Hegemonía del globish
Coetzee contra el inglés
¿Qué motivos empujan a un autor que domina la lengua inglesa a renegar de ella?
Pedro Tena 7/08/2023
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Hace unas pocas semanas tuve la oportunidad de asistir a una charla abierta al público que el escritor sudafricano J.M. Coetzee dio con ocasión de su reciente residencia en el Prado, en Madrid, al alimón con Mariana Dimópulos, filósofa y traductora al español de su última novela, El polaco (El Hilo de Aridana, 2023). Como es habitual en sus últimas obras, y anteriormente en su ensayo Costas extrañas (2001), que tuve la suerte de traducir hace años (Debate, 2004), el escritor manifiesta un especial interés por la traducción en sus múltiples sentidos, ya sea como práctica, como hermenéutica atenta al autor y a la obra en contexto, y como glotopolítica o estudio de las formas en que una sociedad incide sobre el lenguaje, en particular la intersección entre lenguaje y poder.
En su charla abordó la traducción del lenguaje de las imágenes al de las palabras y desgranó algunas de las paradojas que encierra el ejercicio de la traducción, entre otras la de “ausencia de indicios de distancia en el trato interpersonal en inglés” o la de encontrar equivalentes lingüísticos para lenguas que carecen de algunos términos del original: es el caso del vietnamita en una frase como “los dos hermanos subieron al autobús”, precisamente de su última novela, donde el término “hermano” no existe como tal, aunque sí “hermano mayor” (anh cả) y “hermano menor” (em trai). Cuando su traductor a este idioma preguntó a la editorial las edades de sus dos protagonistas, Coetzee respondió “no lo sé, pero qué importa”, lo que muestra hasta qué punto, más allá de los deseos del autor, una lengua puede silenciar lo que resulta imperativo en otra.
Hasta qué punto, más allá de los deseos del autor, una lengua puede silenciar lo que resulta imperativo en otra
Lo que más llamó mi atención, sin embargo, vino después. Al explicar que desde 2018 ha querido que las editoriales que se ocupan de la publicación de sus obras traduzcan del español y no del inglés, a pesar de ser obviamente esta última la lengua original, precisó: “Las fuerzas superiores que operan en el sector se negaron, porque es como un artículo de fe que se debe traducir del original. Ahora bien, si este libro –El polaco, su última obra– se hubiera escrito en una lengua menor, por ejemplo, el albanés, las editoriales no hubieran tenido problema en traducir del inglés: se hubieran saltado sus principios”.
Conocía la compleja relación de Coetzee con su lengua. En la primera entrega de sus memorias noveladas, Infancia (1997), describe la súbita conciencia de ser bilingüe (“y fui corriendo hacia mi madre gritando ¡escucha, puedo hablar afrikáans !”), aunque, como él mismo ha relatado, “al oído de un sudafricano cuya lengua materna sea el inglés, la lengua hablada de Coetzee es imposible de ubicar geográficamente”. Y, fruto de esa profunda relación con sus orígenes, sabía también que, en los últimos veinte años, prácticamente desde que recibió el Nobel en 2003, el autor ha hecho todo lo posible para que sus obras aparezcan traducidas en neerlandés –lengua de la que él mismo traduce al inglés– antes que en ninguna otra lengua, y que en los últimos cuatro años, como decimos, el español ha ocupado ese lugar central. Lo que no sabía es hasta qué punto esa preocupación ha desplazado otros temas de su narrativa hasta convertirse en parte esencial de la misma y de su papel de representante de una literatura y de una lengua hegemónicas, en cuyas costuras no parece sentirse igual de cómodo en los últimos años de su carrera que en sus principios.
Cuando en 1974 publicó su primera novela, Tierras de Poniente, en inglés, en una pequeña editorial de su Sudáfrica natal, bien pudo haberlo hecho en afrikáans, después de todo la lengua en la que se había educado y también la de sus ascendientes directos holandeses tanto por vía materna como paterna, pero no dejaba de ser esta también una lengua colonizadora, una variante criolla que aglutinaba elementos del khoisan y el bantú y de idiomas como el malayo, que fueron traídos a África a través del comercio de esclavos con Asia y, por tanto, percibida como “sucia” y considerada “holandés de cocina”, es decir, reservada para hablar con sirvientes domésticos y esclavos.
Sin quitarle ni un ápice de valor a esta reivindicación “de autor”, tanto más sorprendente en alguien que se ha decantado siempre por intervenciones anidadas en la literatura y no tanto por gestos de oposición frontal (por otra parte tan radicales como convertir una traducción en el original), me interesa más discurrir sobre el lugar al que apunta que sobre el dedo que señala. Quiero destacar que Coetzee no dijo “los poderes de la industria editorial”, aunque me atrevo a apostar que, en la práctica, todos los presentes entendimos o tradujimos algo similar, sino “las fuerzas superiores…”, y, tal vez porque ya tenía en mente este artículo, no pude menos que pararme a pensar en los motivos que empujan a un autor que se expresa, domina y siente la lengua inglesa con la fuerza prodigiosa con la que él ha demostrado a lo largo de su carrera, a renegar de ella de una forma tan consciente. Tanto que, como él mismo ha declarado, la escritura de El polaco responde al “deseo de recalcar mi ruptura personal con la lengua”. Este artículo trata de responder a esa pregunta en dos entregas sucesivas.
La primera respuesta que me vino a la cabeza es que, al igual que en el caso de Beckett, su auténtico maestro y tal vez el único que él ha mantenido como referente a lo largo de los años –otro autor que renegó del inglés y adoptó el francés para poder sentirse “libre de automatismos y asociaciones ya hechas” (Klaus Birkenhauer)–, la obra de Coetzee ha construido su aparente “ausencia de estilo” no sólo contra la lengua, sino contra sí mismo, contra la lengua en tanto que constituye y determina la actitud ante el mundo. Como si el mayor defecto de la lengua inglesa fuera ser la lengua de la cual está hecho el propio escritor.
La obra de Coetzee ha construido su aparente 'ausencia de estilo' no sólo contra la lengua, sino contra sí mismo
Si para el escritor irlandés, que hizo del desarraigo lingüístico una seña de identidad, la lengua francesa proporcionaba “the right weakening effect” (‘el efecto disolvente idóneo’), para el escritor sudafricano, que pese a todo no puede dejar de escribir en inglés, su verdadero instrumental de trabajo no son las figuras de lengua sino las figuras de narración. Su voz narrativa se ha ido haciendo progresivamente más abstracta, aun disfrazada de narrador en primera persona.
Detengámonos brevemente en El polaco. Ambientada en Barcelona, esta última novela trata de un enredo romántico entre Witold, un concertista de piano de unos setenta años conocido por sus controvertidas interpretaciones de Chopin, y Beatriz, una cuarentona catalana amante de la música que le ayuda durante su estancia en la ciudad. Aparte de un encuentro inicial, la relación entre Beatriz y Witold discurre más por los caminos de la conversación que de la atracción de los cuerpos, y además por correspondencia, recurriendo para ello al tipo de “inglés global” tan frecuente en la comunicación internacional. Witold escribe poemas a Beatriz, pero, como el inglés es un idioma que no domina, lo hace en su polaco natal. Beatriz contrata a un traductor no sólo para comprender, sino también para evaluar los poemas de Witold, que no tiene en gran estima: “Todas sus conversaciones parecen ser así: monedas entregadas y devueltas en la oscuridad, en total ignorancia de lo que tengan por valor” (p. 86). Valga esta última frase como ejemplo de la extrañeza –también en la traducción al español– que suscita la lengua en el lector; una lengua “incorpórea” en la que la narradora, presumiblemente Beatriz, nos transmite con ironía y parquedad todo un catálogo de malentendidos e imposibilidades lingüísticas. ¿Y acaso no es el amor la gestión constante de las diferencias? ¿Y no es gracias al amor que podemos sobreponernos a ellas? Y de fondo, otra vez la falla comunicativa: no solo al traducir, sino también dentro de una misma lengua por cuanto nunca dejamos de traducirnos unos a otros. En un intercambio íntimo, Witold le sugiere a Beatriz: “Quizás podamos ser como gente normal y hacer cosas normales”. Cuando ella le reprocha haber utilizado la palabra normal, él se corrige: “Quizás ordinary es mejor. Lo que quiero es vivir contigo” (p. 70). Al malentendido que puede ser el amor, se suma la lengua y su circunstancia, la falla comunicativa.
Con todo, no puede sorprendernos que, al tratar este tema, Coetzee introduzca como telón de fondo un elemento aún más inquietante que la posibilidad de malentendernos, y es, creo yo, la de empobrecernos al hacer uso de una interlingua, de una lengua franca que supuestamente vendría a colmar las lagunas lingüísticas que nos separan, pero que, imponiéndose desde arriba, vendría a hacer bueno el dicho de “es peor el remedio que la enfermedad”. “No me gusta la forma en que el inglés se está apoderando del mundo”, declaró Coetzee hace un año en el Hay Festival. “No me gusta cómo aplasta a las lenguas menores que encuentra en su camino. No me gustan sus pretensiones universalistas, es decir, su creencia no cuestionada de que el mundo es como parece ser en el espejo de la lengua inglesa. No me gusta la arrogancia que esta situación engendra en sus hablantes nativos. Por eso, hago lo poco que puedo para resistirme a la hegemonía de la lengua inglesa”.
Permítanme, por tanto, que, con toda la modestia de que soy capaz, haga mía por un momento la causa del gran escritor sudafricano y les hable de geopolítica de las lenguas o, más concretamente, de las amenazas que pesan sobre la diversidad lingüística debido a los procesos de globalización. En una entrega posterior, prometo abordar dicha influencia en el español, por otra parte una lengua también hegemónica en cuanto al número de hablantes, aunque de muy distinto perfil.
Pese a las dificultades de reconocer y captar un fenómeno que desborda los marcos tradicionales por ser cambiante y dinámico por definición, para hablar de globalización en este aspecto es preciso hablar de una creciente interdependencia y también de un proceso que comprime el espacio y el tiempo de las relaciones sociales y, por tanto, que afecta a todas las lenguas –aunque no a todas por igual– y que se caracteriza principalmente por una primacía internacional de la industria cultural anglo-norteamericana.
En el ámbito lingüístico, uno de los productos más acabados de estos procesos de supremacía del anglosajón es el globish
En el ámbito lingüístico, uno de los productos más acabados de estos procesos de supremacía del anglosajón es el globish. Con ese apócope de global English, nos referimos a ese sucedáneo del inglés que hablan Beatriz y Witold y que usted habrá oído parlotear en los aeropuertos y en el mundo de los negocios, y que algunos califican de “latín global hegemónico posclerical” y otros de “la perfecta herramienta para los negocios”. Pues bien, en lo que nos atañe a los hablantes hispanófonos, esa especie rara del inglés se ha convertido en un spanglish hipervitaminado que la urgencia de los tiempos hace pasar por “esa” segunda lengua que todos “debemos aprender”, pese a que su implantación en nuestro sistema educativo deje tanto que desear. ¿Se acuerdan de la campaña del “Yes, we want” con que la Consejería de Educación promocionaba la enseñanza bilingüe del inglés en los colegios de la Comunidad de Madrid? Pues bien, aquella frase gramaticalmente incorrecta que copiaba mal el auxiliar modal “yes, we can” de Obama fue todo un presagio de dos cosas: que el bilingüismo iba a tratarse de una operación de marketing educativo; y que la lengua para la que se quería preparar a los sufridos alumnos se parecería más al globish que al inglés.
El bilingüismo iba a tratarse de una operación de marketing educativo
Lo global busca lengua
Aún recuerdo que una de las primeras discotecas que aparecieron en el pueblo de Guipúzcoa donde pasábamos los veranos de mi infancia y primera juventud, se llamaba Txitxarro’s. La combinación del apóstrofe, la denominación foránea del jurel y el grafema tx encerraba aromas familiares y a la vez exóticos, lo que convertía la excursión en bicicleta al faro donde estaba ubicada en una extraña visita cosmopolita a una especie de antro de las tres culturas. No sé si semejante híbrido lingüístico sería bien visto hoy por los apóstoles de la normalización lingüística, pero seguro que no por quienes defienden la pasteurización de las lenguas en este mundo globalizado. Después de todo, si con la eliminación de agentes patógenos, Pasteur contribuyó a que algunos alimentos básicos como la leche pudieran viajar largas distancias sin descomponerse, ¿no deberíamos abogar también porque una lengua sirva lo mismo para pedir un café en Tamanrasset que para presentar una propuesta de governance o un análisis state-of-the-art en Bruselas o en Ginebra sin sufrir menoscabo ni transformación alguna? ¿No necesitamos una lengua para hacernos entender sin los inconvenientes de tener que recurrir a perífrasis o metáforas, pero también sin humor y sin malentendidos ni los necesarios matices para aclararlos, vaya, lo que viene siendo “una herramienta” pura y dura?
Hace unos treinta años, a un alto ejecutivo de la IBM y antiguo comandante de la marina francesa llamado Jean-Paul Nerrière se le ocurrió promocionar una especie de forma lingüística natural (que él oponía a lenguas construidas o artificiales como el esperanto) que tenía exactamente esas características. Había observado que su conversación con los trabajadores japoneses y coreanos era mucho más eficiente y fácil en inglés que la que mantenía con los trabajadores norteamericanos y británicos que le acompañaban en sus viajes. Es decir, se entendía mejor con los primeros utilizando una forma simplificada del inglés que usando la lengua tradicional con los segundos, auténticos anglófonos. Por tanto, preso de un arrebato pentecostal –y de bastante olfato comercial– se inventó una variante simplificada y no idiomática de 1500 palabras en vez de las 3500 que emplea normalmente un inglés nativo. En 2004 publicó un libro (Don’t speak English, parlez Globish) para preconizar y difundir las virtudes de este monocultivo jibarizado entre aquellos usuarios ávidos de comunicación internacional; e incluso, en 2009, otro (Globish the World Over) enteramente escrito en globish para dar ejemplo y hasta una página web en la que podía consultarse qué palabras del texto que uno estaba escribiendo no estaban avaladas por la neolingua de marras. Así, si el documento contenía palabras que no figuraban en su diccionario, aparecían señaladas como “no compatibles”.
Todo muy orwelliano y un tanto surrealista. Pero veamos más de cerca de qué hablamos realmente. Según este inglés simplificado que prescinde de las pasivas y las locuciones negativas es mejor dejar fuera frases tan coloquiales o idiomáticas como, por ejemplo, pull your leg (‘tomar el pelo’) o the cat’s out of the bag (‘salir a la luz un asunto oculto’) y, por supuesto, es preferible decir que se ha comido una fruta roja (red) y redonda (round) que “un tomate”; o, por absurdo que parezca, my mother and father’s other children (‘los otros hijos de mi papá y mi mamá’) a siblings, porque esta última palabra podría no tener equivalente en otras lenguas. Del mismo modo desaparece calf o veal para referirse a una ternera, y en su lugar se prescribe young cow, ‘vaca joven’. Alguien diría Not quite the same thing (‘parece lo mismo, pero no lo es’), pero parece que en globish se aconseja más bien a different meaning (‘otro significado’). Pues eso. Nadie niega la buena voluntad del invento, pero hay que tener también en cuenta que se puede comenzar por depurar la lengua de malentendidos y acabar por hacer “limpieza cognitiva”. Como bien ha dicho Sven Birkerts, “el lenguaje es la capa de ozono del alma y, al adelgazarla, nos ponemos en peligro”.
El globish ha pasado a convertirse en la denominación de una lengua comodín que tal vez todos hablemos sin saberlo
Diez años después, el globish ha dejado de ser el invento de un lingüista audaz y con buen ojo para mercantilizar una tendencia y ha pasado a convertirse en la denominación de una lengua comodín que tal vez todos hablemos sin saberlo. No, claro está, la que le habría gustado a Nerrière, sino esa extraña forma del inglés que ya ha dejado de pertenecer a los ingleses, un dialecto que solo existe en realidad en cada idioma en el que se inserta y que, aunque no se le haya puesto todavía un nombre, tiene el valor de la mercancía, un valor ajeno a su valor de uso y basado en el principio de intercambiabilidad o traducibilidad universal. Un idioma sin profundidad y sin matices, y por consiguiente también sin los riesgos de toparse con significados irreductibles a la traducción.
Con todo, el hecho incontestable es que, hoy día, hay ya más de dos mil millones de habitantes (un tercio de la humanidad) que aprenden el inglés como segunda lengua, lo que, añadido a los mil millones que ya lo hablan, supone la mitad de la población mundial. La pregunta más que caer se derrumba por su propio peso: ¿si todo el mundo habla inglés, seguirá siendo inglés?
La pregunta más que caer se derrumba por su propio peso: ¿si todo el mundo habla inglés, seguirá siendo inglés?
Es obvio que esta lengua franca, que lo mismo les sirve a los coreanos del sur para protestar contra los del norte con pancartas como “Stop the nukes” que a los militantes islamistas para denunciar las caricaturas satíricas de Mahoma delante de la embajada danesa en Londres con eslóganes en inglés como “Down with free speech, Vikings beware”, se asemeja más a una simplificación neutral, una especie de demótico que muchos utilizan como en otras épocas se utilizó el latín. La diferencia es que no estamos en un mundo fragmentado como el medieval, sino en otro con televisión, banca global e internet. ¿Se fragmentará el globish como se fragmentó el latín? ¿O terminará de convertirse en esa fuerza centrípeta que ya opera en internet, donde el ochenta por ciento de las páginas se programan en esta lengua y donde Lol, Omg, Btm o Asap son abreviaturas más populares que la Coca-Cola? ¿Tiene algún sentido defenderse de la invasión del inglés si, como parece, tampoco lo tuvo en su día defenderse de la invasión del árabe?
No hay una sola respuesta para estas preguntas. Los adeptos más acérrimos del universalismo ecuménico siguen pensando hoy día que este inglés simplificado puede salvar al mundo de la maldición bíblica de la proliferación de lenguas y que liberará a las demás lenguas de la equívoca tarea de transitar entre significados inestables y muchas veces intraducibles.
La expansión de esta lengua dominante será absorbida por las lenguas y los dialectos locales
Otros, más relativistas, consideran que, al igual que en el pasado, la expansión de esta lengua dominante será absorbida por las lenguas y los dialectos locales. Ejemplo de ello es que pueden encontrarse híbridos más o menos exóticos en muchas partes del planeta. Por ejemplo, el manglish, una mezcla de inglés y malayo utilizado como medio de comunicación en Malasia para sortear las decenas de dialectos del chino y el tamil que se hablan en el país. Y hay otras muchas según sea la lengua dominante. En ocasiones, dan lugar a maravillas lingüísticas como el créole haitiano con el francés, el chabacano –la lengua criolla hispano-filipina– o el criollo afroportugués de Sao Tomé y Príncipe, incluso en el marco de relaciones de poder radicalmente asimétricas. Por eso, hay quien ha equiparado nuestro globish a los pidgin, como si este fuera una especie similar, una “lengua de contacto” fruto de la interacción entre personas con diferentes lenguas maternas. En el curso de una o varias generaciones una comunidad lingüística minoritaria o colonizada puede reapropiarse en sus propios términos de la lengua colonizadora o mayoritaria, dando como resultado a veces este tipo de híbrido u otros de dudosa consistencia.
Con todo, la paradoja, que Anthony Pym, denomina “paradoja de la diversidad” no acaba ahí, pues nos movemos dentro de escenarios plurales y asimetrías considerables. Una de las más notables es la tensión entre la lógica conflictiva de la tecnología y la cultura. Como dice Michael Croning (2005), “existen aproximadamente seis mil lenguas en el planeta, pero solo dos sistemas de voltaje, tres anchos de vía de ferrocarril y una lengua para el control del tráfico aéreo: podemos decir que la tecnología une lo que la cultura separa”. No le falta razón a Croning. La unificación tecnológica por obra y gracia de la revolución digital y, más concretamente de esa entidad identificable y reconocible llamadas redes neuronales que hoy agrupamos bajo la rúbrica de Inteligencia Artificial entraña riesgos de fragmentación lingüística y al mismo tiempo de integración que no son fáciles de cartografiar. ¿Sabremos valorar los riesgos de codificación y normativización del lenguaje? Y, sobre todo, ¿podremos elegirlos?
En una década donde la traducción asistida por ordenador parece abrirse paso de forma vertiginosa como mediador privilegiado de todos los textos y de todas las lenguas; en la que el ochenta por ciento de las webs de la red utilizan algún tipo de inglés, y unas mil millones de personas –una sexta parte de la humanidad– lo hablan también como primera o segunda lengua, no puede extrañarnos que el globish se vaya imponiendo como lengua internacional. Aunque hay muchos otros factores, parecería que esta pasteurización y unificación en el uso de las lenguas no está alejada de una nueva concepción instrumental de estas que explota su valor en tanto que recursos, desligándolas de su autenticidad y concibiéndolas como una mera habilidad técnica útil para la gestión de negocios o políticas globales, es decir, haciendo de William Blake un William Gates y de John Lennon e Isaac Newton apenas unos secundarios en los Simpsons. Para comprobar sus efectos y calibrar la importancia del envite a la grande de Coetzee, veamos cómo ha influido todo ello en nuestro propio ecosistema lingüístico patrio. Síganos, si lo desea, en el artículo siguiente.
Hace unas pocas semanas tuve la oportunidad de asistir a una charla abierta al público que el escritor sudafricano J.M. Coetzee dio con ocasión de su reciente residencia en el Prado, en Madrid, al alimón con Mariana Dimópulos, filósofa y traductora al español de su última novela, El polaco (El Hilo de...
Autor >
Pedro Tena
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