COMO LOS GRIEGOS
El chinotto
Las personas se reúnen para comer frutos amargos desde hace milenios. El amargo es una arruga en el cerebro. Con el sabor aún temblando en la boca, miren el atardecer. Descubran que solo viviremos un número concreto y finito de atardeceres
Guillem Martínez 17/06/2023
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Una última bebida amarga: abran una lata, o una botella de Chinò San Pellegrino. Sirvan en vaso, o beban a morro. / G. M.
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-SIEMPRE ES EL ATARDECER. El que hem menjat / Lo que hemos comido –1972– es un gran libro de cocina. Y, por lo mismo, un buen testamento, un legado. En ese libro Josep Pla lega, deja a sus supervivientes, lo que sabe de la cocina catalana y, más aún, de la cocina empordanesa, esa Capilla Sixtina de lo básico, ordenado de forma sorprendente. Se trata de un libro que Pla escribió en el Mas Pla, ya viejo y enojado con la vida, a grito pelado –literalmente; desde el punto en el que escribía Pla vociferaba preguntas de gastronomía a la mujer que, en la cocina, y desde hacía años, le cocinaba; ella, a su vez, le contestaba a berrido sorround; el libro se escribió solo, tan solo con esas vibraciones sonoras–. El volumen, por otra parte, es una joya. Sujeto, verbo y predicado y vertido de conocimiento y, luego, de experiencia propia, que es como operaba Montaigne, y que es lo que haces, como puedes, cuando escribes periodismo. Pero, dentro del volumen, hay, no obstante, piezas singularmente engarzadas. Como el capítulo “Els aperitius”/“Los aperitivos”. Que sigue, básicamente, este itinerario. Ahí va: a) hay tres tipos de aperitivos. Los b) franceses, dulces. Los c) españoles, secos. Y los d) italianos, amargos. Francófilo hasta la médula, Pla se carga f) la ocurrencia francesa, y salva y pondera g) las otras dos de los otros dos sures. Pero viene a solucionar ese empate técnico a través de un dato. El h) cromatismo. En última instancia, viene a decir que no hay nada mejor en el mundo como disponer no solo del sabor de un Campari, sino de su color, durante un atardecer, ese otro rojo, en la terraza del Gambrinus. Uno escribe para volver a escribir. Para reescribir cosas como “el sueño, Héctor, es el hermano gemelo de la muerte”. Supongo, por ello mismo, que ahora estoy escribiendo estas líneas porque siempre he querido escribir ese capítulo de Pla. Y hoy, al menos, hablaré del atardecer, de lo amargo y, entre otros colores, del rojo, así como de uno de los escasos, pequeños, ínfimos detalles que dan a un Campari la capacidad de ser atardecer. Hola. Bienvenidos a Como los Griegos. Hoy, sobre el chinotto, uno de los cítricos más extraños del mundo. Se trata, como todo lo que se come o se bebe, de una aventura, que, en este caso concreto, empieza en el siglo XV.
-EL PAÍS DONDE FLORECE EL LIMONERO. Valencia es el epicentro del cítrico peninsular. Pero, a su vez, es una pálida muestra de lo que el cítrico ha dado de sí en Italia. En Valencia, si bien ha habido siempre naranjos, esa incorporación musulmana, no los hay a lo bestia y para una boda y con desmesura hasta el siglo XIX, cuando la vid se va al garete, por la filoxera. Para situarnos y comparar, la cosa cítrica italiana empieza en el medievo, y alcanza cuotas industriales en el XVI y XVII, momento en el que Liguria y Lombardía exportan cítricos al norte como posesas. El interés italiano por el cítrico, además, es más profundo y abarca más especies que la naranja, el limón y la mandarina. Allí hay naranjas, limones, mandarinas, claro, pero también hacen chiribitas ante la naranja sanguina, el limón amargo, el dulce, la bergamota, la cidra y/o, tachán-tachán, el chinotto. Del que, por cierto, se sabe muy poco fuera de la Liguria y de partes muy reducidas de Sicilia. Ha caído en mis manos, en ese sentido, El país donde florece el limonero –que es como Goethe, presidente de honor de esta sección, llamó a Italia un día que iba hasta el culo de cítricos–, de la británica Helena Attlee –Acantilado, BCN, 2017–, en el que, por fin, se dilucida un poco el misterio del chinotto, ese fruto que pocos han visto, menos han tocado, y con el que se hacen una suerte de productos –mermeladas, confitura, bebidas, refrescos, aperitivos, amari, digestivi–, que enloquecen a una porción de la humanidad que está en el secreto, como es mi caso, y como espero que sea el suyo en breve.
El chinotto es un fruto que crece en forma de racimo de uva en el árbol homónimo, el patito feo de los árboles frutales de cítricos, enclenque, canijo y asimétrico
-LA CHINOSITÀ. El chinotto es un fruto pequeño –es primero amarillo, y madura en color naranja; cuando adquiere ese color, solo sirve para hacer mermelada–, que crece en forma de racimo de uva en el árbol homónimo, el patito feo de los árboles frutales de cítricos, enclenque, canijo y asimétrico. Ese árbol apareció, zas, en un barco que desembarcó en Savona, Liguria, en, lo dicho, el siglo XV. En principio se supuso que ese árbol provenía de la China –de ahí el nombre: chinotto/chinito–, si bien viene, precisamente, de su contrario –Vietnam, ese pequeño Estado que, en el siglo XX, se enfrentó no solo a Francia y a EE.UU., sino que también chuleó a China; si no hubiera llegado a perder el interés, ahora estaría invadiendo el Senado Galáctico–. Algunos científicos especulan con que el chinotto es, a pesar de su nombre artístico, un cítrico autóctono o, al menos, no tan lejano geográficamente. Lo que es posible, si atendemos a Giorgio Gallesio, que era italiano, si bien, como el Barón Rampante, hizo sus libros en francés. Así, en su Traité du citrus –1811–, el primer libro que entiende que los cítricos son una locura que se intenta organizar por segunda vez –el primer intento es de Ibn al-Awan, en el siglo XII–, Gallesio descubre que la gran variedad de los cítricos responde a que son sensibles a la mezcla entre especies, pero también, y mucho, a la mezcla de su propio polen, lo que puede crear unas variaciones absolutamente variadas y divertidas. Una naranja admite así muchas posibilidades y variedades. Imagínate el chinotto, ese fruto que nadie esperó jamás. En el siglo XVIII, tras el descubrimiento de James Lynd –descubrió que la vitamina C evitaba el escorbuto en las grandes travesías marinas–, la Liguria exporta chinotti a lo bestia y a la Royal Navy. A los barcos británicos, esto es divertido, el fruto amargo, pero cargado hasta los topes de vitamina C, llegaba en barriles, llenos de agua de mar, que es como los árabes guardaban los limones. Parcialmente cortado, el fruto iba fermentando en agua salada, hasta ser, cada vez, menos duro y amargo. En ese momento nace la industria del confitado de chinotti, también en Liguria, que explotaría en el XIX. Se trata de una industria que fabricaba un chinotto confitado, dulce y amargo, que se servía con el café, con un chorrito de marrasquino –un licor delicado, transparente, hecho con unas cerezas específicas–. Todo ese mundo cayó en declive en algún momento del XX, como todo. En 2003 tan solo quedaba un centenar de árboles en la región. Un año después, la cosa chinotto entró en la cosa Slow Food, y con ello pasó a ser el centro de pequeñas industrias y pequeños negocios que fabricaban, en toda Liguria, cacharros comestibles o bebibles con chinotto.
-¿POR QUÉ ESTE ATARDECER NO ES COMO LOS DEMÁS? Siempre, me dicen, se ha bebido chinotto, atenuado con azúcar, en la Liguria. Pero esa disciplina adquiere un matiz importante en 1860, cuando Gaspare Campari, hijo de campesinos lombardos y trabajador en un bar desde los 14 años, inventa un nuevo aperitivo. Hasta aquel momento había fabricado lo que él denominaba “Bitter all’uso d’Hollanda”, pero ese año lo pone todo del revés con una receta secreta, que contiene más de 60 ingredientes. Lo único que sabemos de esa bebida, aún hoy y a estas alturas del partido, es que se llama Campari, que contiene pieles de naranja y, ojo, cuidadín, chinotti. Dos años después, establecido en Milano, Campari abre un par de cafés. Lo demás es historia. La segunda emisión de una bebida sustentada en el chinotto es en otro contexto histórico. En 1932, en pleno fascismo, la firma San Pellegrino comercializa un refresco de esencias naturales con gas, hecho a partir de chinotto. Es, claro, amargo. Y de color negro. Y fascinante. El régimen, obviamente, apostó por él, precisamente por el color. Bajo el eslógan de L’altro modo di bere oscuro –la otra forma de beber algo oscuro– se le lanzó a competir con la egregia marca Coca-Cola. Finalmente, como ya saben, Coca-Cola ganó esa guerra comercial, tras la invasión de Sicilia. Pueden adquirir, no obstante, esa bebida única, sorprendente, delicadamente y ferozmente amarga, en cualquier tienda de productos italianos.
-LAS RECETAS. Las personas se reúnen para comer frutos amargos desde hace milenios. Sencillamente porque el amargo es una arruga en el cerebro. Un sabor inesperado, astuto, sofisticado, inteligente. Beban chinotto siempre que puedan. Aquí les paso una cuantos accesos a esa posibilidad. Pueden tomarse, así, un Garibaldi, ese cóctel, contemporáneo a la unificación italiana, mezcla el Campari del Norte y el zumo de naranja –a poder ser sanguina y siciliana– del Sur. La proporción es Campari 40%, Sicilia 60%. Pero ustedes mismos decidan su simpatía hacia la amargura. Adornen con rodaja de naranja, sabiendo, no obstante, que lo único que desean los amari de las naranjas es su piel, ese amargo matizado.También pueden liarla con un Spritz. Es, técnicamente, lo contrario a un Garibaldi. Se trata de un combinado inventado antes de la unificación por los soldados austriacos del Norte de Italia, que no se habituaban al vino blanco cutre del Veneto, el único que podían adquirir, por lo que lo mezclaban, me dicen, con agua con gas, y con amari italianos. Era cuestión de tiempo que la mezcla fuera con Campari. O con Aperol. O con Cynar. En copa grande servir un dedo de amaro, dos de cava o prosecco –nunca champagne, que da como penita– y tres dedos de agua con gas. Cambien esas proporciones si no coinciden con su gusto. En general, modifiquen o rodeen todo aquello que no coincida con su gusto. Adornar el producto resultante con piel de naranja, fina, y divertida, que si alguien lo ve comprenda que la vida son los detalles. Y es, además, corta, y bella, como los detalles. Una última bebida amarga: abran una lata, o una botella de Chinò San Pellegrino. Sirvan en vaso, o beban a morro. Con el amargor aún temblando en la boca miren el atardecer. Descubran, nuevamente, que solo viviremos un número concreto y finito de atardeceres. Que los atardeceres son rojos, aunque la bebida que los acompañe sea negra, como la sangre de la luna, o sea roja, como la sangre del Sol. Uno escribe para volver a escribir. Para reescribir cosas como “el sueño, Héctor, es el hermano gemelo de la muerte”. Supongo, por ello mismo, que he escrito estas líneas porque siempre he querido escribir el capítulo de Pla sobre los aperitivos. Por eso hoy les he hablado del atardecer, de lo amargo y, entre otros colores, del rojo, así como de uno de los escasos, pequeños, ínfimos detalles que dan a un Campari la capacidad de ser atardecer.
-SIEMPRE ES EL ATARDECER. El que hem menjat / Lo que hemos comido –1972– es un gran libro de cocina. Y, por lo mismo, un buen testamento, un legado. En ese libro Josep Pla lega, deja a sus supervivientes, lo que sabe de la cocina catalana y, más aún, de la cocina empordanesa,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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