film El hijo de Saúl (László Nemes, 2015), veinte años más tarde, llevará la complejidad de la representación histórica hasta un punto delirante. Ganadora del Óscar 2016 a mejor película en habla no inglesa, la película representa la sublevación de un grupo de Sonderkommandos en el campo de exterminio de Auschwitz mediante una puesta en escena que recrea el trágico episodio, y –nuevamente Rivette– “nos obliga a estar allí donde no queremos estar”. Spielberg y Nemes nos hacen sufrir y llorar los modos de la historia.
El golpe de Estado de 1976 significó nuestro Auschwitz en Argentina. La comparativa no es casual ni gratuita. El brillante documental de Marcel Ophüls, Hotel Terminus (1988), muestra cómo la Escuela de las Américas y la mayoría de los ejércitos latinoamericanos fueron especialmente formados por militares nazis absorbidos por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.
Métodos nazis, programación de una industria de la muerte y la desaparición planificada de la disidencia civil de cualquier tipo. Los golpes de Estado en el hemisferio sur tenían la connivencia del departamento de Estado norteamericano, del plan neoliberal gestado desde los think tanks de la academia americana e impuesto en primer término a fuego y bombas en Chile, y de a poco ampliado para toda Latinoamérica, y que hoy aún se expande por el mundo. Tenían sus socios nacionales que medraban a partir de estas imposiciones de pauperización de la población, palo y represión a los rebeldes, sean obreros, estudiantes, profesionales o funcionarios.
Los documentos sobre el “plan Cóndor” encontrados en 1992 mostraron la planificación llevada a cabo en estos años por diversas dictaduras para acabar con los rebeldes en el exilio y la instauración de grupos paramilitares extraterritoriales. Fue una campaña de represión política y terrorismo de Estado respaldada por Estados Unidos que incluía operaciones de inteligencia y asesinatos de opositores. Un verdadero plan de exterminio social que sin duda tenía como referente otros planes de exterminios del pasado.
En la película Argentina, 1985 los militares son los malos, los buenos somos nosotros, la sociedad civil, los que fuimos y somos exiliados, los familiares y amigos de los desaparecidos.
La idea de justicia que planea en el film es el de una justicia institucional, significativa en ese momento en que se recuperaban las instituciones democráticas y cuando el temor a otro golpe era notorio. ¿Pero pudo existir otro tipo de justicia? Sí, una que interprete la programación de la muerte y la tortura como una lógica del productivismo, una que no nos hable de malos y buenos, sino de los intereses que defendían y a quienes pasaban sus cuentas, de donde cobraban y a quienes benefició tanta muerte y dolor. Una justicia que analice el silencio institucional y social de la población frente a tanta barbarie. En fin, hay tantas cosas que la justicia leguleya no toca, y que no se pudo tocar en ese momento, que limitar la interpretación histórica al suspense del juicio, a la historia entendida como trama narrativa, provoca mucho desasosiego.
El melodrama no apela a la justicia, sino al bálsamo. La historia en las fauces de la industria no da para más
Decía un amigo periodista en su texto, que en la realidad política de hoy en Argentina esta película abre cuanto menos un espacio de sosiego y de respiro para una sociedad que vive conmocionada desde hace tantos años. Ricardo Darín, también productor del film se suma a esta posición: “Yo sé que esta película va a generar controversia en esos sectores con actitudes intransigentes. En la gente más sensible, proclive a emocionarse y reflexionar, encontrará un camino de abrazos” (El Correo, 20 de septiembre de 2022).
Sin duda, el recuerdo del triunfo social que marcó el juicio frente al terror de Estado abre un espacio de solidaridad compartida, pero es tan corto y distorsionado el paisaje que dan ganas de poder ver más, de imaginar más, y que lo muestren de otra manera, sin necesidad de hacer que nos emocionemos. Volviendo a Ricardo Darín: “La aparición de la verdad y la justicia imagino que hará sentirse más acompañados a los que han sufrido, no avasallados, como se sintieron. Es una reparación mínima porque, insisto, las vidas perdidas no se recuperan” (ídem). Es cierto, el melodrama no apela a la justicia, sino al bálsamo. La historia en las fauces de la industria no da para más.
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Jacobo Sucari es escritor y director de documentales; profesor de imagen en la Facultad de Bellas Artes, Universidad de Barcelona.
Fui, como tantos otros espectadores, a ver la película Argentina, 1985. El cine estaba lleno como hace mucho que no lo veía. Compartir una sala con tanta gente tiene algo de ritual, de evento comunitario, de acción social. Me llevaron al cine la lectura de algunos textos de amigos que desde Argentina...
Autor >
Jacobo Sucari
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