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Con los años va disminuyendo, pero no deja de causarme sobresalto. Unas pocas palabras en castellano, oídas al azar en cualquier calle, me clavan de pronto el aguijón del pasado. Las consonantes me cierran el paso. No consigo respirar bien con acento francés. Lo intento, pero fracaso. Me siento prisionera en una recámara del corazón. En un abrir y cerrar de ojos regreso a las calles de la meseta. No recuerdo si soy estudiante o habitante de paso en la ciudad mercenaria. Solo sé que camino bajo un cielo zurcido por frenéticos vencejos y ráfagas de ancestros campesinos.
Titubeo. Me recompongo, por supuesto, voluntad no me falta. El cerebro ordena los hechos, respeta escrupulosamente sus concatenaciones y pone una pica en la francofonía asumida. “No ha sido nada”, murmulla antes de seguir pedaleando en el presente.
Me pregunto cuántos somos. La cuestión es ociosa pero los números siempre tranquilizan. Saberse incluida en alguna estadística resta un poco de soledad a la experiencia. Aunque seguramente el número varía a diario. Aumenta con las crisis económicas y disminuye con las pandemias, se alimenta de becas erasmus, másteres, filles au pair e interraíles veraniegos. La intrépida curiosidad juvenil no duda, se lanza fuera de las circunstancias inmortal y contenta. Los que caminan por las calles prestadas de Europa son, en su mayoría, jóvenes aves migratorias que anidan temporalmente en algún precario cometido con el que saciar su apetito de experiencia.
Los que caminan por las calles europeas son, en su mayoría, jóvenes aves migratorias que anidan temporalmente en precarios cometidos
Los oigo conversar sobre los precios de los alquileres en la terraza de la Mezquita, indignados, levantando la voz por encima de las convenciones francesas. Aquí no dan la nota. En el revuelo de turistas y francesas que salen medio idas del hamman, la vehemencia española pasa desapercibida. Lo único que importa son las bandejas plateadas que desfilan sirviendo deliciosos pastelitos borrachos de miel y frutos secos. Observo los gorriones que se aventuran a penetrar en el enorme comedor y revolotear entre las lámparas acristaladas satisfechos por el festín de migas. “Durarán poco”, pienso.
No soportarán el rigor sistemático. Llegarán exhaustos del trabajo cada día, y por las noches, mientras el suelo tiembla cada vez que pasa el metro, no les saldrán las cuentas. Conseguirán, a duras penas, pagar el espacio que ocupan sus cuerpos y varias cervezas eternas en la terraza de los viernes. Pero el prodigioso número de objetos encantadores y útiles que les sonríen desde los escaparates no cesará de ser una burla escurridiza. E incluso si la prosperidad se pone de su parte, encontrarán que el placer que les brindan las cosas es breve e insípido. Y alguna tarde de domingo, quizá de paseo en el Jardin des Tuileries, mientras observan a los niños jugar con los veleros en miniatura y la brisa de las ideas ondula la superficie del estanque, sentirán que todo lo que les rodea es la petrificación del olvido.
En cuanto pongan un pie en la estación y el oído se relaje en los brazos de la lengua materna, se felicitarán de haber dejado de ser impostores
Ante la perspectiva de una felicidad en tupperware, confundidos en la mirada de autismos familiares que albergan todos esos teatrales edificios con tejado de zinc, sentirán un incipiente desaliento. Poco a poco se irá abriendo paso la certidumbre de que no pertenecen a ese modo de vida. El cielo les parecerá demasiado pálido y ausente. En las hojas de los castaños de indias que el viento desprende a su paso, no encontrarán ningún deleite melancólico, solo el rumor del aburrimiento. Añorarán el verde tribal y magnético de las pantallas de fútbol. La estridencia amable, el bullicio sincero.
Antes de lo que se imaginan, habrán encontrado el pretexto para regresar al círculo afectivo. Y en cuanto pongan un pie en la estación o el aeropuerto y el oído se relaje en los brazos de la lengua materna, se felicitarán de haber perdido la condición de impostores. Ya no tendrán que vivir acampados entre puntillosas vocales, sometidos a un férreo entrenamiento lingual de extrañas exhalaciones nasales que les hará suspirar de nostalgia por las rotundas As, Es, Is, Os, Us sin tildes tramposas ni acentos en forma de sombrero. Comprobarán, con alivio, que pueden desmelenar el tono de la voz sin compensar el impulso contenido profiriendo inadecuados tacos de traducción simultánea.
“Sería más razonable de mi parte no meterme en temas drásticos porque me encuentro en desventaja. Soy un forastero totalmente desconocido, carezco de autoridad y mi castellano es un niño de pocos años que apenas sabe hablar. No puedo hacer frases potentes, ni ágiles, ni distinguidas ni finas, pero ¿quién sabe si esta dieta obligatoria no resultará buena para la salud? A veces me gustaría mandar a todos los escritores al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigrana verbales para comprender qué quedará de ellos entonces”.
La dieta expresiva que aconsejaba Witold Gombrowicz1 en una conferencia sobre su experiencia argentina no es otra que la inferioridad. A la épica de autoconsumo que genera toda experiencia de emigración o exilio, se suma la obligación de una conquista verbal paralela. En las corrientes humanas de París, varios cientos de miles de personas viven remando penosamente en la lengua francesa. Si para un escritor la imposibilidad de modelar su expresión puede resultar humillante, es fácil imaginar el vértigo de quienes, a menudo sometidos a una depravada explotación, se ven obligados a trabajar sin comprender siquiera las instrucciones recibidas.
Entre los recuerdos más rocambolescos y ridículos de mi colección personal figuran las anécdotas de los primeros trabajos que conseguí recién llegada a esta ciudad sin hablar francés. Comparto el parecer de Gombrowicz sobre los efectos saludables de la inferioridad verbal. La sensación de estar fuera de juego de todo lo que se dice enseña a leer los gestos y afina la percepción de aquello que está más allá de las palabras y no se deja desmentir por ellas. Obliga, por descontado, a escuchar a los demás con una atención que la tendencia auto-afirmativa del ego quisiera escamotear para entrar cuanto antes en escena. Ante la frustración de verse constantemente reducido a la mínima expresión, el yo no tarda en emprender la rehabilitación de su alojamiento lingüístico con el doble objetivo de restituir su orgullo herido y ascender de categoría socio-profesional.
Ignora todavía el esfuerzo que habrá de realizar para trepar cotidianamente por los andamios de la nueva lengua y proceder a minuciosas operaciones de enfoscado sintáctico y revoco léxico, tareas ingratas, pero inequívocamente más sencillas que negociar la gramática social con la comunidad de vecinos. Estos serán implacables. Lo evidente será considerado brutal y rechazado con buenos modos. Por momentos, se sentirá perdido entre formularios y juegos de palabras. Apreciará los buenos vinos pero las conversaciones sobre gastronomía le dejarán exhausto. Y es más que posible que disimule las ganas de llorar en medio de alguna fiesta en la que no baila nadie.
Así y todo, no se arredrará. En algún momento estimará que su acento ha sido aceptablemente lijado y bastante pulidas sus maneras. Comprobará, con no poca satisfacción, que la nueva faceta de su espíritu resulta convincente. Por fin dispone de un alojamiento lingüístico desde el que expresarse dignamente. Entonces empiezan los problemas.
Ya no se acuerda bien de lo que quería decir. Advierte que el empeño de rehabilitación le ha costado tanto esfuerzo que, sin pretenderlo, ha derrochado buena parte de su identidad. El desconcierto es tan grande que decide viajar al país de su lengua natal para recordar quién era. Pero en la familiaridad reconfortante de todo lo que le rodea asoma un principio de extrañeza. Pese a la alegría de los reencuentros, se insinúa, con amarga naturalidad, una realidad inapelable.
“El retorno nunca es sólo un retorno a un punto en el espacio, sino también a un punto en el tiempo que dejó de existir hace mucho”, escribía Günther Anders en sus Diarios del exilio y del regreso2. Efectivamente. Su yo ha caducado. No le queda otro remedio que aceptar ese yo fulano, entre caducado e impostor, y abandonar la ilusión de un alojamiento estable.
Los que convergemos en esa estadística proteiforme de desplazados pasamos por algún tipo de duelo identitario
En la calle se cruza con innumerables colegas impostores caminando por el desarraigo procedentes de lugares imposibles. Algunos acaban de llegar (llevan papelitos con la dirección de algún baño público u “hôtel social” de la République). Otros se congregan en plazas y encienden velas entre fotos de encarcelados mientras entonan canciones por la libertad o himnos de patrias perdidas. Muchos han encontrado la forma de ganarse el pan limpiando trenes, vigilando almacenes, recogiendo basuras, cuidando niños, pintando portales. Todos avanzan a trompicones por la lengua francesa alejándose de lo que fueron.
Los que convergemos en esa estadística proteiforme de desplazados, migrantes o exiliados, pasamos por algún tipo de duelo identitario. Mitigada por las posibilidades tecnológicas de nuestro tiempo, la melancolía es un ruido blanco al que se le puede prestar más o menos oído. Sin embargo, al cabo de cierto tiempo, también muy variable de unas personas a otras, la desidentificación acaba por instalar en el ánimo una liviandad y una apertura de miras indispensables en la transición interior en la que también nos hallamos inmersos colectivamente.
Más allá de los dispositivos políticos, económicos y tecnológicos de los que podamos dotarnos, sin un cambio profundo en el ser humano, sin la mutación de su “viejo cerebro condicionado”, no habrá un verdadero cambio social. En el cruce de caminos en que se encuentra la aventura humana, “entre el abismo como probable y la metamorfosis como posible”, en palabras de Edgar Morin, dejar atrás los hábitos y condicionamientos culturales que nos han conducido a la situación actual, puede liberar espacio interior para la regeneración de los deseos más profundos. Acaso nos ayude a apreciar el ethos de la vida como don y abrir nuevos horizontes de sentido.
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Notas:
1. La cita ha sido extraída del libro de Mercedes Halfon Extranjero en todas partes: Los días argentinos de Witold Gombrowicz, Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2022.
2. Günther Anders, Journaux de l'éxil et du retour, trad. de Isabelle Kalinowski, Fage Editions, París, 2012.
Con los años va disminuyendo, pero no deja de causarme sobresalto. Unas pocas palabras en castellano, oídas al azar en cualquier calle, me clavan de pronto el aguijón del pasado. Las consonantes me cierran el paso. No consigo respirar bien con acento francés. Lo intento, pero fracaso. Me siento prisionera en una...
Autora >
Alba E. Nivas
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