redemocratización
El gran desafío de aislar el fascismo
Lula debe enfrentarse a un parlamento con mayoría de extrema derecha, a una magistratura atravesada por bolsonaristas radicales y a unas fuerzas armadas controladas por funcionarios ultras
Zainer Pimentel 4/01/2023
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El período convulso de transición de gobierno en Brasil augura un difícil retorno a la normalidad democrática. El 12 de diciembre, día en el que Lula da Silva recibió el diploma presidencial, el terror se adueñó de Brasilia cuando los grupos fascistas salieron a las calles a cortar vías, incendiar coches y autobuses en diferentes puntos de la capital federal. Sin embargo, solo saltaron realmente las alarmas el 24 de diciembre, tras la detención del empresario bolsonarista George Washington de Oliveira Souza, acusado de montar un artefacto explosivo en un camión de combustible estacionado cerca del aeropuerto, pocos días antes de la toma de posesión del presidente electo. Tras la denuncia de un transportista, se descubrió un plan para sembrar el caos en la capital. Aún sin tener poderes de facto, el actual ministro de Interior, Flavio Dino, tuvo que coordinarse con la policía local para garantizar la seguridad del presidente y su familia. El ambiente de incertidumbre se adueñó de la ciudad, hasta el punto de que el equipo de seguridad quería que el mandatario y su vicepresidente dieran el tradicional paseo por la explanada durante la ceremonia en un coche blindado. Al final, tuvieron que plegarse a la decisión valiente de Lula da Silva de enfrentar las circunstancias y usar el Rolls-Royce descapotable para recorrer el Plan Piloto de Lúcio Costa, desde la catedral hasta el edificio del Congreso, ambos proyectados por el genio comunista Oscar Niemeyer. Las miles de personas que se congregaban en la extensa explanada de los ministerios pudieron saludar a los mandatarios y sus consortes y respirar aliviados cuando los cuatro subieron ilesos la rampa del Palacio del Planalto.
El gobierno saliente, los militares y los grupos de extrema derecha buscaron constantemente un golpe de Estado desde el 30 de octubre, día de la victoria electoral de la oposición, hasta la toma de posesión el primero de enero. La estrategia de los grupos fascistas se centró principalmente en cortar las carreteras y amotinarse frente a los cuarteles para exigir la intervención militar. Además, los comandantes de las fuerzas armadas amenazaron con dimitir días antes de la toma de posesión para no prestar obediencia al nuevo presidente. Los empresarios cercanos al gobierno y los militares dieron el apoyo logístico necesario para permitir a los manifestantes resistir en las carreteras y en las áreas de dominio militar todo el tiempo que hiciera falta. Los planes tenían el visto bueno del Palacio de Alvorada, donde residía Bolsonaro, que permaneció encerrado con sus colaboradores más cercanos. Solo salió en ocasiones muy puntuales, hasta su escapada a Estados Unidos el 30 de diciembre. El presidente electo, para hacer frente a la presión de las fuerzas armadas en desobediencia, eligió como ministro de Defensa a José Múcio Monteiro, un hombre bien visto entre los militares que tuvo que declarar públicamente que Bolsonaro es un demócrata. Aun así, el comandante de la Marina, el general Almir Guarnier Santos, por primera vez en la historia militar, no participó en la ceremonia protocolaria de traspaso de poderes a su sucesor con el objetivo de demostrar abiertamente su rechazo al nuevo presidente de la República.
El comandante de la Marina, por primera vez en la historia militar, no participó en la ceremonia protocolaria con el objetivo de demostrar su rechazo al nuevo presidente
El fascismo en Brasil no es algo nuevo: tenemos la triste memoria de la Acción Integralista Brasileira (AIB) encabezada por Plinio Salgado en los años 30 del siglo pasado. Pero hoy las alianzas internacionales le han dado un impulso inesperado. Por suerte, esta vez ha sido posible frenar el golpe, entre otras cosas gracias a la negativa del presidente Biden a sostenerlo –ciertamente por los intereses domésticos en debilitar el trumpismo (padre mentor del bolsonarismo). No hay que olvidar que casi la mitad del electorado optó por Bolsonaro en las últimas presidenciales. Aunque no toda esa masa electoral sea extremista, no deja de sorprender que el 20% se declare abiertamente bolsonarista, es decir, comparte su ideario y está dispuesta a seguir la aventura golpista hasta el final, según el instituto sociológico Datafolha.
Las instituciones también están contaminadas: en el Parlamento, el mayor grupo es el Partido Liberal (PL) de Bolsonaro. En los estados ricos del sur y sudeste, la mayoría de los gobernadores son también aliados del expresidente; la magistratura está atravesada en todos los escalafones por bolsonaristas radicales; las Fuerzas Armadas y de Seguridad del Estado están mayoritariamente controladas por funcionarios de extrema derecha. Ese cóctel explosivo es el que tiene que enfrentar Lula da Silva en los próximos cuatro años, sin contar con unos medios de comunicación ultraliberales que no tienen la menor simpatía por el gobierno popular, y no han dudado en prestar sus servicios para blanquear a los políticos ultras del partido del expresidente.
La extrema dificultad del presidente de Brasil será mantener ese acuerdo con la derecha democrática sin afectar a su credibilidad
La obsesión de Lula da Silva para el próximo cuatrienio es indudablemente acabar con el hambre en Brasil, un país con más de 100 millones de personas que viven en situación de inseguridad alimentaria y más de 30 millones que pasan hambre. Para ello, negoció la aprobación, antes aún de asumir su cargo, del Proyecto de Enmienda Constitucional (PEC) de la transición, que permite aumentar el techo de gasto en más de 160.000 millones de reales (unos 27.500 millones de euros). Sin embargo, la misión que le va dar más quebraderos de cabeza será desmontar el entramado fascista que ha permeado la sociedad brasileña y las instituciones públicas del país. Por ello, el mensaje clave de su primer discurso ante el Parlamento fue “Democracia siempre”, en una clara alusión al eslogan del período de redemocratización de “dictadura nunca más”.
El nuevo presidente no se olvidó de quien le proporcionó la ajustada victoria electoral: los pobres, los grupos identitarios, las mujeres y los marginados. Lula ya ha creado los ministerios de las mujeres, de los pueblos indígenas, de los derechos humanos y de la igualdad racial. Con ello ha dado el primer paso para enfrentar el desafío hercúleo que tiene por delante, que es restablecer el tejido social socavado por la violencia política desatada por el gobierno neofascista anterior. Bolsonaro usó su historial militar anticomunista para convertirse en un referente brasileño de la nueva extrema derecha internacional. En poco tiempo, articuló con los militares, los policías, el crimen organizado, los jueces, las corrientes del ultraliberalismo económico empresarial, las religiones neopentecostales y los sectores de la clase media una asociación capaz de sacar rédito de la radicalización de la vida política, cultural y social del país.
Para desactivar esa bomba, el ya presidente no tuvo más remedio que formar un gobierno de coalición democrática que va más allá del centro y la izquierda política que le confirió la victoria electoral. Ahora cuenta con un amplio arco parlamentario compuesto por tendencias más a la izquierda, como el Partido del Socialismo y Libertad (PSOL), el Partido Socialista Brasileño (PSB) y el propio Partido de los Trabajadores (PT), hasta los sectores moderados democráticos del Movimiento Democrático Brasileño (MDB) e incluso sectores más tradicionales, como el Partido Social Democrático (PSD) y el Unión Brasil. Sin la coalición entre los partidos de centro y de izquierda, seguramente no hubiera sido posible una victoria de Lula da Silva en las urnas, pero eso después tuvo que trasladarse al Gobierno, que incluye a partidos más tradicionales para garantizar la estabilidad política hasta apartar la extrema derecha del poder. Lula da Silva pretende establecer puentes de diálogo con la derecha democrática con el objetivo de aislar la extrema derecha golpista, aunque eso signifique hacer concesiones, contrariar a los intereses más inmediatos de los aliados más fieles y de la izquierda de su propio partido. El presidente sabe que, para los liberales demócratas, Bolsonaro no es tan útil como antes, ya que es un político tosco que pone en dificultad los intereses del capital en la esfera internacional. Aun así, para Lula las concesiones a los partidos moderados y a la derecha no pueden romper dos máximas que son la marca registrada de sus gobiernos: el desarrollismo, con fuerte énfasis en la soberanía nacional, y la justicia social, en donde el capital del Estado tiene que cumplir una función social, comprometiéndose con la deuda histórica con los sectores más desfavorecidos de la sociedad.
La mayoría de los brasileños empiezan a darse cuenta que en seis años el país ha retrocedido cuatro décadas con respecto a las garantías constitucionales del Estado de derecho
La extrema dificultad del presidente de Brasil será mantener ese acuerdo con la derecha democrática sin afectar a su credibilidad. El objetivo es mantener la gobernabilidad pactada con los políticos moderados que garanticen el aislamiento de la extrema derecha de las instituciones y conserve la movilización popular con presencia en la calle que fue lo que hizo posible la victoria electoral. Por ahora el pacto está sellado, aunque Lula da Silva no tiene un cheque en blanco de sus bases populares. Sí tiene el voto de confianza de todas las fuerzas políticas de la izquierda en el parlamento, los movimientos sociales y los sindicatos para intentar ese complicado experimento a fin de reconstruir la democracia. La aprobación de la PEC que rompe el techo de gasto fue la primera prueba de fuego superada; la elección de Fernando Haddad del PT como ministro de Hacienda, contra todas las presiones del mercado financiero, otra demostración de las ideas claras del presidente. Las primeras frustraciones vinieron con la cesión de importantes ministerios a políticos de corte conservador.
El día primero de enero del 2023 marcó un hito histórico en Brasil: dio inició la segunda redemocratización del país. La primera se retrotrae al inicio de la década de 1980, después de los 20 años de dictadura militar, cuando todas las fuerzas democráticas se juntaron para exigir elecciones directas. La mayoría de la sociedad brasileña empieza a darse cuenta que en solo seis años el país ha retrocedido cuatro décadas con respecto a las garantías constitucionales del Estado de derecho. Las fuerzas democráticas están confiadas en poder cerrar otro capítulo nefasto de la reciente historia brasileña. El único político en Brasil capaz llevar a cabo con éxito ese complicado proyecto de redemocratización es el actual presidente de la República. Le avala su gran capacidad como articulador político, su trayectoria democrática y su inquebrantable obsesión por la justicia social.
El período convulso de transición de gobierno en Brasil augura un difícil retorno a la normalidad democrática. El 12 de diciembre, día en el que Lula da Silva recibió el diploma presidencial, el terror se adueñó de Brasilia cuando los grupos fascistas salieron a las calles a cortar vías, incendiar coches y...
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