investidura
No es el rey
Todo el entramado constitucional se rompería si aceptamos que quien ostenta por nacimiento la posición de jefe del Estado pueda tomar decisiones clave capaces de determinar el sentido del voto popular
Joaquín Urías 24/07/2023
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Los ajustados resultados electorales de las elecciones del 23J van a poner el foco de atención de políticos y periodistas en el procedimiento que lleva al debate de investidura. La amenaza de bloqueo político es real, con independencia de que a algunos les interese exagerarla. En ese panorama, muchas cosas dependerán de quién sea el candidato que primero intente obtener la confianza de la cámara para convertirse en presidente del Gobierno. La eventualidad de una repetición electoral, el momento en que tendría lugar y hasta la fuerza de los distintos candidatos si se diera el caso tienen mucho que ver con ello.
El candidato del Partido Popular no tiene posibilidades reales de reunir los apoyos necesarios. Además, sale de este proceso debilitado internamente y con un creciente halo de perdedor. Su única esperanza de futuro pasa por defender ante el Congreso un programa de gobierno que refuerce su imagen de presidenciable e ir después a unas elecciones lo más pronto posible.
Por otro lado, el partido socialista sale exhausto de estas semanas. Ha puesto toda la carne en el asador y ha llamado a la desesperada a la movilización de los votantes progresistas. Evidentemente, su mejor opción es intentar formar gobierno, pero para ello tendrá que negociar duramente el apoyo de los independentistas catalanes, que es algo que puede necesitar cierto tiempo. Si hubiera nuevas elecciones, seguramente le interesa que sean lo más tarde posible.
Es crucial la decisión acerca de quién es el primero en intentar formar gobierno y cuándo lo hace, porque a partir de entonces solo hay dos meses
En contra de lo que sucede en otros países, en nuestro sistema los tiempos para la formación del nuevo Gobierno tras las elecciones ni son inmediatos ni, sobre todo, están reglados. Nuestro sistema parlamentario se basa en un mecanismo representativo proporcional. En su virtud, gobierna el partido que consiga más votos del Congreso: solo puede ser presidente o presidenta la persona a quien apoyen más representantes populares tras un debate de investidura. Para conseguirlo, si ningún partido obtiene mayoría absoluta, es necesario que la persona candidata negocie el apoyo de otros. Son negociaciones complejas en las que suele jugarse con la posibilidad de que otros partidos se integren en un gobierno de coalición, así como con acuerdos de compromisos a desarrollar por el Gobierno que resulte elegido. Así que no se concluyen normalmente en pocos días.
La Constitución es bastante flexible en cuanto al tiempo disponible para llegar a este tipo de pactos. No hay ningún plazo máximo para designar al candidato que debe defender ante el pleno de las Cortes su programa de investidura y someterse al voto del Congreso. Pero si el primer candidato designado, una vez que se vote, no reúne los apoyos necesarios, comienza automáticamente a correr el plazo de dos meses tras el cual, si nadie ha conseguido convertirse en presidente, se convocan nuevas elecciones. Así, es crucial la decisión acerca de quién es el primero en intentar formar gobierno y cuándo lo hace, porque a partir de entonces solo hay dos meses.
La Constitución dice que el candidato a presidir el Gobierno lo propone el rey “a través del presidente del Congreso”. Eso ha llevado a muchos políticos y comentaristas, incluidos algunos profesores de Derecho Constitucional, a entender que es una potestad libérrima del rey. De hecho, hay incluso quienes se han dedicado a estudiar los límites “morales” de esta facultad del monarca, concluyendo que, aunque es libre de proponer a quien quiera, debe inclinarse por aquella persona que previsiblemente tenga más apoyos parlamentarios.
De este modo, se le atribuye a su figura nada menos que la decisión fundamental sobre la que se construye todo el edificio democrático ordinario. El pueblo vota, pero es el rey el que libremente decide –con independencia de lo que diga el pueblo– quién debe intentar ser presidente del Gobierno.
Ese modo de razonar es una barbaridad jurídica, democrática y política.
Jurídicamente, aunque el artículo 99 de la Constitución dice que el rey consulta a los representantes de los partidos y propone a través del presidente de las Cortes, el artículo 64 dice que la propuesta de nombramiento del candidato a presidente será refrendada por el presidente del Congreso y recuerda que solo él será responsable de ese acto que, sin su firma, carece de validez. Así, lo que la Constitución refleja es que el encargo del rey al candidato es como su firma en un título universitario: un acto simbólico que no depende de la libre decisión del monarca. Lo contrario llevaría al absurdo de que el presidente de las Cortes es responsable –jurídica y políticamente– de un acto que no decide por sí mismo.
Será el presidente o la presidenta del Congreso quien decida a quién se encarga formar gobierno y cuándo
Democráticamente, todo el entramado constitucional se rompería si aceptamos que quien ostenta por nacimiento la posición de jefe del Estado, como símbolo de la unidad de la nación, pueda tomar decisiones clave capaces de determinar el sentido del voto popular. Una persona no elegida podría imponer su criterio político por encima del resultado de las urnas, alterando definitivamente el principio de representatividad democrática. En esas condiciones, la monarquía dejaría de ser parlamentaria y se volvería inaceptable.
Políticamente, por fin, es un disparate meter al rey en este juego. Si ahora la mayoría del Congreso prefiere dilatar el encargo o se opone a que Feijóo utilice la investidura para su beneficio personal y partidista, sería suicida políticamente para el monarca enfrentarse a la mayoría parlamentaria, favoreciendo a un partido. De otra parte, incluso si pensando que puede hacerlo no lo hace, se enemistaría con unos PP y Vox incapaces de entender por qué el rey frustra sus planes de inmediata repetición electoral.
En definitiva, se trata de una decisión delicada y política que ni puede ni debe tomar el rey. Será el presidente o la presidenta del Congreso quien decida a quién se encarga formar gobierno y cuándo. Porque la Constitución dice que es algo que debe hacerse después de las elecciones, pero no dice cuándo, y la experiencia muestra que es posible mantenerse durante meses con el Gobierno en funciones, esperando a que la presidenta del Legislativo –y simbólicamente el rey– tenga ante sí a un candidato con suficientes apoyos.
Incluso una vez que se le encargue a alguien –Feijóo o Pedro Sánchez, presumiblemente– formar gobierno, el Congreso tiene cierto margen temporal para fijar el debate de investidura. De modo que no hay un plazo constitucional inminente para repetir las elecciones y, sobre todo, la voluntad del rey no juega ningún papel en este proceso que ahora se abre.
Lo contrario sólo lleva al deterioro de la democracia y a enfangar aún más la figura de un monarca demasiado politizado últimamente.
Los ajustados resultados electorales de las elecciones del 23J van a poner el foco de atención de políticos y periodistas en el procedimiento que lleva al debate de investidura. La amenaza de bloqueo político es real, con independencia de que a algunos les interese exagerarla. En ese panorama, muchas cosas...
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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