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Los enfermos de alzhéimer que aún no habían olvidado caminar –con el tiempo lo olvidarían; olvidarían todo lo que, incluso, no necesitaba memoria alguna para producirse, como toser, como que el corazón les latiera– se pasaban el día robándose entre sí. Era un afán absoluto e innegociable. Con los ojos copados por el olvido, perturbadores –son unos ojos en tensión profunda y constante, muy cercanos a los ojos glaucos que gesticularía la pesadilla paralela: la memoria absoluta, el peso aplastante de recordar todos y cada uno de los segundos vividos, todos y cada uno de sus actos–, deambulaban por los pasillos y las habitaciones, buscando y encontrando objetos. Se trataba de todos los objetos, cualquier objeto sensible de ser aprehendido y trasladado. Cepillos dentales, zapatos, jabones, toallas, colonias, lápices, periódicos eran recolectados, sin avidez, sin dudas, con movimientos precisos y mecánicos, como si eso fuera una suerte de oficio, una suerte de siega infinita, que solo se interrumpía, precariamente, con el sueño, con otro sueño. La razón de todos esos robos era, precisamente, la propia enfermedad. En ausencia de memoria, todo lo observado por un enfermo era de su propiedad. Por lo que los robos no eran tales sino, simplemente, recuperaciones. Volver a encontrar una propiedad perdida. La normalidad. Lo cotidiano.
Carezco de propiedades. Una vez tuve una. Fuente de desencuentros, viví aquella posesión como un absurdo que solo me condujo a experimentar matices, no previstos, del dolor y de la crueldad. Mis reflexiones sobre la propiedad, cuando disponía de ella, que era cuando visitaba aquella residencia, me hicieron comprender que la propiedad se parece al dinero en que no tiene mucho sentido. Tan solo tienen un solo y único sentido. Tenerlos. No hay que buscarles ningún otro sentido, pues no lo hay. Me sorprenden –a mí; solo a mí; tal vez ello hable de mi propia enfermedad, sin nombre y abandonada en mi alma, a la espera de un segundo y tercer acto, a la espera del destino– las personas que le dan matices, interpretación y recorrido a esos objetos. En los tiempos en los que frecuentaba aquella residencia, mientras observaba a los ingresados robarse durante todas las horas del día, supongo que unía lo que veía a lo que me preocupaba, por lo que llegué a suponer que la propiedad era una patología, una enfermedad consistente en el olvido, en el hecho de haber olvidado algo básico y sencillo. Una costumbre, una regla, un secreto que no solo nos hizo felices, sino completos.
Hoy creo que lo que veía no era enfermedad. Era, tal vez, el único y reducido fragmento inmaculado de cerebro que les quedaba a los residentes enfermos. Su fortaleza inexpugnable. El recuerdo nítido y concreto del trabajo, del sueldo, de la propiedad. El recuerdo de las reglas del juego. Lo que veía, ante mis ojos, era, por tanto, la prueba de que la enfermedad era otra, aún más severa e innegociable. Y anterior. Las reglas del juego.
Los enfermos de alzhéimer que aún no habían olvidado caminar –con el tiempo lo olvidarían; olvidarían todo lo que, incluso, no necesitaba memoria alguna para producirse, como toser, como que el corazón les latiera– se pasaban el día robándose entre sí. Era un afán absoluto e innegociable. Con los ojos...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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