Tribuna
La Ley de Vivienda y el tamborilero del Bruc
Ni farsa ni revolución: la nueva norma, con sus contradicciones, es un producto de la lucha del movimiento por la vivienda en los últimos seis años
Jaime Palomera (Sinpermiso) 5/06/2023
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En las últimas semanas se han hecho lecturas antagónicas de la Ley de Vivienda. En un extremo, hay quien asegura que la ley supone una revolución, un cambio de paradigma que rompe con el modelo de la vivienda como mercancía. En el otro polo, se asegura que la ley es una farsa, que no cambia nada. Estas hipérboles se repiten también en el análisis sobre el movimiento por la vivienda: desde quien dice que la ley responde a lo que reclamaba la calle, hasta quienes la ven como el fracaso de la apuesta de organizaciones como el Sindicato de Inquilinos, que se habrían convertido en lobbies sin capacidad transformadora, instrumentalizados por la “socialdemocracia” institucional. ¿Nos ayudan estos relatos a entender lo que ha pasado en Madrid y el escenario que se abre? Me temo que no mucho.
Empezaré negando las dos premisas. Esta no es la ley que habría redactado el movimiento, eso está claro. Pero quien crea que es la ley que querría la patronal inmobiliaria, o el producto de una negociación entre partidos, se equivoca. Lo que ha aprobado el Congreso de los Diputados es inseparable de la lucha que los sectores populares y las clases rentistas han protagonizado en los últimos seis años, con Barcelona y Cataluña como epicentro. En este tiempo, se ha conseguido algo que hasta hace dos días la inmensa mayoría creía imposible: disputar la función social de la propiedad y empezar a hacer efectivo un programa con medidas que no se habían visto en mucho tiempo, como intervenir el mercado en favor de los sectores populares con bajadas de precios y alquileres sociales obligatorios. ¿Cómo se explica esto?
Hace diez años, lo que hasta entonces había sido una gran crisis hipotecaria se trasladó al alquiler
Rebobinemos un poco. Hace diez años, lo que hasta entonces había sido una gran crisis hipotecaria se trasladó al alquiler, con una escalada histórica de los precios. El problema de la vivienda ya no solo afectaba a los más desposeídos, sino también a amplias capas sociales. Una auténtica brecha. Las subidas y las expulsiones se vivían como desgracias inevitables. “No hay suficiente oferta para tanta demanda”, se decía. “No todo el mundo puede vivir en la ciudad”. La primera victoria del Sindicato de Inquilinos, en 2017, consistió en elaborar un diagnóstico –procedente de la investigación y de la experiencia práctica– que desmontaba estos dogmas neoliberales e invitaba a no resignarse.
La burbuja del alquiler no era un fenómeno meteorológico, sino que había sido cocinada políticamente entre el 2012 y el 2013 con una batería de leyes que ponía la alfombra roja a la inversión especulativa internacional. Resumidamente: privilegios fiscales para fondos buitre y rentistas; reducción de la duración de los alquileres y facilidades para expulsar; mecanismos para desviar pisos al mercado turístico de forma permanente y también para mantenerlos vacíos; uso especulativo de las 250.000 viviendas rescatadas (en manos de la Sareb) y visados de oro para extranjeros a cambio de comprar pisos para sostener los precios artificialmente altos. Los mercados ya estaban intervenidos por el Estado, pero lo estaban para favorecer a una minoría privilegiada. Lo que hacía falta era intervenir en la dirección contraria.
Los mercados ya estaban intervenidos por el Estado, pero lo estaban para favorecer a una minoría privilegiada
Este discurso, que cuestionaba el sentido común hegemónico y a la vez generaba esperanza, ha ido del brazo de una estrategia sindical capaz de convertir el malestar individual de muchos en una fuerza colectiva y transformadora. A veces se dice que el movimiento por la vivienda no es un movimiento de masas. Es cierto: a diferencia del feminista o del independentista, no saca multitudes enormes en la calle. Sin embargo, tiene una gran capacidad de crear comunidades de lucha y de conseguir victorias tangibles muy a menudo. Creo que una metáfora para entender la lucha por la vivienda es la guerra de guerrillas, donde el único arma es la desobediencia civil no-violenta. Hablamos de un amplio repertorio de acciones a pequeña escala, impulsadas por redes de militantes con un enorme grado de solidaridad y de compromiso ético, que les han permitido hacer frente a un enemigo mucho más grande, en una guerra de desgaste auténtica.
En los últimos años, el movimiento ha sido capaz de obstaculizar una media de dos desahucios al día y de organizar una oleada de huelgas de alquiler parciales. Se trata de personas que, ante la exigencia de una subida de precio o una expulsión sin motivo, deciden no marcharse de casa con el rabo entre las piernas pero siguen pagando el mismo alquiler. Muchas de estas formas de resistencia han ido acompañadas de conflictos abiertos con rentistas, la Administración y los cuerpos policiales. A menudo han adquirido un alto voltaje, abriendo telediarios, y terminando en victorias.
A pesar de esto, hay quién asegura que artefactos como el Sindicato de Inquilinos no son “organizaciones de clase”, sino una especie de ONG compuesta por “activistas” que ayudan a personas “afectadas”. Se equivocan. Estamos ante instituciones populares lideradas por aquellos sectores que hace 20 años se habrían integrado en la clase media y ahora viven una proletarización. Personas sin propiedades y sin otra opción que la jungla del alquiler, que se ven sometidas a una violencia cotidiana, en forma de asfixia financiera, desposesión e inseguridad vital. Familias hartas, que deciden pasar a la ofensiva, confrontando el poder inmobiliario y asumiendo todas las consecuencias personales: brigadas puerta a puerta para organizar edificios enteros, acciones en inmobiliarias, recuperaciones de viviendas vacías, boicots, cortes de calle, litigios estratégicos, y un largo etcétera. Además, como en las guerras de guerrillas, los sindicatos suscitan el apoyo de la mayoría social no movilizada. Lo demuestran las cifras de afiliación crecientes y unas encuestas siempre favorables a los postulados del movimiento, como regular el precio del alquiler y prohibir los desahucios.
Así, del mismo modo que el tamborilero del Bruc abrió una grieta en la imagen de imbatibilidad del ejército napoleónico, los sindicatos han hecho tambalear el mito que no hay nada a hacer ante el mercado y que las ciudades son para los ricos. Lo han conseguido convirtiendo en una trinchera todos los espacios que el capital inmobiliario siempre había colonizado sin oposición: la casa, el barrio, la ciudad y, está claro, las administraciones. Los pasillos de los ayuntamientos, de los gobiernos y de los parlamentos, que siempre habían sido suyos, también se han convertido en un campo de disputa.
Los sindicatos han hecho tambalear el mito que no hay nada a hacer ante el mercado y que las ciudades son para los ricos
Frente a ello, los sectores más poderosos de la clase rentista y del Estado también han movido ficha. Primero, con la creación de una contraparte al Sindicato de Inquilinos (ASVAL, asociación impulsada por la rama catalana de Blackstone para agrupar los propietarios de viviendas de alquiler), la unificación de todas las patronales bajo un mando único (FIABCI) y la elección del exalcalde y exministro socialista Joan Clos como máximo portavoz y lobista. Segundo, con una campaña mediática brutal contra las okupaciones y las acciones de desobediencia, con el objetivo de demonizar a la clase trabajadora. Finalmente, con un aumento de la represión a todos los niveles. Una violencia policial (en los desahucios, con centenares de multas sin justificación, infiltraciones y espionaje) y judicial (querellas y procesos penales) que hemos sufrido en primera persona.
Esto ha llevado a que algunos crean que el Estado, en su conjunto, no es más que un brazo más del capital inmobiliario, un bloque monolítico, impenetrable. Pero esta mirada de trazo grueso impide apreciar los verdaderos choques de trenes que se han dado en el interior de las instituciones públicas. La particularidad de este ciclo es que el conflicto de clase que veíamos en la calle se ha reproducido en el seno del Estado, y esto tiene que ver con el ímpetu del movimiento, pero también con la competición entre varias fuerzas permeables a su discurso. Sin las tensiones productivas que se han dado en varios momentos, entre el adentro y el afuera, siempre como resultado del liderazgo de la calle, no se entendería nada de lo que ha pasado.
Primero, en la Generalitat, con leyes impulsadas desde abajo para parar desahucios y bajar los precios, y después, en el Consejo de Ministros, con una lista larga de episodios: desde el decreto del 2019 que hacía revertir la reforma del PP y extendía la duración de los contratos, pasando por las diversas moratorias durante la pandemia, hasta la propia ley de vivienda. Las batallas han sido constantes. Por un lado, con los ministerios del PSOE (Economía y Agenda Urbana) haciendo de baluarte de los intereses de los grandes y medianos rentistas respectivamente, apostando por políticas de caridad, y a menudo también con discrepancias entre ellos. En el otro lado, el ministerio de Unidas Podemos (Derechos Sociales) en alianza con los Comunes, ERC, Bildu, la CUP y el resto de la izquierda parlamentaria, que han hecho suyas buena parte de las demandas de las clases populares. De hecho, la fragmentación del arco parlamentario ha sido funcional en las negociaciones.
La ley catalana no solo demuestra que se pueden limitar y bajar los precios, sino que lo hace de manera inmediata
En el año 2020 esta correlación de fuerzas parlamentarias desigual había tomado forma de callejón sin salida y la inmensa mayoría de gente creía que no había nada que hacer. En Cataluña, se decía que Junts nunca apoyaría una regulación de precios. En el Estado, se afirmaba lo mismo sobre el PSOE. ¿Qué es lo que permite superar el bloqueo? De nuevo, el tamborilero del Bruc y su audacia para impulsar una regulación en Cataluña. Una bandera que casi nadie creía que se pudiera plantar, solo los sectores más optimistas del Sindicato de Inquilinos y dos personas (dos, no más) en el Gobierno y en el Parlamento. La aprobación de la ley catalana es, contra todo pronóstico, lo que desbarata todo, lo que lo cambia todo. Una norma que no solo demuestra que se pueden limitar y bajar los precios, sino que lo hace de manera inmediata en casi todo el país, teniendo un impacto real en la vida de miles de personas.
Si la Moncloa decide llevar la ley al Tribunal Constitucional (TC) en junio del 2021, a pesar de que el PP ya había presentado un recurso, es porque la ley va mucho más allá de Cataluña: es la posibilidad que se extienda y haga inevitable aquello que el sector del PSOE del Estado quiere impedir. De hecho, la intención de los ministros socialistas era utilizar la potestad del Gobierno para suspender la ley de forma inmediata, pero la presión del Sindicato y la movilización popular, con protestas en las sedes del partido, lo evitaron, cosa que permitió que la norma estuviera vigente durante tres trimestres más. Como reconocen todas las partes involucradas, la ley catalana fue un auténtico golpe en la mesa que decantó la negociación entre ministerios. En octubre del 2021, el Gobierno del Estado cambia el rumbo y acepta un anteproyecto de ley que por primera vez incluye una regulación de precios del alquiler. A pesar de que el anteproyecto que se aprueba en febrero del 2022 tiene muchos agujeros, se inspira básicamente en la ley del Sindicato. Ecos del Bruc.
¿Y ahora, qué? La Ley de Vivienda que se ha aprobado, después de un nuevo año de guerrillas, incorpora mejoras claras. Las más importantes responden a los dos objetivos que se marcaron en la V Asamblea de Afiliadas del Sindicato de Inquilinos (en Sabadell, 23 de octubre de 2021) y que solo se han conseguido gracias a una hoja de ruta basada en la organización de base y la lucha a todos los niveles. Primero, prohibir la estafa inmobiliaria de cobrar al inquilino por un servicio que se da al dueño de la vivienda; un mecanismo que opera como incentivo perverso para subir los precios, porque los honorarios de la inmobiliaria se calculan a partir del precio del alquiler. También una maniobra que les permite captar casi toda la oferta, y convierte a los inquilinos en un mercado cautivo. Haciendo una estimación conservadora, y considerando solo Cataluña para el año 2021, estamos hablando de desarticular un negocio de 140 millones de euros.
El segundo objetivo del Sindicato era volver a regular los precios de los alquileres. Sabemos que la norma no es lo suficientemente rigurosa, que por sí sola no impedirá que sigan subiendo los precios y que solo en algunos casos permitirá bajarlos (si el dueño del piso tiene más de cinco viviendas ubicadas en la zona regulada). Además, estoy convencido de que se habría podido conseguir una mejor regulación si la negociación se hubiera alargado y hubiera coincidido con la campaña de las elecciones municipales. Ahora bien, es evidente que se ha aprobado un tope que hasta hace dos días parecía imposible, que tendrá efectos en la vida de la gente y que el Tribunal Constitucional lo tendrá mucho más complicado para tumbarlo.
Ni farsa ni revolución: la Ley de Vivienda es un texto contradictorio, producto de la lucha de los últimos seis años. Regula los alquileres residenciales y pone palos en las ruedas de los fondos, pero deja intactos los alquileres de temporada, que son su nueva apuesta. Prohíbe la estafa de las inmobiliarias, pero no toca las viviendas de la Sareb, más allá de los anuncios en campaña. Reduce la bonificación fiscal de los rentistas del 60% al 50%, pero otorga privilegios fiscales de hasta el 90% en caso de que bajen el precio un 5%. Pone fin a la tradición de construir vivienda de protección oficial que al cabo de unos cuantos años pasa al mercado, pero no dice de donde saldrán las nuevas viviendas públicas y mantiene el presupuesto en cifras raquíticas (un 0,5% del PIB). Incluye medidas para dilatar y dificultar los desahucios (como la conciliación y la intermediación), pero no los para.
Thea Riofrancos dice que una reforma puede tener dos funciones a la vez: mantener (o alterar poco) el poder de la clase dominante y dar fuerza a los sectores populares. Creo que este es el caso de la Ley de Vivienda. Estamos ante reformas estructurales o reformas no reformistas que obligarán al poder inmobiliario a reordenarse. Habrá que ver qué hacen las agencias y los grandes rentistas. Por otro lado, las nuevas regulaciones aumentarán el poder de negociación de los sindicatos, lo cual les permitirá luchar por transformaciones más ambiciosas. El movimiento no ha sacado la vivienda del mercado, pero ha abierto grietas. Y, allá donde hay grietas, entra la luz.
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Este texto se publicó originalmente en elcritic.cat y ha sido traducido al castellano por Julio Martínez-Cava para Sin Permiso.
Jaime Palomera es antropólogo e investigador de l'Institut de Recerca Urbana- IDRA. Ha sido coportavoz del 'Sindicat de Llogateres' de Cataluña (Sindicato de Inquilinos).
En las últimas semanas se han hecho lecturas antagónicas de la Ley de Vivienda. En un extremo, hay quien asegura que la ley supone una revolución, un cambio de paradigma que rompe con el modelo de la vivienda como mercancía. En el otro polo, se asegura que la ley es una farsa, que no cambia nada. Estas hipérboles...
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