cementerios y ciudades
¿Tenemos que ser necesaria e inevitablemente clientes de la industria funeraria?
La emergencia climática obliga ahora más que nunca a hacer una reflexión sobre nuestras costumbres mortuorias
Carmen Estrada 2/05/2023
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Frente a los demás es posible procurarse seguridad, pero en lo tocante a la muerte todos los seres humanos habitamos una ciudad indefensa.
Epicuro. Fragmento A31
No hace mucho asistí al entierro de una amiga en un pueblo pequeño. Era una mujer joven, no creyente y con conciencia de la emergencia climática. En el tanatorio encontré su cuerpo maquillado, refrigerado, con un ropaje de aspecto sintético, en el preceptivo ataúd de madera con asas y crucifijo de metal. Al iniciarse el cortejo, un sacerdote católico dijo un responso y, una vez en el cementerio, la introdujeron en un nicho de hormigón que taparon provisionalmente con ladrillos en espera de la definitiva losa de mármol. Una gran cantidad de flores, organizadas sobre soportes en forma de coronas, expresaban torpemente el cariño de los muchos amigos que dejaba.
Aquella desoladora escena, tan poco acorde con la vida y el pensamiento de mi amiga, fue posible porque la muerte es un tema tabú que rara vez aparece en nuestras conversaciones, lo que impide cualquier tipo de planificación. Sin embargo, la muerte es un proceso natural que afecta a todos los seres vivos por igual y que como tal debería ser tratada: hablar de ella con naturalidad, poner los medios para que se produzca de forma digna y planear nuestro entierro de acuerdo con las ideas con las que hemos vivido.
Si la muerte está ausente en las conversaciones privadas, más aún lo está en el discurso público. Hablar de la muerte no da votos
Si la muerte está ausente en las conversaciones privadas, más aún lo está en el discurso público. No forma parte de los temas que un candidato a cualquier cargo institucional suele tratar. Hablar de la muerte no da votos. La consecuencia de ello es que la muerte queda a cargo fundamentalmente de quienes hacen negocio con ella, y son sus intereses económicos y no nuestras convicciones los que prevalecen.
Casi todos los cementerios españoles fueron inicialmente construidos como cementerios monumentales, en los que tanto la piedra como elemento no perecedero como el arte que se procuraba en las sepulturas –al menos para aquellos que podían costeárselas– trataban de evocar la añorada eternidad que se suponía seguiría a la muerte. Con los años y el crecimiento de la población, la imagen que predomina en los cementerios actualmente es la de extensiones de tumbas de mármol compactadas y muy similares entre sí, que alternan con la verticalidad de paredes de nichos, osarios y columbarios. La omnipresencia del hormigón, revestido de granito o mármol, el plástico de muchos ornamentos, el uso de herbicidas, y la vegetación escasa y controlada suponen un impacto medioambiental considerable. Por otra parte, la simbología religiosa es omnipresente y resulta casi imposible sustraerse a ella. Ningún otro tipo de enterramiento está permitido por la ley.
La incineración es la opción por la que optan casi la mitad de los españoles actualmente. Aunque se considera menos dañina desde el punto de vista medioambiental, supone un importante consumo de combustibles fósiles y una expulsión a la atmósfera de gases de efecto invernadero y otros contaminantes. Además, el destino que se da a las cenizas tampoco es inocuo, pues las que se conservan en los cementerios lo hacen en columbarios particulares o en depósitos comunes que, de nuevo, implican nuevas construcciones.
La emergencia climática obliga ahora más que nunca a hacer una reflexión sobre nuestras costumbres funerarias. Por ello, desde comienzos de este siglo ha surgido un movimiento internacional para dar prioridad a la sostenibilidad en los rituales y procedimientos funerarios, intentando que sean menos consumidores de recursos y menos contaminantes, al mismo tiempo que más conectados con la naturaleza. La actuación más relevante en este sentido ha sido la creación de cementerios naturales.
Sobre las tumbas se deja crecer la vegetación, aunque está permitido colocar alguna señalización discreta
Se trata de cementerios localizados en espacios naturales de interés ecológico o paisajístico en los que los cuerpos, introducidos en ataúdes o sudarios de materiales biodegradable, son inhumados directamente en la tierra, sin material constructivo alguno, lo que permite una descomposición natural con un impacto mínimo sobre el medioambiente. Sobre las tumbas se deja crecer la vegetación, aunque está permitido colocar alguna señalización discreta. Si el terreno no es arbolado, plantones de árboles autóctonos en la proximidad de las tumbas permiten su reforestación a medida que avanza la zona de enterramiento. El mantenimiento del lugar se hace sin pesticidas, herbicidas ni fertilizantes. No se trata de crear un parque domesticado ni un jardín con un césped impoluto, sino una pradera o un bosque.
Esta práctica resulta reconfortante para muchas personas que sienten que, a través de la muerte, sus cuerpos pasan a formar parte del ciclo de la naturaleza, pero también es una forma de que espacios de interés por su biodiversidad o sus cualidades paisajísticas adquieran protección frente a posibles usos especulativos, al tiempo que proporcionan a la población circundante un espacio verde amable, relajante, de unión con la naturaleza, donde se pueden celebrar ceremonias de recuerdo, pero también pasear o realizar otras actividades propias de un parque público.
Actualmente existe un buen número de cementerios naturales en distintos países. En Reino Unido, el Natural Death Center agrupa actualmente a doscientos setenta, pero también Bélgica, Países Bajos o Francia, entre otros, han incorporado la idea. De forma paralela, investigaciones en curso intentan encontrar las condiciones naturales más adecuadas para que la transformación de los cuerpos en humus se produzca de forma rápida y evitando los procesos de putrefacción que tienen lugar en los enterramientos habituales en fosas o nichos. Esto sería fundamental si, ante la emergencia climática, los enterramientos naturales se convirtieran en una alternativa mayoritaria.
Según la legislación vigente en nuestro país, cualquier cadáver ha de pasar por la industria funeraria
Según la legislación vigente en nuestro país, que data de 1974 –momento en que España era una dictadura y aún no había evidencias científicas del cambio climático y la emergencia medioambiental–, cualquier cadáver ha de pasar por la industria funeraria. Estas empresas son las únicas autorizadas para trasladarlo, prepararlo para su exposición al público y conducirlo a su destino final en el cementerio o crematorio. También tienen la exclusiva de la venta de ataúdes y, por tanto, controlan sus precios. Muchas de sus actuaciones requieren una reflexión sobre su sostenibilidad. Así, los cadáveres se transportan en bolsas de plástico, se introducen en ataúdes de madera no controlada, laminado o conglomerado, con frecuencia importados de China, tratados con barnices, complementados con adornos metálicos y forrados o acolchados con tejidos sintéticos. Los cuerpos se pueden embalsamar si se desea y, en cualquier caso, son tratados con productos cosméticos para su exposición en las salas de los tanatorios. Las tradicionales coronas suelen estar fabricadas con flores de invernaderos, a veces de importación, insertadas sobre soportes de materiales plásticos y metálicos.
Es cierto que algunas funerarias están ofertando actualmente servicios ecológicos. Se trata de ataúdes fabricados con maderas certificadas, barnizados al agua y revestidos de tejidos orgánicos en lugar de sintéticos, todo lo cual resulta en un incremento significativo del precio. Alternativamente, algunas empresas independientes han diseñado y fabricado ataúdes de cartón que reducen el gasto energético y los contaminantes resultantes de la incineración. Estos productos están homologados y se ofertan a precios muy reducidos, pero posiblemente debido a la presión de la industria funeraria, están teniendo serias dificultades para la autorización de su venta en la mayor parte de las comunidades.
Actualmente, según datos proporcionados por Funos, de un total de 1.100 operadores que existen en España, solo cinco de ellos tienen en sus manos el 60% del negocio funerario. Estas grandes empresas, además de dar los servicios, poseen tanatorios, cementerios y hornos crematorios. La primera de ellas es propiedad del fondo de inversiones canadiense OTPP.
Toda la población es cliente necesaria e inevitablemente de la industria funeraria. El volumen de negocio es por tanto seguro y espectacular. Como no tenemos el hábito de planificar nuestros ritos funerarios, los familiares del difunto se encuentran sin haberlo deseado en el papel de compradores de un producto sobre el que probablemente nunca han reflexionado. Urgidos por los plazos, no tienen tiempo para comparar distintas ofertas como solemos hacer en otro tipo de compras ni experiencia para diferenciar con claridad unas de otras. Las funerarias dirigen hábilmente al cliente hacia la oferta más conveniente para ellas. Y como después no se comparten esas experiencias, cada nuevo cliente llega desprovisto incluso de referencias de los que le precedieron.
Otra asignatura pendiente en nuestro tratamiento de la muerte es su desacralización. Un cementerio, un “camposanto”, se sigue considerando zona sagrada. En el cementerio municipal de Sevilla, de 288 calles que contiene, solo una llamada Aurora no tiene nombre de Cristo, de Virgen o de santo. En la gran mayoría de tanatorios, especialmente en lugares pequeños o para personas con escasos recursos, es difícil conseguir un lugar digno para hacer ceremonias de despedida en ausencia de símbolos religiosos. Hasta donde conocemos, solo la Generalitat catalana ha legislado en este sentido, promoviendo que los símbolos no sean fijos a fin de facilitar que cada grupo de usuarios pueda colocar los que desee en función de sus creencias y necesidades.
Es preciso una actualización de la legislación funeraria que permita formas de enterramiento más acordes con los nuevos tiempos y la situación del planeta
Es preciso, por tanto, una actualización de la legislación funeraria que permita formas de enterramiento más acordes con los nuevos tiempos y la situación del planeta, y que obligue a las empresas a proporcionar productos sostenibles a precios razonables. En este sentido sería interesante que los distintos niveles de la Administración, especialmente los ayuntamientos, impulsaran la creación de funerarias públicas o, alternativamente, de economía social, las cuales contribuirían sin duda a la transición ecológica imprescindible en esta materia. Pero también es necesario un cambio cultural que traiga el tema a las conversaciones, al intercambio de opiniones, a pensar en la muerte y a planificarla cuando se tiene salud. Para ello, el testamento vital es un buen instrumento y actualmente se encuentra a disposición de los ciudadanos. Porque de esa falta de atención por parte de la población en general se sirven los políticos para no tocar una legislación que puede resultar impopular e incluso incómoda, así como las empresas funerarias que, en ausencia de unas normas actualizadas, campan por sus respetos buscando impunemente el máximo beneficio económico.
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Carmen Estrada ha sido catedrática de Fisiología Humana y neurocientífica hasta su jubilación. Ha traducido y adaptado La Odisea en la edición de Malpaso ilustrada por Miguel Brieva. Es autora de Cumplir treinta años en los años treinta (Aconcagua, 2019) y de Odiseicas. Las mujeres en la Odisea (Seix Barral, 2021).
Frente a los demás es posible procurarse seguridad, pero en lo tocante a la muerte todos los seres humanos habitamos una ciudad indefensa.
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