COMO LOS GRIEGOS
Île Flottante
Consiste en robarle a Escoffier una idea mala –su postre homónimo era complicadísimo–, pero con un nombre buenísimo. Es una suerte de acto Robin Hood. Robar a los ricos un nombre precioso para depositarlo en un postre tradicional, pobre
Guillem Martínez 1/07/2023
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QUE LA VIDA NO IBA EN SERIO EN ABSOLUTO / UNO LO EMPIEZA A COMPRENDER MÁS TARDE. La frontera francoespañola de mi infancia, en plena Era Pop, era de las más rigurosas que he visto nunca jamás. La Guardia Civil –seres con pocos intereses, pero intensos– se tomaba muy en serio aquella frontera y, con ella, la idea de que éramos suyos. Disfrutaban dando miedo, más cuando, como era el caso, huías de ese miedo. Perderlos de vista era un festival. De los sentidos y de los colores. Solo cruzar la frontera, por ejemplo, cambiaba el color del asfaltado. El francés era negro, brillante, impoluto. Quien fuera que había asfaltado Francia, había ido a la tienda y había dicho: deme el asfalto más caro que tengan. Y, sobre ese asfaltado I+D, había, además, pintadas realizadas con tiempo y buena letra, no como las que había en el barrio, que, de puro canguelo, parecían escritas en arameo. Sus textos, además, eran más concretos y vitales, sintéticos y paladeados. Eran textos como Franco Assassin, Viva la República, Visca Catalunya, u Honor a los fusilados por la libertad. Entrar en Francia era emocionante. Era como entrar en casa, cuando hace años que no has vuelto a casa, y tu madre, que no ha muerto, te aguarda, se levanta, te abraza, te sonríe con aquella sonrisa que tenía, te besa. Guardo esa sensación impoluta en mi alma, y la revivo cada vez que cruzo esa frontera absurda y ya invisible. Siento activa y vigente aquella vivencia de libertad incluso ahora, cuando Francia, crispada, limitada a mitos no muy antiguos, se cae a pedazos, y con ella cosas más importantes que Francia, que la copaban, de manera que aparecían hasta en el asfalto. En Francia todo era una juerga para mí, y cualquier vicisitud era aprendizaje y fascinación. Me podría pasar horas rememorando aquellas primeras veces. La primera vez en una pastelería francesa, por ejemplo. Las pastelerías francesas eran un espacio poseedor de una lógica propia, como sucede con los sitios importantes. Eran como otras pastelerías fascinantes –las portuguesas, las sicilianas, las catalanas–, pero de singularidad más acusada, rigurosa y superior. En su interior era imposible no comprender que los grandes cocineros franceses, hasta el XIX incluso, habían sido pasteleros, esto es, escenógrafos de alimentos. Todo era tan propio e inapelable en aquellos interiores que costaba comprender cómo sus habitantes se dignaban a vendernos, con una sonrisa, además, un gâteau, esa palabra magnífica, que respondía a un objeto incólume, sin fallo o defecto alguno. Superado el Midi, no obstante, empezaba otra juerga para un niño. Los postres, que ya empezaban a ser notoriamente diferentes de los que disponíamos en Barcelona. En mi recuerdo solo había uno. El que siempre pedía, obsesionado. El rey indiscutible de los postres de los menús caros, baratos y lo siguiente, desde Bourgogne hasta París. La Île flottante. Hola. Esto es ‘Como los griegos’. Ya saben, cocinar cosas sencillas con las mismas manos con las que acariciamos ojos y sexos, esto es, con el mismo espíritu, pues las manos no poseen espacio para más de un espíritu. Se trata de una sección en la que, ahora que lo pienso, nunca aparecen postres, cuando deberían aparecer, al menos, cuatro genialidades internacionales complejas, incalculables y de elaboración sencilla. A saber: un postre catalán, otro italiano y, claro, dos franceses. Ya les he hecho un spoiler de uno de los franceses. Se trata de, lo dicho, la Île flottante y, como su nombre indica, se trata, a su vez, de una isla que flota. Como milagro, no puede haber ninguno más sencillo e inapelable. Pura magia. Supérenlo.
LA ETIMOLOGÍA DE LA MAGIA. El postre es, básicamente, lo siguiente: un merengue esférico, ligerísimo, sobre el planteamiento de un océano, hecho de crema inglesa. El lío de esta receta es, no obstante, su génesis. Propiamente, la Île flottante –ese nombre magnífico–, no es más que una variante de los oeufs à la neige, esto es, huevos a la nieve, o huevos de nieve, o nevados, o al punto de nieve, aka merengue, depositados sobre crema inglesa. De hecho, algún recetario antiguo confunde ambos platos, y algún recetario con espíritu cartesiano diferencia esos dos postres por un hecho tan anecdótico que, lo más probable, es que no sea cierto. A saber: los oeufs à la neige nacen cuando el merengue se fabrica con el calor del agua, mientras que la Île etc. se produce cuando el merengue se fabrica con el calor de un horno. Zzzzzz. Mi sensación es que el postre no es más que unos oeufs à la neige meditados, al punto que adoptaron, plagiaron su nombre artístico, hasta hacerlo tan interesante y sorprendente como el propio plato. La alocución Île flottante es tal vez inmejorable, un jalón en la historia de los nombres de platos. Por lo que es posible rastrearla. Si la rastreamos, veremos cómo un postre popular, cuya historia es tan antigua como la del fuego, eligió unos antepasados menos antiguos pero más ilustres, y solo para mangarles ese nombre tan noble, que al postre popular no le correspondía por nacimiento. Una Île flottante es, ni más ni menos, que el braguetazo de unos oeufs à la neige. No se lo pierdan.
Entrar en Francia era emocionante. Era como entrar en casa, cuando hace años que no has vuelto a casa, y tu madre, que no ha muerto, te aguarda
EL JUEGO DE LOS ESPEJOS, PUES NUNCA HAY OTRO. La primera vez que aparecen unidos los palabros île y flottante, lo hacen en una receta publicada por la revista satírica francesa Gil Blas, en 1886. El postre, porque es un postre, no tiene nada que ver con la actual Île. La segunda vez que aparece, lo hace por todo lo alto, en La Guide Culinaire de Auguste Escoffier, en 1903, ese libro que contiene 5.000 recetas, una encima de otra, lo que supone un must y una juerga. Y sí, entre ellas hay la receta de un postre, sin mucho fu ni mucho fa, que responde al nombre de Île flottante, si bien, claro, no se parece nada a la Îlle flottante que conocemos. La Guide Culinaire es, por cierto, uno de los mejores libros de Escoffier. Y aún en uso, aún imprescindible. Si les da la vena de leer a Escoffier, no se pierdan tampoco su último libro, publicado un año antes de morir: Ma Cuisine. Palabras mayores, y una vindicación de algo que fue muy sencillo después de Escoffier: la autoría. Vaya, ya he empezado a hablar de Escoffier como un poseso, lo que, en la imposibilidad de parar, me llevará a hablar de Escoffier –1846-1935–. Empezó a trabajar en el restaurante de su tía, en Cannes, a los 13 abriles. En 1884, y tan solo un par de restaurantes más tarde, ya llevaba el Grand Hotel, de Montecarlo, y en los veranos trabajaba –cuidadín– en el Hotel National, de Lucerna, donde César Ritz empezó a formular la moderna hostelería. Asociados para toda la vida, Escoffier y Ritz se dedicaron a fundar hoteles Ritz como setas –los Ritz ya han salido en esta sección en alguna otra ocasión; recuerden que eran una manera de hospedar, pero también de comer y de cocinar, en lo que fue el primer intento viable, y aún vigente, de cocina internacional–. Cuando Ritz se volvió majara –1901–, Escoffier llevó en solitario el Carlton –en Londres; junto con el Ritz de París, la Capilla Sixtina Ritz–. En 1920, Escoffier recibió la Légion d’Honneur. Lo que es importante. Por dos razones. Razón a) esa medalla fue una idea de Napoleón que, con el tiempo, dio lugar al reconocimiento de valores republicanos, a una idea, amplia y efectiva, de República. España, por ejemplo, carece de ese tipo de medallas civiles, al no existir una idea plausible de lo civil, de lo republicano. Y b) Escoffier fue el primer cocinero en recibirla. Esto es, con él se amplió la idea de República hacia los cocineros, esos trabajadores manuales que, además, tienen siempre las manos cortadas y quemadas. Escoffier fue, también, inventor de platos que aún existen, y que te los vas encontrando por ahí, en cualquier sitio, momento en el que sonríes, los pruebas y piensas en Escoffier, Como es el caso del Melocotón Melba, dedicado, como todos los palabros que acaban con el palabro Melba, a Nelly Melba, cantante australiana del XIX que los volvía locos. Se trataba de una receta muy complicada que ha atravesado varias épocas, hasta que colectivamente ha quedado reducida y depurada a una copa con helado de vainilla, sobre el que viven dos mitades de melocotón en almíbar, que se napan con puré de frambuesa. Napar es una palabra técnica de los cocineros. Significa verter –una salsa, un coulis, una crema, etc– sobre un alimento. Las palabras técnicas asustan, hasta que comprendes que, por ejemplo, besar reiteradamente a alguien con besos húmedos, también es napar, una parte o el todo, a alguien.
LA RECETA. Île flottante consiste en robarle a Escoffier una idea mala –su postre homónimo era complicadísimo y con un carácter disperso–, pero con un nombre buenísimo. Es una suerte de acto Robin Hood. Robar a los ricos un nombre precioso, para depositarlo en un postre tradicional, pobre. La receta, además, está tirada. Primero, la crema inglesa. Es preciso un litro de leche –de vaca o de yak, jamás de leona, a menos que le interesen la sensaciones fuertes e irrepetibles–, al que se introducen no más de doce, ni menos de diez, yemas de huevo –de gallina, no de avestruz, no de Godzilla–, y 150 gramos de azúcar. Batir, hervir, seguir batiendo, depositar en los boles, o en los platos hondos, en los que serviremos el todo, que es poco más que los oeufs à la neige. Para ello es preciso batir, hasta acceder al punto de nieve, las claras de los diez o doce, cuyas yemas se han utilizado en la crema inglesa. Previamente, claro, se les ha echado una pizca de sal –no me pregunten por qué–, y un sobre de azúcar avainillado. Y aquí, el merengue se puede hacer a) al horno: hacer sendas pelotitas de merengue, ayudado con dos cucharas, en modo croquetas, y depositarlas en el horno, sobre papel de horno, a 150 grados, durante 30 minutos, hasta que doren. La opción b) consiste en coagular la quenelle –en francés, lengua preciosamente precisa, eso es el merengue cuando aún no lo es, cuando tan solo es clara al punto de nieve, muriéndose por ser otra cosa, como todo el mundo– en agua caliente. Para ello, pongan agua a hervir en una sartén alta. Cuando empiece apenas la ebullición, vayan montando con dos cucharas, en modo croqueta, como antes, las quenelle. Deposítenlas sobre ese pequeño Cabo de Hornos que hemos creado con agua enloquecida con el calor. Cuando estén hechas de un lado, la giran con una espumadera. Sacar, disponer sobre un trapo, para que escurran. Si me permiten, yo optaría, para acceder a la merengosidad leve y discreta de las îles, por la opción b), que fabrica un merengue más frágil y ligero, si cabe. Poner las îles sobre su mar de crema. Dejar enfriar el compendio. Fabricar caramelo, o comprarlo hecho, y naparlo por encima de las îles, de forma graciosa. Esto es, con cierta gracia, que quede bello. Si han hecho ustedes el caramelo, dejar enfriar. Decorar con almendras tostadas y en láminas. O con praliné picado. O con pistacho picado. O, mi opción favorita y la más sencilla y sorprendente: con piel de limón cortada en juliana, muy peque y muy fina. Una delicia.
LA INFANCIA. La infancia es el momento del conocimiento, por lo que, para vivir en el conocimiento, solo es necesario prolongar la infancia. No es complicada esa prolongación pues llevamos, de serie, un niño dentro. Si dejan de leer esto, y piensan en él, los recuerdos de ese niño les ocuparán toda la cabeza, pues ese niño está repleto de primeras veces formidables. Del primer gâteau, de la primera Île flotttante. Les recomiendo, encarecidamente, que vivan esa experiencia île, en un país libre que, como la infancia, solo vive ya en nuestra cabeza. Atrévanse con la Île flottante. Y, después, con todo.
QUE LA VIDA NO IBA EN SERIO EN ABSOLUTO / UNO LO EMPIEZA A COMPRENDER MÁS TARDE. La frontera francoespañola de mi infancia, en plena Era Pop, era de las más rigurosas que he visto nunca jamás. La Guardia Civil –seres con pocos intereses, pero intensos– se tomaba muy en serio aquella frontera y,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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