HORAS INÚTILES JUNTO AL SENA (5)
Cumbres
Hoy recuerdo aquellas semanas de confinamiento con una cierta nostalgia. Del modo más inesperado nuestra especie llegaba a un lugar privilegiado en el que detenerse a observar
Alba E. Nivas 13/03/2022
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Todo empezó mirando las cabezas desde arriba. Me aficioné a hacerlo durante el confinamiento, cuando se podían dejar las ventanas del salón abiertas sin el molesto zumbido de los motores. Hacía además un tiempo espléndido, los días pasaban azules, uno tras otro, como las luces de las sigilosas ambulancias que llevaban los cuerpos a los hospitales. Como tantas otras ciudades europeas, París era un escenario vacío, inopinadamente abierto a la quietud, esa paz burlona y esquiva.
Pasaba largos ratos asomada en la barandilla, observando los brotes de los pensamientos azules recién plantados y las cabezas de los transeúntes que pasaban por debajo de casa, con el perro o el carrito de la compra, únicos motivos ostensibles para poder salir de casa sin despertar recelos. A última hora de la tarde las calles se animaban algo más con las familias que salían a dar el paseo reglamentario por el radio de un kilómetro y que a nosotros solía llevarnos hasta la Place de la Bastille. Nos sentábamos un rato a contemplar las barcazas del Port de l'Arsenal con esa mezcla de envidia y admiración que suscitan los que viven flotando. Luego regresábamos a paso lento por el bulevar Beaumarchais, entre marquesinas y paneles luminosos sin publicidad o con escuetos mensajes de aliento al personal sanitario. De vez en cuando me volvía a mirar la dorada estatua del Génie de la Liberté en lo alto de la columna blandiendo su prometeica antorcha y el corazón me pesaba. En apariencia me adaptaba a la situación con sensatez y resignación, estaba demasiado ocupada para pensar en nada. Por dentro, en cambio, se abría paso la angustiosa intuición de que no habría salida oficial del macabro abracadabra. El traje del emperador continuaría desfilando.
Cavilando sobre estas cosas, me aficioné a observar las coronillas de la gente. Me divertía fijar la mirada en esa peculiar e intrigante zona de nuestro cráneo que somos incapaces de vernos. Inténtelo, hacen falta por lo menos dos espejos, y ni siquiera porque en la bidimensionalidad todas las coronillas se parecen. Solo el tacto permite hacerse una idea más o menos precisa de la cima del cráneo, que según las personas puede presentar un relieve suavemente curvado o más bien tirando a plano. La coronilla, lugar de coronación y a menudo fatídico origen de la calvicie, insondable reducto corporal que muchas religiones obligan a ocultar con turbantes, saris o bonetes. Dice la sabiduría yóguica que la energía de la conciencia, l'esprit, se encarna por ese preciso lugar, razón por la cual la fontanela de los bebés permanece abierta tras el nacimiento. Durante varios meses es posible percibir la palpitación del cerebro, como si éste siguiera macerándose en el fluido etérico de la matriz cósmica, acaso para suavizar la transición. Quién no se ha perdido alguna vez en la infinita mirada negra de un bebé. Por desgracia no hay vuelta atrás, la compuertas cerebrales terminan por cerrarse, la suerte está echada. Comienza la individuación en la escafandra sensorial, el cosmonauta prosigue su viaje en la última muñeca rusa de la realidad. Adiós muy buenas.
“¿Qué son esas líneas blancas, mamá?”, me preguntó una mañana mi hijo señalando los surcos de las canas que iban ganando terreno en las cabezas de las mujeres a medida que pasaban las semanas. Era curioso que no se las taparan con pañuelos o sombreros, pensé, con lo coquetas que son. París sin el frufrú era algo inaudito. La silenciosa histeria colectiva que reinaba por entonces no parecía dejar lugar a ese tipo de frivolidades. No era mi caso. Yo me empeñaba en mantener las apariencias capilares a toda cosa, el show debía continuar para sacarme de aquella impensable situación que añadía al pluriempleo habitual el imposible papel de maestra de primaria. En lugar de papel WC, había hecho acopio de varios saquitos de hierbas, barros y polvos florales para continuar tiñéndome de pelirrojo durante varios meses si hacía falta. Me daba igual lo que hiciesen las demás. Lo tenía asumido. Las canas eran la bestia negra de mi conciencia feminista. La bestia blanca, mejor dicho.
Conviene aclarar que mi lucha contra la franja blanca no era algo reciente; la diversión experimental de los inicios, aquella expectación ante los efectos reales del color había desaparecido hace mucho. Empezaron a salirme canas a los veintipocos años, recién llegada a París. Antes que a la hipótesis del gen de mi abuela castellana viajando a mi encuentro, atribuyo el encanecimiento prematuro al encontronazo entre la realidad y mis ardientes pretensiones juveniles, c'est-à dire, a su clamoroso escarchamiento. Empezó a nevar temprana y copiosamente, y a decir verdad no ha cesado de nevar desde entonces pero yo trataba de disimularlo. Impidiendo el avance de la línea blanca, pretendía defenderme del tiempo.
Como en muchas otras familias desperdigadas, el confinamiento dio inicio a una rutina de videollamadas en las que mi madre, mi hermana y yo intentábamos darle un barniz de confianza y cotidianidad a aquella situación completamente anómala en nuestras vidas. Pese a la deslumbrante claridad meridional en que aparecía envuelto el rostro de mi hermana E., que solía llamarnos desde su terraza, pronto advertí que también ella había decidido prescindir de los tintes y además no le daba la menor importancia. Aquello aguijoneó mi amor propio. Que la frecuentación del club de lectura feminista de un pueblo sevillano le hubiese bastado a mi hermana pequeña para dar semejante paso de liberación estética del patriarcado era algo intolerable. ¿Cómo era posible que viviendo en el país de Simone de Beauvoir, siendo prácticamente vecina de Virginie Despentes, fuese incapaz de liberarme de semejante servidumbre patriarcal? ¿No era yo desde siempre la más intelectual? ¿Por qué no pasaba al acto? ¿Tan unidos están el intelecto y la vanidad?
El primer confinamiento terminó y seguí dándole vueltas al asunto. Entre todos los hábitos sociales con efectos deletéreos, dentro del conjunto de lo que frívolamente llamamos “normalidad”, el teñido del pelo no me parecía de los más nocivos. No deja de ser una costumbre ancestral, restauradora de ánimos y procuradora de un placer sensual sin consecuencias. Las peluquerías de barrio son lugares de encuentro social en los que junto al cuidado de la apariencia se alivian no pocas soledades. Por el sumidero de sus lavabos desaparecen innumerables angustias, rencores y tensiones. Con el inocente brío de sus pinceladas las peluqueras levantan autoestimas, ejercen de psicólogas y a menudo participan de secretas estrategias de seducción. Nada, en definitiva, realmente reprochable o negativo; ni siquiera intrínsecamente patriarcal, pues la seducción es moneda común de heterosexuales, homosexuales y transexuales y por supuesto también de los animales, basta con recordar el despliegue de los pavos reales. Concluí que en lo tocante a la necesidad de seducción yo estaba ya bastante relajada. Mi problema era qué hacer con la nieve.
Las peluquerías de barrio son lugares de encuentro social en los que junto al cuidado de la apariencia se alivian no pocas soledades
La cuestión se resolvió el invierno que siguió al primer confinamiento, la etapa más siniestra que he vivido en esta ciudad hasta el momento. Se prohibieron, literalmente, todas las actividades que no fueran trabajar y comprar. No se ideó, como en otros países, un dispositivo de cupos mínimos para mantener abiertos, al menos testimonialmente, teatros, cines, museos y salas de conciertos, o si lo hubo, duró tan poco que ya no me acuerdo. Los años de desinversión en el sistema sanitario, la obsesión por la gestión de flujos y la innovación tecnológica en detrimento del personal hospitalario, se saldaba con un drástico recorte de derechos fundamentales y la supresión de la actividad cultural que permite mantener la frágil salud mental y espiritual de los ciudadanos. Infantilizados por los poderes públicos hasta extremos insospechados, éramos compelidos a acatar las medidas del Ministerio de la Nariz sin el menor atisbo de un debate público. Tal vez eran las únicas medidas posibles en aquel momento, d'accord, pero no hubo luego ningún replanteamiento de fondo. Solo retórica, urgencia y continuidad. El tabú de la muerte aplastándolo todo, escanciando el negro veneno del miedo hasta el útlimo rincón de la conciencia.
La atmósfera era tan kafkiana que por las mañanas me miraba con incredulidad en el espejo de la cocina. Era como si el cuerpo ya no me perteneciera, como si los actos no me pertenecieran, no nos pertenecieran a ninguno de los cuerpos que veía de camino al trabajo. Éramos como los policías mudos de Romeo Castelluci arrastrados por una creciente ola de reglamentaciones al arbitrio de una dictadura invisible[1]. La cuestión es que no podía dejar de trabajar por el momento, pero sí podía dejar de teñirme el pelo. Incumpliría, al menos, la absurda obligación de seguir pareciendo joven indefinidamente.
Milímetro a milímetro, las canas fueron creciendo a su antojo, recias e insolentes como malas hierbas; como si, a través de ellas, el ser segregase su indiferencia ante el devenir terrestre. No tardé en sentir una curiosa simpatía por el blanco, limpio de pretensiones y disimulos, descreído, lunático, asilvestrado. El sentimiento de liberación contrastaba, sin embargo, con las reacciones de mi entorno: piedad disimulada, reprobación cariñosa, horror inconfesable, motivación postergable, admiración moderada, satisfacción solidaria. A medida que pasaban los meses, fui dejando atrás la mirada de los demás. Del apuro inicial pasé a la aceptación natural; incluso comenzaron a divertirme las furtivas miradas espantadas, ser un ultraje al estilismo en la ciudad con más fashion victims del planeta tenía su morbo. La trascendencia política de mi gesto dejaba mucho que desear, sin duda. Imperturbable, la franja blanca avanzaba sobre el rojo, como una bandera. Detrás llegaba mi yo, caminando por fin sobre la nieve. Y era insospechadamente grato contemplar el paisaje de la madurez, era sencillo formar parte de la montaña. Los ruidos quedaban amortiguados por una silenciosa voz propia. En lo blanco se reintegraban todas las experiencias y emociones humanas. Lo blanco era luz sin esfuerzo.
Hoy recuerdo aquellas semanas de confinamiento con una cierta nostalgia de cumbre. Del modo más inesperado nuestra especie llegaba a un lugar privilegiado en el que detenerse a observar. En el silencio de la ciudad se abría paso la íntima luz de las cosas; las flores de los jardines vibraban con un intensidad singular, el canto de los mirlos en las antenas parecía transmitir un secreto mensaje, apacible y victorioso, cuyo eco rebotaba entre las manzanas de edificios. Los insectos zumbaban discretamente en el aire vacío de coches y de prisa; yo los miraba detenerse en los pensamientos azules cuyos diminutos capullos se erguían en las macetas cifrando en ellos todas mis esperanzas, como si de la continuidad de ese concreto ciclo vegetal doméstico dependiera la supervivencia de la humanidad entera.
Lo que sucedía no se parecía al colapso energético que solía imaginarme como plausible destino de la civilización. En la belleza que irradiaba París vacío había la oscura poesía de la crueldad que defendía Antonin Artaud en El teatro y su doble, cuya lectura por entonces tenía reciente. La naturaleza entraba en escena hablando directamente a las masas, sin distinción de clase ni condición, con la misma crueldad a la que se refería Artaud, entendida en el sentido más amplio, no en su acepción habitual de voluntad de causar un daño físico, arbitrario y gratuito. Crueldad como determinación implacable, irreversible, absoluta. Crueldad como rigor, como decisión implacable que sondea nuestra vitalidad más profunda e integral. Ese elemento que, ante la usura de la sensibilidad, Artaud consideraba indispensable introducir en el teatro para despertar los nervios y el corazón, haciendo tambalear nuestras representaciones de la realidad, igual que la peste empuja a los hombres a verse tal y como son, “deja caer las máscaras, desvela sus mentiras, su mezquindad y sus bajezas, sacudiendo la asfixiante inercia de la materia que se adueña de los sentidos. Revelando sus sombrías potencias, sus fuerzas ocultas, incita a la colectividad a adoptar una actitud heroica y superior frente al destino”.
El rigor del que hablaba Artaud se cierne actualmente sobre el orden humano, como si este fuera la réplica o el juguete de un orden cósmico cuyas fuerzas buscaran limitar su expansión sobre la Tierra mediante un paradójico despliegue de las formas más elementales de la vida –y con la ambiciosa ceguera ególatra de algunos de sus espécimenes humanos, escribo estas líneas el día que Putin ha invadido Ucrania. Por el momento “la actitud heroica y superior” sólo está haciendo emerger un nuevo continente flotante de mascarillas con bosques primarios de jeringuillas. Si se agudiza la mirada, sobrevolando el paisaje se alcanzan a ver los jets privados de los principales accionistas de las farmacéuticas. Y todavía más arriba, las naves espaciales de los zaratustras del metaverso.
Tal vez sea demasiado tarde para nosotros, pero no lo es para nuestros hijos. Ellos parecen haber nacido ya conscientes de su relación con la totalidad cósmica
Cuesta no sentir escalofríos pensando en las calamidades que se nos avecinan en este siglo de crueldad, muerte y transformaciones radicales. Parece seguro que nuestras sociedades opulentas saldrán del embotamiento sensorial que provocan el confort, el individualismo y la virtualidad tecnológica. Como todos sabemos el cuerpo tiende a la inercia y a la molicie repetitiva. Sometiéndolo a cierto tipo de presión, en cambio, expande sus fuerzas cordiales y accede a su vitalidad más profunda. Con la mente viene a suceder algo parecido, puede ser oscura como el carbón pero es capaz de transformarse en un diamante. Tal vez sea demasiado tarde para nosotros, pero no lo es para nuestros hijos. Ellos parecen haber nacido ya conscientes de su relación con la totalidad cósmica. Tienen ese brillo. Son como cristales de nieve, todos iguales y distintos.
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[1]La autora se refiere a la obra teatral Bros, de Romeo Castelluci. A lo largo del espectáculo veinte actores no profesionales, vestidos de los antiguos policías del cine mudo norteamericano, se dedican a ejecutar una serie de actos absurdos e inconexos de creciente e intimidante violencia. Reclutados de la calle, los actores han firmado previamente un pacto comprometiéndose a cumplir, de manera inmediata y sin posibilidad de cuestionamiento, todos los mandatos que les son comunicados por un auricular invisible.
Todo empezó mirando las cabezas desde arriba. Me aficioné a hacerlo durante el confinamiento, cuando se podían dejar las ventanas del salón abiertas sin el molesto zumbido de los motores. Hacía además un tiempo espléndido, los días pasaban azules, uno tras otro, como las luces de las sigilosas ambulancias que...
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Alba E. Nivas
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