meritocracia
Movilidad social, igualdad de oportunidades y cultura de élite
En los últimos años diferentes estudios han demostrado que el problema del planteamiento dominante es que se entienden los méritos de los individuos al margen de su contexto socioeconómico
Hugo de Camps Mora 7/06/2023
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Una aspiración fundamental de los gobiernos de la gran mayoría de países occidentales desde el último tercio del siglo XX es promover la movilidad social. Los países que comparten esta visión presuponen que, de este modo, fomentarán el concepto de ‘meritocracia’, y que así promoverán el desarrollo de sociedades más ‘justas’. Esta tendencia se ejemplifica bien en las palabras que Pedro Sánchez pronunció en la Cumbre del Tercer Sector Contra la Pobreza Infantil del 2018: “Vamos a promover la movilidad social y la igualdad de oportunidades para que la vida de los niños y niñas no se vea condicionada por su origen socioeconómico. Por justicia y por dignidad como país”. Según esta visión, la justicia social depende más de la “igualdad de oportunidades” que de la “igualdad de condiciones”. No se trata de redistribuir recursos para que todos los individuos tengan una condición socioeconómica parecida, sino de garantizar que estos, independientemente de dónde hayan nacido y crecido, tengan la misma capacidad de alcanzar la cima de la jerarquía social. Así pues, esta concepción de la sociedad considera que las condiciones socioeconómicas en las que nacen y crecen los individuos no deberían otorgarles ninguna ventaja sobre los demás. Este modelo, por tanto, no problematiza necesariamente las desigualdades; sólo lo hace cuando las cree injustas por haber sido heredadas.
Desigualdad y acoso escolar
En los últimos años, diferentes estudios han problematizado la idea de que se pueda garantizar la igualdad de oportunidades sin abordar la cuestión de la desigualdad socioeconómica de los entornos en los que las personas nacen y crecen. El problema del planteamiento dominante, han demostrado, es que entiende los méritos de los individuos al margen de su contexto socioeconómico. El caso del acoso escolar es uno de los mejores ejemplos para demostrar los problemas que tienen las sociedades más desiguales para poder garantizar la igualdad de oportunidades. El acoso escolar puede definirse como la exposición intencionada, continua y prolongada a actos físicos o emocionales hirientes realizados por individuos de estatus social superior al de la víctima. Los niños que son víctimas de acoso escolar a los ocho años tienen más probabilidades de padecer trastornos de ansiedad y depresión en la edad adulta. Esto, a su vez, influye negativamente en su potencial académico. El hecho de que el acoso escolar varíe entre países y contextos sociales (afecta de un 5% a un 70% de la población) sugiere que se trata, en gran medida, de un fenómeno social y culturalmente variable.
La prevalencia del acoso escolar estaba relacionada con la asistencia a escuelas con grandes disparidades económicas entre los estudiantes
Usando datos de escuelas de treinta y cinco países europeos (incluido el Reino Unido) y de Norteamérica durante el curso académico 2001/2002, el estudio Socio-Economic Inequality in Exposure to Bullying investigó acerca del acoso escolar. Su principal conclusión fue que la prevalencia del acoso escolar no estaba relacionada con el nivel económico del país de residencia o del colegio al que se asistía, sino que, de hecho, estaba relacionada con la asistencia a escuelas con grandes disparidades económicas entre los estudiantes, y con crecer en países con grandes desigualdades económicas. Las conclusiones del estudio sugieren que un aumento del 10% en la desigualdad de ingresos está correlacionado con un aumento del acoso de alrededor del 34%. Según señalaron los investigadores, una de las razones de esta correlación puede ser que la aceptación de una sociedad jerárquica y segregada se manifiesta en el comportamiento de los niños entre sí. Cuando existen grandes desigualdades económicas, afirman, un mayor número de personas se ven excluidas del acceso a los indicadores de estatus y éxito. La investigación se suma a la literatura existente que muestra que los adolescentes son muy conscientes de las diferencias socioeconómicas, y que esto ayuda a promover un entorno social en el que se normalizan las burlas, el rechazo y la humillación. El impacto de estos comportamientos también se refleja en la alta incidencia de trastornos psicológicos que experimentan las personas con menos recursos en las sociedades más desiguales.
En contextos socioeconómicos muy desiguales, por lo tanto, los adolescentes de entornos socioeconómicos más desfavorecidos tienen más probabilidades de sufrir acoso escolar. De este modo, también tienen una mayor probabilidad de sufrir las consecuencias personales, sociales y materiales asociadas a esta experiencia. El hecho de que estos adolescentes tengan más probabilidades de sufrir daños físicos y mentales que otros explica que existan más barreras que impiden a determinados estudiantes desarrollar su potencial académico. Así, las sociedades que aspiran a fomentar la igualdad de oportunidades no pueden simplemente obviar la cuestión de la desigualdad socioeconómica. El modelo hegemónico de movilidad social está diseñado para premiar a las personas en base a sus acciones individuales; sin embargo, al no considerar que estas están condicionadas por el grado de desigualdad socioeconómico en el que tienen lugar, es incapaz de cumplir sus objetivos.
El amargo sabor del ‘éxito’
A pesar de que existan grandes barreras que limitan la movilidad social, es indudable que ciertos individuos consiguen mejorar su situación socioeconómica con respecto a la de sus progenitores. Estos casos dan pie a que las críticas a la meritocracia suelan encontrarse con respuestas del tipo: “¿Y qué hay de Amancio Ortega? No tenía nada y ahora mira dónde está”. Frases como esta presuponen que, a pesar de la dificultad que conlleva, cualquier persona que realmente se esfuerce puede acceder a las recompensas de ser socialmente móvil. La concepción hegemónica de la movilidad social supone que es así, ya que la medida de las recompensas sociales se mide en términos de mayores ingresos o de un mayor estatus. Sin embargo, el uso de los ingresos o del estatus como los únicos indicadores de la movilidad social oculta las formas más complejas en que los individuos experimentan estos procesos. Los estudios arriba mencionados demuestran que los procesos de movilidad social también tienen un componente sociocultural, y que este debe tenerse en cuenta a la hora de evaluar si la movilidad social garantiza la ‘igualdad de oportunidades’. Quizás para la sorpresa de algunos, algunos estudios recientes demuestran que no todos los individuos que ascienden socialmente experimentan su cambio de condición como algo totalmente gratificante. Sobre todo en sociedades más desiguales, explican, los procesos de movilidad social tienden a generar ansiedad, frustración y una sensación de desarraigo en las personas que los viven.
En las sociedades más desiguales los procesos de movilidad social tienden a generar ansiedad, frustración y una sensación de desarraigo en las personas que los viven
En un estudio llevado a cabo en 2013, los sociólogos Phillip Brown, Diane Reay y Carol Vincent analizaron las experiencias de nueve estudiantes de clase trabajadora en Southern, una universidad de élite de Luisiana. Se centraron, fundamentalmente, en explorar las tensiones y ambivalencias que experimentaban al desenvolverse en un entorno socioeconómico de estatus “superior”. Durante las entrevistas, una de estas estudiantes, Lindsay, explicó la forma negativa en que su familia veía este proceso. Tal y como ella misma explica, sus padres consideraban que no hacía falta que fuese a la universidad. Precisamente por ese motivo, cada vez que ella sacaba el tema, sus padres mostraban abiertamente su rechazo por la forma de vida que había elegido. El testimonio de Lindsay revela que, para algunos, “ascender” socialmente implica una dolorosa dislocación de los propios orígenes sociales y culturales.
Además de sentirse excluidas por el entorno social de donde “provienen”, algunas de las personas que “ascienden” socialmente tampoco son aceptadas en su “nuevo” grupo social. A este respecto, por ejemplo, la expresión “nuevo rico” refleja muy bien la estratificación de ciertas élites, que no están dispuestas a aceptar siquiera a los que han superado los obstáculos que existen para ascender socialmente. El sociólogo Sam Friedman es experto en estudiar las dificultades que experimentan algunas de las personas socialmente móviles a la hora de adaptarse a sus nuevos entornos profesionales. En una de sus investigaciones entrevistó a Helen, una mujer que había crecido en un entorno de clase trabajadora en el sur de Londres y que en aquel momento dirigía un prestigioso teatro. A pesar de su gran éxito, Helen consideraba que la élite del teatro la rechazaba. En su opinión, esto se debía principalmente a sus señas de identidad de clase trabajadora, como su acento y su forma de vestir. Helen explicó que podría fingir y cambiar su voz, pero que ella en el fondo no era así. Literalmente, afirmó: “Nunca voy a estar en ese club”. Aunque Helen considera que “podría” intentar adaptarse al mundo cultural de su nuevo entorno ocupacional, mostraba conciencia del trabajo emocional añadido que esto requería. El testimonio de Helen ejemplifica el tipo de costes que pagan las personas socialmente móviles: incluso en los casos en que una persona mejora su situación socioeconómica, puede experimentar una sensación de “dislocación social”, al encontrarse situada entre dos ámbitos culturales distintos. Al mismo tiempo que pueden ser rechazados en la cultura de su origen socioeconómico, tampoco se integran en la de “destino”.
Los casos descritos anteriormente ejemplifican el trabajo emocional adicional que deben llevar a cabo las personas de clase trabajadora para participar en culturas académicas y ocupacionales estructuradas en torno a normas sociales y culturales de élite. En contra del modelo hegemónico de movilidad social, estos ejemplos demuestran que el origen socioeconómico sigue influyendo en la capacidad de las personas para acceder a recompensas sociales a lo largo de su vida. Incluso en los casos en los que las personas de clase trabajadora tienen una movilidad ascendente, no gozan de las mismas oportunidades de acceder a aquellas. Por el contrario, suelen estar expuestas a mayores fuentes de daño psicológico y emocional para adaptarse a estos entornos que sus homólogos de las clases media y alta.
Los ejemplos expuestos demuestran que, en contextos más desiguales, las personas con menos recursos sociales tienen menos probabilidades de ser consideradas “meritorias”; y que, incluso cuando lo consiguen, son más propensas a experimentar los procesos de movilidad social de manera traumática. Las sociedades más desiguales, por tanto, fomentan que las trayectorias personales estén influenciadas por el origen socioeconómico. Precisamente por este motivo, estas sociedades son incapaces de garantizar la igualdad de oportunidades.
Por mucho que aspire a hacerlo, el modelo hegemónico de movilidad social simplemente reformula la manera en que se accede a las élites, y no garantiza el desarrollo de sociedades más justas. Mientras no se redistribuyan recursos y se reduzcan desigualdades socioeconómicas, las vidas de las personas continuarán estando condicionadas por sus orígenes.
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NOTA. Tres buenos libros acerca de la cuestión que trata este artículo son Contra la igualdad de oportunidades, de César Rendueles (Barcelona: Seix Barral, 2020); Against Meritocracy, de Jo Littler (Londres, Routledge, 2018) y El sueño de la igualdad de oportunidades, de Angel Puyol (Barcelona: Gedisa, 2010).
Una aspiración fundamental de los gobiernos de la gran mayoría de países occidentales desde el último tercio del siglo XX es promover la movilidad social. Los países que comparten esta visión presuponen que, de este modo, fomentarán el concepto de ‘meritocracia’, y que así promoverán el desarrollo de sociedades...
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