El informe de la minoría
La seriedad del mayordomo de izquierdas
Un elogio navideño de la amabilidad política
Xandru Fernández 27/12/2022
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La derecha española es un estado mental. Un estado mental de excepción. Si gobierna, porque gobierna, y si no gobierna, por lo mismo: su modus operandi consiste siempre en disparar bengalas y gritar mucho y en todas partes, venga a cuento o no. Casi siempre es que no.
Vivir en estado de excepción permanente implica tener la piel muy fina, dejar que todo te dañe, lo mismo un decreto-ley que un comentario en Twitter. No hay filtro, todo duele igual. En los últimos meses hemos visto a la democracia en peligro y a Pedro Sánchez practicar el golpismo tantas veces que hemos perdido la cuenta. En la cámara de eco de las derechas cualquier excusa es válida para celebrar el apocalipsis.
Que la derecha española recurra al ruido, el encabronamiento y la excepción es una cosa, y otra, muy diferente, que a la izquierda le convenga hacer lo mismo. Y no es que le falten especialistas en crispación: probablemente las izquierdas estén tan sobradas de machos alfa como las derechas, aprendices de rapero de los que se crecen poniendo cara de malote y posando como si les debieras la limosna del Domund. Tal vez a alguien le parezca que es así como se llega a ser pueblo, clase obrera, francotirador soviético o guerrillero zapatista, creyéndote que lo eres. En el mundo real no es tan sencillo, al contrario, es tan complicado que jamás deberíamos permitirnos el lujo de olvidar que si a un facha le sale tan bien poner cara de sinvergüenza y de chulo es porque, generalmente, es un sinvergüenza y un chulo. Que los hay también entre la gente de izquierdas, pero comunican peor y casi siempre lo contrario de lo que pretenden.
No encuentro mucha diferencia entre ese rictus cómicamente viril del macho rapero en celo y la rigidez de mármol y almidón del mayordomo inglés más convencional: ambos son pura ceremonia, no en vano el nombre del rapero es, para los suyos, MC, maestro de ceremonias. Stevens, el mayordomo protagonista de la novela de Ishiguro, Los restos del día, explica que la maestría del mayordomo se percibe en los momentos de gran tensión y, en todo caso, se caracteriza siempre por la contención. Estoy de acuerdo: contención y sumisión van de la mano, como bien saben las personas religiosas, y si algo tienen en común los mayordomos y los raperos es el sometimiento a una etiqueta casi imposible de modificar sin romper en mil pedazos todo el tinglado. Porque la estética es, aquí también, una función de la ética, y el mismo ethos representan aquí ambos tipos de maestro de ceremonias: espejo del señor y contraimagen de este, recordatorio de que el poderoso puede permitirse todos los lujos, empezando por el lujo de tener sentimientos, mientras que su sirviente y mano derecha tiene que reprimirlos, disimularlos y, mejor aún, extinguirlos.
Para la izquierda, tener sentimientos y saber expresarlos no es solo cuestión de estética, ni siquiera de ética: es una necesidad ontológica. La izquierda tiene que ser amable a la fuerza. Porque no representa una amenaza social, y eso conforta. Porque es o debería ser la antítesis de la sociopatía que las derechas alientan y exprimen. No puede ser motivo de estrés saber que caminas en la misma dirección y en el mismo sentido que la multitud, que vas codo con codo con los desfavorecidos. Tampoco puede ser motivo de envidia el rictus despectivo de los poderosos o de sus aduladores, esos políticos de chascarrillo fácil que adoran la bronca. Es natural para ellos despreciar a las mayorías sociales, pero ¿desde cuándo las izquierdas conspiran contra su base social? ¿Adónde les ha conducido alguna vez enemistarse con sus plausibles aliados y compañeros de viaje? Ningún proyecto de izquierdas, ni en España ni en ninguna parte, ha llegado nunca demasiado lejos asumiendo la ética y la estética de los señoritos. Por consiguiente, tampoco declarando anatema a los tuyos y recluyéndote en tu rincón del Minecraft, impotente pero contento, porque te has cargado a tus aliados pero tú sabes que en el fondo eran agentes enemigos, espías de las cloacas, progresía mediática o vete a saber qué.
En su estudio sobre los motines del hambre en la Inglaterra del XVIII, E.P. Thompson se refiere a la “visión espasmódica de la historia popular”, una manera de entender las revueltas de las clases populares como simples “rebeliones del estómago”, espasmos instintivos, explosiones irracionales de unas masas desprovistas de lenguaje. Visión espasmódica que se traduce en una concepción de la acción política no menos clasista e ineficaz: la idea de que las izquierdas solo son la expresión organizada de “la reacción instintiva de la virilidad ante el hambre”. Tirando de ese hilo se llega a la exaltación del encabronamiento y la grosería que, gracias a ese cliché, se asocian por defecto a las clases populares, cuando cualquiera con un mínimo de dotes de observación puede atribuir esos rasgos, si no privativamente, al menos sí de manera prioritaria a los privilegiados: ignorantes, zafios, desabridos y altaneros, como corresponde a quienes no tienen necesidad alguna de ser amables salvo para vestir de grandilocuencia moral sus caprichos e intereses.
Claro que a estos ingredientes habría que sumar, en nuestros días, el vistoso utillaje de la cultura pop, donde no faltan moteros correosos, pandilleros tatuados, borrachos bukowskianos y psicópatas glamurosos entre los que escoger actitud y cinismo. Viejos blues, queridísimo Eric Burdon. Viejos clichés, camarada, que ya llegaron muertos a la lucha final. No puede ser casual que, justo ahora que empezamos a comprobar que los viejos rockeros también mueren, todo sean llantinas por los privilegios perdidos y resuciten los sabinas, los calamaros, los loquillos y en general cualquier señor capaz de chupar un palillo sin morderse, a decirnos lo mucho que nos odian.
Que nos odien. Esa histeria es la misma que alimentan los abascales y las ayusos, viene del mismo sitio y conduce a la misma nada. Es puro miedo, impotencia, negarse a asumir que el tiempo de los mayordomos y los raperos, el tiempo de los toreros y los moteros, ya ha pasado, o que nunca existió salvo como utopía de un puñado de elegidos que se creyeron hegemónicos y molones. Su seriedad, su histeria, su contención: cuánto mejor la risa que, al final de Los restos del día, rodea al mayordomo derrotado, haciéndole comprender que lo que busca la gente común al acabar el día es compartir con buen humor un puñado de bromas. Al igual que Stevens, va siendo hora de que una parte de la izquierda española empiece a tomarse en serio ese asunto de las bromas. Si es que no quiere seguir siendo eternamente el mayordomo de alguien.
La derecha española es un estado mental. Un estado mental de excepción. Si gobierna, porque gobierna, y si no gobierna, por lo mismo: su modus operandi consiste siempre en disparar bengalas y gritar mucho y en todas partes, venga a cuento o no. Casi siempre es que no.
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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