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En el fragmento, uno de los más dinámicos del libro, uno de los más dinámicos y magnéticos del mundo, Tirant desembarca en Constantinopla. No ha sido un viaje fácil y corto. Previamente Tirant ha ido a Londres, donde ha ganado un torneo, y donde nos ha enseñado su manera de matar al derrotado, con honor y un golpe seco de daga. Luego ha vuelto a Barcelona y, en un primer intento de viaje para socorrer a una Constantinopla casi derrotada, su barco ha naufragado frente a las arenas de África. Desde ahí, y hasta Tierra Santa, ha ido a pie y, luego, a caballo, conquistando todo a su paso, y convirtiendo a los musulmanes a otro monoteísmo, con la sola prédica de su virtud en el combate y en la victoria. El último tramo hasta Constantinopla fue breve y feliz, en barco y en compañía de su primo y sus más fieles amigos. El lector nota que ese grupo está ungido y que no atiende a límites. Todos forman un mecanismo compuesto por diferentes caracteres y destinos, y la Fortuna, es patente, les aprecia. El lector comprende ahora el valor y calidad de ese grupo, justo cuando les ve bajar del barco y atravesar decididos una ciudad silenciosa, que copan con el ruido de sus armaduras completas, y que iluminan con los destellos de la plata, pues las armaduras, completas, limpias y brillantes, han sido reparadas y frotadas por horas, para vertebrar este recibimiento apabullante. Porque se trata de un recibimiento: Tirant y sus amigos no llegan a una ciudad que no conocen, sino que la reciben. Es la ciudad la que viaja, pues Tirant y sus amigos son el nuevo centro del mundo. La ciudad, por otra parte, es una ciudad deprimida. Lo que queda de Roma está perdiendo la guerra. Ese preciso día, más aún: la ciudad entera está de luto por la muerte, en batalla inútil, del hijo del Emperador. Todo está perdido. O no. Tirant y sus caballeros avanzando por una ciudad muerta son la vida, y los ciudadanos que les ven, les miran como recordando algo olvidado, como despertando, apenas, de un sueño sin sentido, esa experiencia peor que la peor de las pesadillas. De pronto, el grupo de caballeros llega al palacio imperial. Acceden a la sala del trono. Nadie les detiene o presenta, pues el Estado está colapsado. Es allí donde se produce el último prodigio, la última explosión de este fragmento.
La familia imperial está de luto. El narrador ignora cómo era el luto en Constantinopla, cuando Constantinopla aún existía, así que dibuja lo que sería el luto estricto en Barcelona o València. Así, en la sala hay apenas luz, pues los ventanales permanecen cerrados, para expresar dolor y abandono. Pero es verano. Y eso provoca una temperatura y una atmósfera irrespirable. La primera misión salvadora de Tirant consiste, por tanto, en avanzar decidido hasta una ventana, abrirla y acabar con el agobio. La sala del trono queda inundada por la luz y el aire. Y los personajes, aliviados, por fin se ven unos a otros. Los recién llegados, y el lector, ven en ese preciso momento, además, que todas las mujeres, en lo que es otra costumbre barcelonesa y valenciana para paliar el calor insufrible, van desnudas de cintura hacia arriba. Se trata de algo permitido socialmente, una costumbre doméstica, que no presupone lascivia o dejadez, pero que aquí fabrica una explosión de carnalidad única. Un regalo. Cegados por la luz y por ellos mismos, los personajes se miran y se ven. Tirant ve a Carmesina, Estefanía a Diafebus, la madura emperatriz al joven Hipólito, Plaerdemavida y la Viuda Reposada, ven a su vez a todos, y saben lo que les sucede en su primera mirada, y que, por debajo y por encima de una guerra cruel y de destino indescifrable, ha empezado otra, lenta y certera e imparable, como los movimientos de los vegetales. Tirant, repleto ya de amor inaudito hacia Carmesina, se acerca a ella y le agarra la mano con suavidad, para besarla en su dorso. En un último momento, sin que nadie lo vea, solo Carmesina y Tirant, Carmesina gira su mano, con lo que Tirant le besa la palma. Se trata de un fabuloso, prohibido y furtivo gesto de entrega absoluta. No puede haber entrega ni intimidad mayor.
Escribimos para volver a escribir lo que nos fascinó y quisimos haber escrito nosotros, pero alguien lo escribió hace un año, o hace cientos de siglos. Escribimos para repetir. El autor del fragmento, un hombre de mundo, que viajó, literalmente, por todo el mundo, quizás escribió un libro, y este fragmento en concreto, para escribir algo que hacía décadas que no se podía escribir. Una fantasía absoluta: que Estambul no existía, pues Constantinopla no había caído gracias a Tirant, un personaje de ficción. Pero acabó escribiendo de una mano y de una de las entregas más intensas y profundas de la literatura. Incluso si crees que fue fascinante un imperio, una ciudad perdida, escribes sobre manos, pues solo las manos tienen el poder de hundirse, de desaparecer, con más dolor, explosiones y sangre que los imperios y las ciudades. Escribimos. Escribimos para volver a escribir lo que nos fascinó. Para repetir historias de imperios y ciudades perdidas que, en realidad, son una sola mano.
En el fragmento, uno de los más dinámicos del libro, uno de los más dinámicos y magnéticos del mundo, Tirant desembarca en Constantinopla. No ha sido un viaje fácil y corto. Previamente Tirant ha ido a Londres, donde ha ganado un torneo, y donde nos ha enseñado su manera de matar al derrotado,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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