Sobre ‘Foe’, de J.M. Coetzee
Quizá Foe, de Coetzee, pueda leerse como un homenaje a la modernidad literaria de Defoe en medio el clasicismo y la artificialidad de su época
Jacobo Zanella 6/11/2020
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Foe se publicó hace más de 30 años y es uno de los títulos menos conocidos y leídos de John Coetzee. Es relevante regresar a él no solo por ingenioso, divertido, breve –cualidades literarias hoy escasas–, sino porque hace además un malabarismo espléndido entre ficción y realidad, un tema que ha adquirido una relevancia contemporánea en muchos niveles. En la lectura de la novela nos vamos dando cuenta de cómo un juego literario del más alto nivel puede generar una reflexión sobre la labor que autor, editor, lector y observador ejercen en el presente –y sobre qué constituye eso que llamamos “verdad”–.
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La historia que se narra en Foe es una suerte de “falso embrión” de Robinson Crusoe. En la segunda década de 1700, una mujer inglesa, una tal Susan Barton, viaja de Inglaterra a Brasil en busca de su hija secuestrada, sin éxito, y en el viaje de regreso naufraga en la isla donde se encuentra Robinson, en donde permanecerá un año. De vuelta en Inglaterra, después de ser rescatados, necesita dinero. Se le ocurre poner por escrito su historia en la isla y enviársela a alguien para que le ayude a publicarla –o a escribir una novela basada en su crónica–. Cree que el relato es bueno, pero no tiene lo que se necesita para publicarlo. Le recomiendan a una persona (un tal Daniel Foe), a quien envía el manuscrito para que lo examine y lo convierta en un “éxito de ventas”. El manuscrito, que leemos al inicio del libro, es un texto simple, breve, descriptivo, carente de magia, que dice haber escrito en tres días en una tabla sobre las rodillas, y le pide a ese misterioso personaje que le ayude a mejorarlo: “Devuélvame la substancia que he perdido, señor Foe, se lo ruego –le dice en una de sus cartas–. Aunque mi historia transmite la verdad, no transmite la substancia de la verdad”. Lo atormenta con innumerables demandas y preguntas en la correspondencia. Barton es una especie de álter ego de Coetzee –aunque también tiene el papel de musa, ella misma lo dice en un momento de la narración.
Los guiños de Coetzee están por todo el libro. Ya desde el título, Foe, hay un juego evidente con Defoe (además de su significado literal en inglés: la evocación de un enemigo). Pero el apellido siempre fue Foe (el padre era James Foe); el hijo decide agregarle el “de” para hacerlo más interesante –un toque aristocrático, digamos–, y es como lo conocemos, como Daniel Defoe. Y así hay otros cambios sutiles: Coetzee decide usar Cruso en lugar de Crusoe: se sabe que Cruso era el apellido de uno de los compañeros de estudios de Defoe –Timothy–, y los investigadores señalan sus textos como influencia directa en Robinson. Coetzee “revierte” el apellido a su forma original.
Foe es una novela publicada en 1986 que sucede “dentro” o “antes” de otra novela publicada en 1719. En apariencia, es de una sencillez extrema, pero su profundidad es muy compleja, como un sueño que sucede dentro de otro sueño –que en ciertas páginas sucede dentro de otro sueño. Al final hay tres historias, una encapsulada dentro de otra, aunque temporalmente no funcionan en ese orden: la narración de Barton, génesis y “realidad”; Foe, de Coetzee, que “documenta” el proceso de creación y edición de la historia; y Robinson, de Defoe, que es la obra ficcional y definitiva.
Muchos lectores de la época no lo tomaban en serio como escritor, pues sus novelas parecían demasiado verídicas : se alejaban del estilo pretencioso de la alta cultura
Robinson Crusoe y Daniel Defoe han sido la obsesión de Coetzee. Su discurso de aceptación del Nobel es un cuento en donde Robinson –un hombre solitario, cerca de la muerte, que vive en la costa británica– reflexiona sobre Daniel Defoe: el personaje de ficción le está dando vida a su autor en la historia. Es una distorsión de la realidad que nos recuerda a lo que hacía el Defoe real. Muchos lectores de la época no lo tomaban en serio como escritor, pues sus novelas parecían demasiado verídicas (“experimentales” en su momento, al igual que las de Richardson y Fielding): se alejaban del estilo pretencioso de la alta cultura y de lo que se consideraba “literario” entonces. El Diario del año de la peste, por ejemplo, es una novela disfrazada de diario: Defoe tenía cinco años cuando la epidemia llegó a Londres. Aunque es un libro de ficción, muchos lo siguen tomando, aún hoy, como una de las fuentes más precisas sobre aquel suceso, pues la biblioteca que reunió Defoe para investigar sobre el tema (60 años después de que sucediera), y poder escribir el “diario” como si él lo hubiera vivido, era muy vasta y muy completa (registros, documentos oficiales, listas, estadísticas, reportes).
Con Robinson Crusoe pasó algo similar: aunque es un trabajo de ficción, se cree que está inspirado en la vida de Alexander Selkirk, un escocés que naufragó en una isla del Pacífico. Cuando se publicó, muchos lectores creían que era una crónica. Esas dicotomías entre realidad y literatura, entre ficción y no ficción –el desarrollo de una investigación casi periodística como el punto de partida narrativo–, estuvieron presentes siempre en el pensamiento de Defoe. Quizá Foe, de Coetzee, podría leerse también como un homenaje a la modernidad literaria de Defoe en medio el clasicismo y la artificialidad de su época. La postura autoral parte de la misma idea: jugar con el lector, hacerlo dudar. Cuando Coetzee escribe Foe, da la impresión de que quiere crear ese “materia” al que Defoe tuvo acceso para investigarlo, incorporarlo a su memoria y así poder escribir Robinson. Una muestra de esos juegos que le gustaban a Defoe la podemos leer directamente en lo que él mismo afirma en el prefacio de la primera edición de 1719: “El editor cree que esta es una historia completamente real, y que no hay en ella ni sombra de invención”. Se está divirtiendo, está jugando con la disolución de la frontera entre los géneros, que es el mismo juego que evoca Coetzee tres siglos después. Defoe está en contra de la invención, busca la mayor “realidad” posible en la novela, y eso lo hace moderno. Coetzee pretende escribir una novela simple, que luego “Daniel Foe” reescribe para hacerla literaria, y eso lo hace posmoderno.
En la primera lectura que hice de Foe lo que más me gustaba era eso: saber que estaba leyendo la historia “sin editar” que luego se convirtió en un clásico. Me divertía darme cuenta de que Coetzee quería explorar cómo se vería Robinson Crusoe sin el trabajo literario y editorial, como si pudiéramos asomarnos al taller de creación, al backstage que hay detrás de una obra importante. Lo que escribe Susan Barton es aburrido, pero cuando Daniel Foe lo reescribe se convierte en ficción popular, en entretenimiento, luego en clásico –y finalmente en la primera novela inglesa. Leyendo críticas sobre Foe en otros medios, me sorprendió que casi nadie habla de la postura literaria de Coetzee como alguien que juega con la reescritura de un clásico. Se dice que cuando Coetzee reimagina Robinson en su estado más “primitivo” –cuando le “quita” todo “lo literario”–, está haciendo una gran metáfora compuesta de otras metáforas menores que hablan de poscolonialismo, de la tiranía y la esclavitud, de la voz silenciada de las mujeres, de la pobreza del lenguaje contemporáneo, de la pobreza del hombre moderno encerrado en su mente o limitado por la sociedad, del hombre que no se quiere salvar a sí mismo, de las políticas de publicación en Sudáfrica... Y sí, supongo que sí, que todo eso podría estar en la novela. A mí eso me interesaría en un segundo o tercer plano. Lo que me interesó de inmediato fue el experimento inusual del lenguaje, ese juego que inventa Cervantes y que sigue siendo un punto de referencia máximo, casi futurista: cuando las palabras parecen inventar la realidad, no al revés. Si solo se entiende Foe a través de esa vigilancia continua e hipercrítica, se pierde todo el placer. Toda la novela es un juego de palabras, y eso es lo que la hace literaria y excepcional, no la conciencia y el “ajusticiamiento” político que se señala detrás del texto: eso será pasajero, pero el juego de la imaginación permanecerá, es lo que sorprenderá a sus lectores en siglos futuros. En esta lectura mucho más personal, encuentro en Foe una novela de la labor editorial, la figura del escritor y el editor. Una historia de la concepción y la transformación de un texto; el devenir de la memoria o la imaginación al transformarse en libro: cómo era hace 300 años, cuando fue escrito Robinson, y cómo es en la época contemporánea, en la que se ha escrito Foe.
Coetzee es de los pocos Nobel de quien se puede leer todo con absoluto placer y sorpresa
Coetzee es uno de los alquimistas del presente: “Debo decir que me impacienta la ficción que no intenta algo que no se haya intentado antes, de preferencia con el propio medio”, dijo en una ocasión. Sus novelas o memorias se convierten en experimentos literarios: siempre está jugando con la idea de la construcción estética a través de las formas de la ficción. Ocho años después de Foe, en 1994, hizo algo similar: en El maestro de Petersburgo, una novela que sucede en la Rusia del siglo XIX, convierte a Dostoievski en el personaje principal –dentro del contexto de su novela Los demonios– y hace así una reflexión sobre el peso del autor y su obra en la sociedad. En la tercera y última de sus novelas autobiográficas, Verano, Coetzee se narra a sí mismo como si ya hubiera muerto y asume el papel de biógrafo que entrevista a cinco personas que lo conocieron, y así reconstruye ese periodo de su vida.
Coetzee es de los pocos Nobel de quien se puede leer todo con absoluto placer y sorpresa: en su árbol genealógico encontramos con claridad a Cervantes, a Defoe por supuesto, a Borges... Pero quizá no se deba iniciar con Foe sin haber leído antes Robinson. Además es un gran pretexto: es una lectura que proporciona una compañía inmejorable, con uno mismo y con el personaje. Y, como ya dijimos, es la primera novela en inglés, en algunos aspectos comparable con el Quijote, y eso ya suma otro tipo de interés: la invención del paradigma y del arquetipo.
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Foe se publicó hace más de 30 años y es uno de los títulos menos conocidos y leídos de John Coetzee. Es relevante regresar a él no solo por ingenioso, divertido, breve –cualidades literarias hoy escasas–, sino porque hace además un malabarismo espléndido entre ficción y realidad, un tema que ha adquirido...
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