ARGENTINA
Los cuerpos ausentes
Recuperar el cuerpo de Eva Perón demandó 17 años. Del resto de los desaparecidos, entre los que se encuentra Rodolfo Walsh, aún se aguarda su aparición para dejar de habitar, según escribió Borges en un poema, “esa cuarta dimensión que es la memoria”
Miguel Roig 22/09/2022
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En 1974, en pleno invierno austral, nos apretujábamos ante la ventana del aula viendo pasar no pocas pickups transportando un ataúd en la batea. Ante nuestro asombro, el preceptor nos explicaba que eran para montar capillas ardientes. Tuvo que aclarar que no se trataba de quemar iglesias. Aquella mañana había muerto el presidente Perón. Se suspendieron las clases cuando se supo la noticia, pero no nos dejaron salir del colegio. Todo era raro pero lo más oscuro era entender cómo se podía velar un cajón vacío.
En el cuento El simulacro, Borges relata cómo se arma una capilla ardiente con una tabla y dos caballetes, una muñeca de pelo rubio en una caja de cartón que representa a Evita, flanqueada por cuatro velas puestas en candeleros y un hombre, el cual, junto a la caja, recibe el pésame de la gente del lugar. Borges escribe que “la historia es increíble, pero ocurrió no una sino muchas veces” y ve en ella una cifra de una época a la que define como “irreal”.
Tomás Eloy Martínez llega a contar cinco cuerpos en su novela Santa Evita, incluido el real. Al final, quedan reducidos a dos; uno era el cadáver y el otro, mera táctica para despistar. Este es el que Martínez fue a buscar a Bonn, cuando una tarde, a finales de los años sesenta, Rodolfo Walsh le dice en París que, quizás, en el jardín del consulado argentino de aquella ciudad esté enterrado el cuerpo embalsamado de Eva. Obviamente, Martínez no encontró lo que buscaba.
Walsh estuvo reunido una tarde con el protagonista de Santa Evita, el coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig en su piso porteño. Lo cuenta en otra ficción: el relato Esa mujer. En el cuento, el militar (que, además de la propia, habitó muchas ficciones) quiere obtener información sobre unos papeles que se supone están en poder del periodista, y este, por su parte, desea saber el paradero del cadáver de Eva Perón. La narración, breve, con un clima denso que se agrava según avanza la conversación y que acabará en punto muerto, se nubla con la oscuridad envolvente del crepúsculo y el alcohol que embriaga al militar hasta extremar su paranoia y megalomanía. El periodista, sin perder la compostura ni su táctica para obtener una información que no consigue, hace partícipe al lector de su perfil ideológico y la declinación emocional a la que lo empuja el militar. El discurso del periodista, es decir, el del narrador, se contiene en la conversación para encontrar el modo de doblegar al general en su voluntad, pero en la introspección entra en la poética de la tragedia griega: “Frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, vengativas olas”, llevando al personaje político al campo del mito. Incluso el general, al describir el cadáver de Eva Perón, le dice a su interlocutor: “Ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta”. El militar tampoco puede evitar el lugar que el imaginario colectivo le asignó: el de una deidad.
En los días en que se estrena Evita de Alan Parker, a mediados de la década de los noventa, yo estaba pasando un fin de semana en las afueras de Londres, en la casa de un realizador publicitario con el que trabajaba. Paul Arden, nuestro anfitrión, era amigo de Parker y estaba impresionado con la historia que se narra en la película. Nos resultó muy complicado explicar a Paul y a su mujer que poco tenía que ver ese relato con los hechos. Pero la aclaración llegó de la mano del azar. En la noche de aquel sábado el Channel Four, un canal público británico, emitió un documental de producción propia, Evita, una tumba sin paz, de Tristán Bauer y Miguel Bonasso. Nos quedamos despiertos hasta muy tarde: Paul y su mujer quedaron no solo sorprendidos por el peregrinaje del cuerpo de Evita, sino conmovidos, por su vínculo con el pueblo y molestos por el desconocimiento que tenían de la historia. Esto último nos alcanzaba también a nosotros porque las revelaciones del coronel Héctor Eduardo Cabanillas en el documental eran nuevas para todos.
El coronel Cabanillas fue quien, por orden de uno de los militares que dieron el golpe de Estado contra Perón, el expresidente de facto Pedro Aramburu, el encargado de sacar del país el cuerpo de Evita, enterrarlo con otro nombre en un cementerio de Milán y en 1972 entregarlo al general Perón en su casa de Puerta de Hierro en Madrid. Esto, Cabanillas, se lo cuenta a Martínez en 1989 por alguna razón política o personal porque no hay culpa en el coronel, al contrario, y cierra, al fin, el bucle de esta historia. Años después, vuelve a repetir la confesión, ante una cámara, en el documental de Bonasso, cuya emisión coincide con la publicación de Santa Evita. Hoy todo esto se actualiza, sobre todo en Argentina, obviamente, con la adaptación de la novela a una serie que emite Disney+.
Cabanillas dio testimonio de su papel en la historia sin omitir, con frustración, en el relato a Martínez, que intentó atentar contra la vida de Perón en tres ocasiones, todas fallidas. Le pesaba, confesó, ese fracaso.
El 2 de septiembre pasado la vicepresidenta Cristina Fernández fue víctima de un intento de magnicidio en la puerta de su casa mientras saludaba a militantes que allí la esperaban. En ese mismo barrio, en varias paredes podía leerse al tiempo que Eva Perón agonizaba en 1952 un grafiti escrito por los vecinos: “VIVA EL CÁNCER”. Después, en 1955, vendría el golpe de Estado y el bombardeo sobre la Plaza de Mayo que costó muchas vidas. Más tarde, la sucesión de dictaduras hasta que la última, en 1976, perpetró un genocidio con la desaparición de 30.000 personas.
En el festival de Venecia se acaba de estrenar Argentina, 1985 de Santiago Mitre. La película cuenta el juicio a las juntas militares que causaron el genocidio. Nunca más fue el título del informe oficial que registra todo aquel horror y, de alguna manera, la voluntad de marginar la violencia en un sitio del que no pueda salir una mano como la que intentó romper la vida de la vicepresidenta Fernández.
Recuperar el cuerpo de Eva Perón ausente, demandó 17 años. Del resto de los desaparecidos, entre los que se encuentra Rodolfo Walsh, aún se aguarda su aparición para dejar de habitar, si es posible, con un temblor, según escribió Borges en un poema, “esa cuarta dimensión que es la memoria”.
En 1974, en pleno invierno austral, nos apretujábamos ante la ventana del aula viendo pasar no pocas pickups transportando un ataúd en la batea. Ante nuestro asombro, el preceptor nos explicaba que eran para montar capillas ardientes. Tuvo que aclarar que no se trataba de quemar iglesias. Aquella mañana...
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Miguel Roig
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