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Los andamios de Babel

El establecimiento de límites a las lenguas responde, en última instancia, a la voluntad de poder

Juan de Miquel 18/09/2023

<p>Monumento a Franz Kafka en Praga, ubicado en el barrio judío Josefov. / <strong>Wikimedia Commons</strong></p>

Monumento a Franz Kafka en Praga, ubicado en el barrio judío Josefov. / Wikimedia Commons

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Hablando se entiende la gente. Aunque no hablen el mismo idioma: para eso hay intérpretes, humanos y de los otros. Fenómenos como el comercio mundial o la diplomacia internacional demuestran con creces que la traducción funciona. Más aún: lo indica el hecho de que haya geopolítica, de que haya conflictos internacionales y hasta guerras, que son el último escalón tras las amenazas y los improperios y además han de ser “declaradas”. Para que dos no se pongan de acuerdo tiene que haber ya un acuerdo tácito según el cual existen el acuerdo y el desacuerdo.

El conocimiento científico no conoce barreras lingüísticas. Las matemáticas son un lenguaje universal. Los datos son por definición traducibles. También los derechos: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948 ha sido versada en más de 500 lenguas. Por algo son universales, esto es –si hacemos caso al texto, o a su predecesor de 1789–, innatos. No habría tal universalidad, no habría, en rigor, derecho alguno, sin la perenne posibilidad de una traducción exitosa o, como se dice a veces, “feliz”.

Atrevámonos a dar un paso más. Si todo lo que se dice puede decirse, supuestamente, en todas las lenguas, ¿no será, entonces, que cada una de estas emana de algo así como una prelengua universal, una protolengua ideal –no “histórica”, por tanto– de la cual el idioma particular no es sino una variación? Si las lenguas son estructuras y todas ellas son traducibles ¿no estaríamos obligados a concluir (como lo hace, de manera desde luego provocadora, Martínez Marzoa) que no hay de hecho distintas lenguas, sino una gran estructura única con manifestaciones, o “hablas”, diferentes? Tesis estrafalaria, pero consecuente con lo que la Modernidad les ha exigido siempre a las palabras, a saber: validez universal. No habría, entonces, más que una lengua –la monolengua–, y, en tanto que modernos, seríamos todos monolingües con acento.

No todo es traducible. Quienes nos hemos dedicado al oficio sabemos de sus límites, a veces insuperables

Pero algo en nosotros se rebela contra esta audacia silogística. Nos parece un atropello. No todo es traducible. Quienes nos hemos dedicado al oficio sabemos de sus límites, a veces insuperables. Que alguien se atreva a afirmar que Celan, Vallejo o Mallarmé son los mismos en otras lenguas. Que se atreva a afirmarlo de cualquier buen poeta. Se traduce la información, pero ¿qué hay de la fonética y la sintaxis, de las singularidades léxicas, de las connotaciones regionales? ¿No dice la lengua más cosas de las que dice, no comunica otro tipo de sentido cada vez que se manifiesta? ¿No hay en toda gramática una suerte de “verdad formal” diferencial que cualquier espíritu sensible a la fuerza de las formas estéticas sabe apreciar? Ya no se trata, en fin, de la poesía solamente: es que ningún enunciado es, en rigor, traducible. Nos las habemos, en el mejor de los casos, con apaños provisionales, con simulacros convincentes. Y la cosa no hace sino agravarse si tenemos en cuenta las diferencias entre familias lingüísticas. En célebre afirmación de Benjamin L. Whorf, el pensamiento científico no es más que una especialización de las lenguas indoeuropeas occidentales. Las bases de nuestro mundo dependen, en fin, de una deriva dialectal.

A buen atolladero hemos ido a parar. Todo es traducible; nada lo es. ¿Estamos antes o después de Babel? ¿Nos permitirá nuestra universal condición monolingüe culminar algún día la torre? ¿O seguimos, por el contrario, encallados en los andamios? ¿O se ha derrumbado la torre, y los planos han desaparecido, y ahora “estamos excavando –como dijera Kafka– el túnel de Babel”?

Ante la imposible grandeza de la torre, ante la ubicuidad intangible de la monolengua, hallamos amparo en la casa-madre

Desconcertados, nos recogemos y observamos nuestro interior, donde constatamos que, en cualquiera de los casos, nosotros hablamos un idioma especial, uno que llamamos “materno”. Ante la imposible grandeza de la torre, ante la ubicuidad intangible de la monolengua, hallamos amparo en la casa-madre, en la calidez de una madriguera verbal, en nuestro túnel de Babel particular. Las entrañas lo tienen claro: nuestra habla (local, coloquial, poética, idioléctica) no tiene equivalente. Lo universal pertenece a la teoría, lo singular a la práctica; la monolengua podrá conceptuarse, pero lo intraducible se experimenta. Cada uno tiene su lengua y, cuanto mejor domine algún idioma extranjero, más comprobará que no hay manera exacta de decir en él lo que dice en el suyo propio.

Esta toma de partido, sin embargo, conlleva sus riesgos. Convendría recordar que el término “lengua materna” no siempre se ha referido a la relación, por lo general cargada sentimentalmente, que cada individuo mantiene con el idioma familiar. Para el nacionalismo alemán del XIX, la Muttersprache era la lengua del pueblo. Cada individuo tiene un papá y una mamá, y, por lo mismo, la nación tiene su Vaterland (tierra patria o “paterna”) y su Muttersprache o lengua materna. Así parecen pensarlo también hoy los nacionalismos por doquier –al menos en Europa–, acaso porque, efectivamente, una vez aceptada la irreductibilidad de cada idioma, no es difícil dar el paso y convertir las “comunidades lingüísticas” en entidades sustancialmente diferenciadas, hacer de la particularidad de cada lengua la esencia incomparable de cada nación y postular, a partir de la intraducibilidad fundamental de unas lenguas a otras, la incompatibilidad de los distintos Völker o pueblos, cada uno necesitado de su “espacio vital”.

Por supuesto, la creencia de que cada nación posee una lengua y cada lengua pertenece a una nación es una mera extravagancia para buena parte del mundo (América entera, sin ir más lejos, donde los hablantes nativos de lenguas “europeas” son mayoría abrumadora), pero también en Europa se trata, como mucho, de una regla con excepciones. La más relevante es probablemente la del pueblo judío. Como es bien sabido, los judíos –que gozaron de destacada representación en el Congreso de Nacionalidades Europeas hasta 1933 por ser, en expresión de Arendt, minorité par excellence: minoría en todos los países, mayoría en ninguno– han carecido históricamente de lengua y tierra “propias”. Así lo expresaba Kafka cuando, en 1911, lamentaba en su diario que la lengua alemana le hubiera impedido amar a su madre como correspondía, debido al carácter particularmente germánico y cristiano de la palabra Mutter: “La madre judía no es una Mutter”. Y así lo elaboró Franz Rosenzweig en La estrella de la redención, de 1921, según el cual cada pueblo es, en efecto, uno solo con su lengua, y por ello el judío, que ha perdido la suya y está de huésped en la lengua del anfitrión (o como mucho habla la de un antiguo anfitrión, como es el caso de los sefardíes), vive en una suerte de constante alienación. Solo en la plegaria puede recuperar la lengua propia y originaria, el hebreo antiguo; pero entonces –siempre según Rosenzweig– padece porque esa lengua, arcaica y lejana, no le sirve para la vida terrenal; habla un idioma con Dios y otro con su hermano. Falto de lengua materna como de tierra patria, no puede el judío entenderse ni con su propia familia.

Falto de lengua materna como de tierra patria, no puede el judío entenderse ni con su propia familia

Resulta llamativo que la lógica de “a cada nación su lengua” permaneciera finalmente incuestionada en quienes –escritores judíos occidentales y “desarraigados”– mejor situados estaban para reconocer en la carencia de lengua “propia” un rasgo de universalidad. Recogió el testigo Derrida: “Je n’ai qu’une langue, ce n’est pas la mienne” (‘solo tengo una lengua, no es la mía’). Judeo-franco-magrebí en la Argelia colonizada, monolingüe sin acceso al árabe ni al bereber (menos todavía al hebreo o al ladino, a pesar de provenir de una familia sefardí) y celoso devoto de una lengua –la francesa– venida de fuera, del colono, de la Metrópolis, Derrida abraza (así lo expone en Le monolinguisme de l’autre) su condición de huésped o de apátrida lingüístico, revelando lo que el accidente biográfico tiene de ejemplar: ¿puede alguien, al fin y al cabo, afirmar que su lengua es suya? ¿Está alguien exento de tener que hablar un lenguaje que le ha sido dado por otro? ¿Pueden los “pueblos” creer –así ciertos nacionalistas del XIX– que se han dado la lengua a sí mismos, que pueden contarla entre sus bienes patrimoniales?

Más aún: ¿hablan los pueblos una sola lengua? Cada una de ellas, bien lo sabemos, se divide en una miríada de registros, dialectos e idiolectos, y pertenece además a un árbol genealógico cuyas raíces se pierden en la noche de los tiempos. Añádase que el establecimiento de límites entre categorías como la “lengua” y el “dialecto” es siempre arriesgado, dependiente de factores extralingüísticos (demográficos, políticos, culturales, psicológicos) y difícilmente determinable en un sentido estrictamente interno. Por no hablar, por supuesto, de la ingenua y arbitraria creencia según la cual una lengua puede ser depurada de extranjerismos. Como advirtiera con sarcasmo Juan Goytisolo, quitémosle al castellano todos sus arabismos y perderemos buena parte de nuestro mundo. Situemos el baremo un poco más lejos; tal vez nos quedemos mudos.

 Lo universal es que no somos los amos, sino los huéspedes de la lengua

El establecimiento de límites a las lenguas responde, en última instancia, a la voluntad de poder. Puede que madre solo haya una (también esto merecería examen), pero la lengua materna son muchas a la vez. Los idiomas son por necesidad impuros. Si vale la pena luchar contra las injerencias “extranjeras” no es en nombre de higiene alguna, sino precisamente en tanto que desafío a la homogeneidad y al pensamiento único (al colonialismo del globish), o sea: a la monolengua de facto, que ya no es universal, sino una particularidad devenida hegemónica. Pero ¿qué sería, entonces, lo universal? Precisamente esta promiscuidad histórica; esta falta de correspondencia entre la lengua múltiple y la fantasmática nación; esta condición inapropiable de la lengua, que ningún pueblo puede con rigor declarar suya. Lo universal es el desarraigo y el no pertenecer. Lo universal es que no somos los amos, sino los huéspedes de la lengua. La política, por cierto, consiste en hacerse cargo de este abismo, no en negarlo.

No culminaremos, en fin, ese proyecto de monolengua absoluta que es la torre de Babel (mejor; enloqueceríamos de vértigo). Pero quizá tampoco debamos derrumbarla, pues peor viviremos en los túneles y en las trincheras. Tal vez caiga por su propio peso. En el ínterin, la altura razonable de un andamio provisional puede ser el lugar idóneo –o el único lugar, o la única falta de lugar– para jugar a que nos entendemos.

Hablando se entiende la gente. Aunque no hablen el mismo idioma: para eso hay intérpretes, humanos y de los otros. Fenómenos como el comercio mundial o la diplomacia internacional demuestran con creces que la traducción funciona. Más aún: lo indica el hecho de que haya geopolítica, de que haya conflictos...

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Juan de Miquel

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