CAFÉ BABEL (II)
Las uñas del imperio
Las reivindicaciones de las nuevas generaciones son
respetables pero, en la práctica, molestas
Alba E. Nivas 12/08/2023
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En la antipatía que me provocaba la mujer china latía una forma soterrada de racismo. Por más que me empeñara en atribuirla a otras razones, los malos ojos con que la miraba de refilón mientras le quitaba el candado a la bici por las mañanas, el breve sentimiento de superioridad frente a la sumisión de su rostro con mascarilla, concentrado en una actividad tan superficial y desdeñable como la manicura, contradecían mis prédicas altruistas. No me sentía orgullosa, pero no era cuestión de obviarlo, así que decidí escarbar en el sentimiento.
El contexto era poco propicio y me predisponía al recelo, por no decir al desprecio. Cuando abrieron el salón de manicura –especializado en uñas postizas–, calcado a otros dos en la misma manzana, todos ellos regentados por chinos, constaté el cambio sin sorpresa. El anterior era una boutique de ropa de inspiración africana que quebró con la pandemia. Otro dispensario de vanidad en el barrio, pensé. En París crecen los sombreros. La imaginación se dispersa en el adorno y no hay fantasía material decorativa de cualquier lugar del mundo que no halle su réplica expuesta en alguna vitrine. Las formas, que mariposean libremente entre los artesanos de la belleza, son amaestradas al vuelo raso de la creatividad mercantil y cristalizadas en los primorosos escaparates.
El orden natural de las cosas urbanas. En el salón de manicura las mujeres se sientan y entregan las manos a las empleadas chinas para dotarse de uñas falsas american style o cambiar la apariencia y el color de las naturales. Las más aventureras ponen los pies a remojo antes de la pedicura y se dejan masajear por un vibrante sillón negro. Nada nuevo bajo el sol. Un número incalculable de mujeres experimenta la necesidad de afilar sus garras seductoras sometiéndose a indelicadas operaciones de limado, corte y pulido mediante un ritual de tratamientos químicos altamente tóxicos.
Hipsters comiendo en hamburgueserías vegetarianas, tiendas de ropa de segunda mano a precio de primera
Lo normal. Hipsters comiendo en hamburgueserías vegetarianas, tiendas de ropa de segunda mano a precio de primera, gente caminando con orejas de ratón Disney, vernissages de tiendas de gafas, pizzerías de aire, boutiques efímeras, concept-stores inexplicables, norteamericanos con acento Netflix blandiendo fieramente sus baguettes, empleados de banco con viseras de baseball, militares de camuflaje del plan vigipirate patrullando la coherencia del conjunto.
Miro por la ventana y veo a las dependientas fumarse el aburrimiento a la puerta de las boutiques. En la atmósfera dorada de principios de verano apenas se aprecian las cicatrices del asfalto. Los servicios de limpieza del Ayuntamiento cumplieron con el cometido de no dejar rastros de las protestas. Pero el plástico quemado de las basuras se adhiere al asfalto y las costras de la cólera popular todavía no se han secado. En las venas de la otra ciudad late el pulso de una lucidez que no se somete a la anestesia autoritaria.
Poco a poco, empecé a vislumbrar que la irritación era, en realidad, una forma encubierta de envidia
Pronto advertí que la animadversión por la mujer china no sólo estaba relacionada con el servilismo con que desempeñaba su tarea. Contribuía sin duda el ambiente del local. Me exaspera ese tipo de mujeres con una conciencia corporal tan limitada que desperdician la existencia obedeciendo estereotipos de belleza y defendiéndose en vano del paso del tiempo. En París hay legiones de tarjetas doradas dedicadas a tal profesión. No era eso. Poco a poco, empecé a vislumbrar que la irritación era, en realidad, una forma encubierta de envidia. Incluso al otro lado del cristal y a varios metros de distancia, me parecía evidente que la empleada china realizaría cualquier tipo de trabajo con la misma absorción. Eso me interpelaba.
Su presencia se fundía con el decorado, era como si estuviera en una de esas fotografías de Liu Bolin, perfectamente mimetizada en el salón de belleza. Si semejante disposición traía causa de sus antepasados taoístas, seculares hábitos budistas o era cosa de la revolución cultural, poco me importaba. La cuestión era que entre la mujer y su trabajo no mediaba su yo, algo inalcanzable para el dicharachero-ego-reportero del mundo laboral que a mí me llevara de profesión en profesión hasta hacer incomprensible mi currículum. En la frente lisa de la china se reflejaba el diáfano espacio mental que posibilita la suspensión del juicio, hazaña máxima. El mío en comparación es un frontón de pelota vasca.
La confirmación de que no era una simple descerebrada aplastada por el número de sus congéneres y la mafia llegó una tarde, hace pocos meses. Al doblar la esquina de regreso a casa, de pronto la vi, por primera vez, fuera del salón de manicura, de rodillas. En medio de la acera había un tiesto de orquídeas que vaporizaba con meticulosa atención, desentendida de los vecinos que pasaban censurando la dérangeante ocupación del espacio público. Como finas antenas cósmicas, los tallos se erguían hacia la luz solar que hacía reverberar el rosa imposible de los pétalos, su delicada y tenaz curvatura. En contraste con el gris fatigado de la acera, fosforescían.
Desde hace algún tiempo tengo esa impresión al mirar las plantas; es como si sus colores vibraran con mayor intensidad, ofreciéndose desde un mundo paralelo, mudo e inmóvil, inmersas en un poderoso sueño activo. La obstinación con que se aferran a las ínfimas porciones de suelo, en ocasiones al borde mismo de las aceras o emergiendo de cualquier grieta para desplegar sus variadísimas artimañas existenciales, me deja perpleja. Su forma de estar en el mundo, completamente abiertas, integralmente expuestas y fundidas con el entorno, aceptando todas sus contingencias, todos sus matices, es digna de reverencia. No hacen distinciones. Bajo el sol o las nubes, mecidas por el viento o cubiertas de lluvia, su vida es pura cosmogonía en acción. Absorben y convierten la luz solar en sustancia orgánica, fijando su energía dispersa en la carne viva de la Tierra capaz de alimentar al resto de los cuerpos. Gracias a la fotosíntesis del reino vegetal, nuestro planeta produce la atmósfera en la que respiramos el resto de los seres animados, imbricados, recíproca e inexorablemente, en un mismo aliento solar.
La mujer contemplaba las orquídeas con una mezcla de fascinación y agradecimiento que me era familiar. Las cuidaba con el mismo mimo que yo a los pensamientos azules del balcón. Seguro que sus minúsculos volcanes cromáticos le alegran la vida en el salón de manicura. Quién se resiste a semejante explosión de dicha estética, todas esas formas y colores, combinando texturas y apariencias para atraer el mundo hacia su interior, ofreciéndose al viento, los pájaros y las abejas para dejarse transformar y prolongar su ser más allá de la forma...
La mujer contemplaba las orquídeas con una mezcla de fascinación y agradecimiento que me era familiar
Me pregunto si a la china también le gustan los libros de botánica, aunque lo más probable es que vea vídeos de YouTube o Tiktok en el móvil cuando no hay clientes. En todo caso, encuentro positivo y alentador el nuevo fenómeno editorial de los libros sobre naturaleza. Parece que el gran público empieza a salir de la inopia paradigmática. También el mundo del arte se hace eco de la tendencia de reconexión con la Tierra. En los últimos años, sobre todo desde la pandemia, he visto anunciadas exposiciones sobre árboles y plantas en varios museos y fundaciones de la ciudad. El arte y la ciencia dialogan con creciente fluidez fuera de sus corralitos.
En los barrios del centro se multiplican los espacios vegetalizables que permiten a los vecinos experimentar sus propias plantaciones restando superficie al asfalto. Los nuevos parques, a su vez, reservan espacios de huertas a asociaciones y colectivos. En el espacio urbano, donde convergen tantos intereses y disputas, se abre paso una nueva sensibilidad social que busca otros horizontes de convivencia entre las especies. Ignoro si la oleada de perros en París –y me consta que en muchas otras ciudades– se debe a la misma tendencia o es sólo una extensión del narcisismo humano al inocente reino de los cánidos. La proliferación de clínicas veterinarias y tiendas de artículos perrunos de los últimos tiempos es cuando menos asombrosa. Me inclino a pensar, más compasivamente, que la oleada de amor perruno tiene mucho que ver con el miedo y la soledad durante la pandemia. La gente necesita poder confiar en algo.
Salgo a la calle con idea de sacar una foto del salón de manicura para ilustrar este texto. Para que no sospechen, me acuclillo y enfoco las uñas postizas buscando un ángulo que incluya también a la empleada china. Algo debe notar porque se gira hacia mí con recelo y sorpresa. En el breve contacto visual me imagino a todos sus antepasados, como aquellos guerreros de terracota, haciendo cola desde la meseta de Yunnan-Guizhou hasta las puertas del salón de manicura. Y pienso en las palabras de Confucio: “La vía no es seguida, lo sé. Los hombres inteligentes se pasan, los ignorantes se quedan cortos. La vía no es bien conocida, lo sé”.
Sigo caminando en dirección a la Bastille y el Port de l’Arsenal. En el boulevard Bourdon reparo en las nuevas jardineras que el Ayuntamiento ha creado abriendo zanjas entre los árboles. Son muy espaciosas y están repletas de vigorosas plantas vivaces en una mezcla arbitraria que poco tiene que ver con el clásico jardín francés bien ordenado. Según rezan los cartelitos, están concebidas para refrescar el aire en los picos de calor, supongo que como parte del plan de adaptación de París al cambio climático.
El paseo no dura mucho, precisamente porque hace demasiado calor. Me siento en un banco a la sombra de unos tilos centenarios, embriagada por el sutil aroma dulzón que exhalan. De pronto siento como si tuviera los ojos a medio metro detrás de la nuca. Observo las poderosas raíces de los árboles que están levantado los adoquines y formando pequeños montículos irregulares en el pavimento. Allí quieta, por unos segundos me siento literalmente detrás de las cosas, mirando el boulevard desde un espacio ciego y sin referencias, ilocalizable y no obstante dentro de esa otra realidad inconcebiblemente mayor en la que los árboles hunden sus raíces. Casi puedo oírlos respirar y expandirse, resquebrajando las apariencias de lo cotidiano.
Pienso en “Les Soulevements de la Terre”, cuya disolución acaba de ser decretada por el Gobierno de Macrón. Con esa decisión se desploma toda la retórica oficial sobre la transición ecológica. Puestos a elegir, prefieren defender los equipamientos de las empresas destructoras de eventuales daños materiales. Las reivindicaciones de las nuevas generaciones son respetables pero, en la práctica, molestas. De un tiempo a esta parte su estrategia es criminalizar sistemáticamente a los activistas ecologistas y evitar entrar en consideraciones de fondo.
De regreso por el boulevard Richard Lenoir, miro a los operarios desmontar los puestos del mercado de Bastille. Me cruzo con varios grupos de turistas norteamericanos sudorosos. En la atmósfera de pereza y despreocupación oficial que inauguran las vacaciones de verano, el recuerdo de la brutalidad policial de las manifestaciones de los meses pasados parece un mal sueño. Aún veo pasar los carros blindados en dirección a las multitudes. Todavía oigo las sirenas y las detonaciones de los lanzagranadas de gases lacrimógenos.
El imperio se defiende del sentido común con uñas y dientes.
NOTAS
Las consideraciones sobre las plantas se deben a la lectura del libro La vie des plants. Une métaphysique du mélange, de Emmanuele Coccia. Les Soulevements de la Terre (‘Los Levantamientos de la Tierra’) es un movimiento de resistencia ecologista en el que confluyen numerosas ONGs, asociaciones, colectivos, comités locales y varias organizaciones sindicales que cuenta con bastante respaldo de la opinión pública. En el momento de escritura de este texto aún no habían estallado los motines urbanos.
En la antipatía que me provocaba la mujer china latía una forma soterrada de racismo. Por más que me empeñara en atribuirla a otras razones, los malos ojos con que la miraba de refilón mientras le quitaba el candado a la bici por las mañanas, el breve sentimiento de superioridad frente a la sumisión de su rostro...
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Alba E. Nivas
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