pobresidad
El principal potenciador de la comida basura es el tiempo que te falta
En España comemos entre 160 y 240 kilos de ultraprocesados por persona cada año. No es pereza de cocinar; es derrota. La carencia de tiempo y la abundancia de vidas extenuantes son el caldo de cultivo perfecto para la claudicación alimentaria
Laura Caorsi 2/06/2023
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La comida basura vive un momento de esplendor. Cada vez hay más cantidad, más variedad, más disponibilidad… y mayor consumo. Algunos datos, como el que sigue, son apabullantes: en España comemos entre 160 y 240 kilos de ultraprocesados por persona cada año. O, lo que es lo mismo, alrededor de medio kilo de ultraprocesados al día.
La cifra, recogida por el investigador del CSIC Javier Sánchez Perona en su libro Los alimentos ultraprocesados (Catarata, 2022), refleja más un consumo sostenido que uno esporádico, muy a pesar de la publicidad o de las frases hechas que ensalzan la idea del capricho excepcional. Un día es un día, sí, pero al cabo de treinta nos tragamos 15 kilos de excepciones.
El consumo habitual de ultraprocesados está marcado por unas cuantas circunstancias. El poder adquisitivo es una de las principales. Diversos estudios realizados dentro y fuera de nuestro país muestran que la malnutrición es especialmente acusada entre las personas con menos recursos, y que la pobreza es uno de los precursores de la obesidad. De ahí que exista un neologismo, pobresidad, para referirse a este problema concreto.
Pero el dinero no es lo único que influye. También inciden el nivel de estudios, el lugar donde vivimos, el bagaje culinario familiar, la exposición repetida a la publicidad, la situación personal o la edad. Y el sabor, claro, el sabor. Ese placer inmediato que sentimos al comer estos productos –y que vuelve loco a nuestro sistema de recompensa– es uno de los factores que más nos enganchan a lo malsano.
Aquí podríamos hablar, por ejemplo, de esas cuidadas mezclas de azúcares, grasas, harinas y sal que consiguen texturas de lo más apetitosas. O de los colores llamativos. O de los potenciadores del sabor, como el glutamato monosódico, que nos hacen rascar el fondo de las bolsas de snacks cuando ya están vacías, como espeleólogos al rescate de las migas. Pero no. No vamos a hablar de esto sino del tiempo, un elemento que atraviesa a todas las personas y del que no se suele hablar. El principal potenciador de la comida basura no es el E621, sino el tiempo que nos falta.
Tiempo, resistencia y convicciones
Los productos ultraprocesados dominan el sistema alimentario mundial. Esto no es nuevo y tampoco ha ocurrido de repente. En Estados Unidos representan el 73 % de los alimentos que se venden. En España, hace ya más de diez años que el 32 % de las calorías que nos metemos en el cuerpo procede de este tipo de productos.
Su consolidación tiene que ver con los factores enumerados antes. Sin embargo, de todas las circunstancias que favorecen la producción y el consumo desbocados de esta clase de comida, ninguna es tan sutil, lesiva y perversa como el secuestro del tiempo; de nuestro tiempo de ocio y descanso.
Empecemos por reconocer lo evidente: cocinar y comer bien lleva horas, dinero y esfuerzo. Es cierto que las tres cosas se pueden reducir optimizando los procesos –ahí están el batch cooking, los vegetales de temporada, las ofertas, los alimentos rebajados a punto de caducar, el microondas, la olla exprés y el congelador–, pero para hacerlo día tras día con relativa agilidad hay que tener práctica, conocimiento y constancia. Sobre todo constancia, porque no es fácil luchar contra las innumerables emboscadas alimentarias del entorno.
Alimentarse a diario de manera saludable requiere pensar menús y preparar comidas, ir a la compra, prestar atención a las ofertas, saber interpretar las etiquetas, escoger unos alimentos en lugar de otros y pasar de largo en los estantes de ultraprocesados. Exige no sucumbir, no despistarse y sortear las trampas del “no pasa nada” y de la falsa excepcionalidad.
Para plantearnos todas estas cosas –no digamos ya ejecutarlas– necesitamos tiempo. Tiempo para informarnos y para pensar, para descansar sin ruidos de compraventa, para desarrollar cierta indiferencia ante el marketing de lo malsano y para avanzar en una dirección cuando casi todo a nuestro alrededor empuja en la dirección contraria. Así, lograr que la comida saludable sea un hábito exige algo más que dinero. Requiere un convencimiento profundo y un tiempo que, normalmente, no tenemos.
Lo más significativo de este elemento es que afecta a una amplísima parte de la población. Podemos trabajar en una oficina, en un hospital o en el servicio doméstico; podemos carecer de estudios superiores, estar en la universidad o ser precarios con posgrado; podemos teletrabajar o dedicar horas al desplazamiento cotidiano en coche o en transporte público; podemos estar compartiendo piso, viviendo solos o en pareja; podemos tener padres mayores o hijos pequeños… Incluso podemos tener un sueldo decente, y aun así, vivir fatigados por la falta de tiempo.
Ahogados por la sensación de no parar, de no llegar, como el conejo blanco de Alicia o como un hámster frenético en la rueda, esa que gira pero no avanza.
El secuestro del tiempo
La carencia de tiempo y la abundancia de vidas extenuantes son el caldo de cultivo perfecto para la claudicación alimentaria. No es pereza de cocinar; es derrota. Por fortuna, hay opciones saludables y prácticas que nos alivian y nos ayudan a comer bien en mitad de estas dinámicas –bendita industria alimentaria de lo saludable a precios asequibles–, pero no nos engañemos, lo que domina es el ultraprocesado. Domina porque abunda, y también porque hay muchos tiempos que han sido secuestrados por la comida basura.
Aquí va una lista a vuelapluma. Los tiempos de desplazamientos están llenos de anuncios y puntos de venta de comida insana. El tiempo de ocio, desde un partido de fútbol o un concierto hasta las series en casa o el cine, está secuestrado por la oferta y la publicidad de comida insana. El tiempo muerto, en salas de espera, está ocupado por las máquinas de vending y sus anzuelos ultraprocesados. El tiempo en los no lugares –como los aeropuertos, las estaciones subterráneas o los centros comerciales– nos arroja a los no momentos: sin luz natural, como en las casas de apuestas, es más fácil beber alcohol por la mañana, picar a deshoras o comer sin hambre.
Todo esto se agrava si, además, nuestra economía doméstica hace aguas. Porque si nos faltan tiempo y dinero, la variedad y las opciones culinarias estarán aún más limitadas. Podremos comer sano, sí, pero los menús tenderán a la monotonía, y ya sabemos que eso no lo soporta nadie, como nos lo han mostrado Piqué y Shakira.
Frente a esto, que exige una contención y una constancia casi monacales, los anuncios de ultraprocesados nos deslumbran prometiendo tiempos de novedad: el nuevo sabor, la nueva fusión, el nuevo producto que nos deja sin palabras. Y nos traen eslóganes e imágenes que ofrecen momentos baratos de placeres y alegrías. Evasión del cansancio con recompensas efímeras que obtenemos hoy a cambio de monedas, pero que realmente pagamos en diferido con salud y tiempo de vida.
La comida basura vive un momento de esplendor. Cada vez hay más cantidad, más variedad, más disponibilidad… y mayor consumo. Algunos datos, como el que sigue, son apabullantes: en España comemos entre 160 y 240 kilos de ultraprocesados por persona cada año. O, lo que es lo mismo, alrededor de medio kilo de...
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