HORAS INÚTILES JUNTO AL SENA (4)
Regreso a Printemps
Han pasado más de veinte años desde que trabajaba en este barrio. Las cosas no han cambiado tanto pero París no es la misma ciudad que conocí
Alba E. Nivas 10/12/2021
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Al atardecer muchos parisinos sacan los perros a la calle, yo saco de paseo a la voz en off. Ellos llevan pequeñas bolsas de plástico, yo me resigno a recoger sus frasecitas. En cuanto pueden se detienen a conversar con otros dueños de perros, la voz en off no quiere hablar nunca con nadie, sólo conmigo, de modo que procuro caminar rápido para distraerla y de paso cansar el cuerpo, lo que además me ayuda a evitar el insomnio de las dos de la madrugada. Llevo años intentando acallarla con las refinadas técnicas de meditación tibetana que practico y enseño, pero no hay manera. Y, a decir verdad, tampoco puede llamarse conversación a las ráfagas de pensamientos e intempestivas emociones que chocan contra el parabrisas de la dualidad y empañan el cristal de la mente. Tales asaltos, que sobrevienen con pasmosa velocidad, encienden el piloto automático de un pronunciado sentido crítico al que mi familia llamaba en tono acusador lengua de serpiente cuando era pequeñita. Si no fuera por lo bífido, a la serpiente he terminado por cogerle cariño, casi diría que me cosquillea la espalda.
No salimos de paseo todos los días, generalmente cuando hace buen tiempo o cuando me exaspera la maraña familiar de los calcetines negros. La hora va cambiando según las estaciones, pero el momento suele ser bastante preciso: salimos a la hora Magritte, cuando se encienden las farolas. Me gusta ese profundo azul que se deja acariciar por la luz eléctrica, cuando la noche incipiente se abre a la ficción de cada uno. En contraste con el riguroso apresuramiento diurno, a esa hora reina una teatralidad relajada, casi amable. Pasear entonces me reconcilia con la ciudad, viene a ser la compensación moral a los precios desorbitados y la aspereza de trato de la mayoría de mis conciudadanos.
Pasear entonces me reconcilia con la ciudad, viene a ser la compensación moral a los precios desorbitados y la aspereza de trato de la mayoría de mis conciudadanos
Una sensación generalizada habida cuenta de la epidemia de osos de peluche gigantes que de un tiempo a esta parte prolifera en las terrazas de bares y restaurantes y que, como tantas cosas en esta ciudad, no se sabe si es la expresión de una charmante naïveté estilo Amélie o puro cinismo comercial.
En la medida de lo posible evito mirar los escaparates de las boutiques, o más bien me lo prohibe la voz en off. No quiere que la imaginación comience a proyectarse en los universos paralelos de la decoración personal y su voraz apetito de cosas superfluas. “Paso rápido y mirada al frente o arriba”, me ordena. Solo consiente que me detenga de vez en cuando a admirar los escaparates de las floristerías, y manifiesta cierta tendencia cotilla a observar los interiores de los salones burgueses, en los que nunca sucede nada aparte de las infidelidades y los divorcios. Los edificios antiguos, sin embargo, le inspiran. Todos esas ménsulas y mascarones de piedra, sus gesticulantes expresiones, los ojos desorbitados, coléricos o implorantes de un destino favorable, las nalgas y las espaldas de los titanes sosteniendo el peso de las fachadas, la altanera mirada de las ninfas en las cornisas. En ese París entre mitológico e imaginario se dan la mano todas las épocas; una siente que lo que está siendo de alguna manera ya ha sucedido. Aún se perciben el aliento y la presencia benigna de los incontables muertos que nos precedieron, imantados desde tantos lugares y circunstancias hasta esta dudosa e incombustible quimera que no cesará de agotarnos.
Hoy es domingo. Hace una tarde fría pero espléndida, salgo de casa antes de lo habitual porque me propongo ir algo más lejos. Quiero llegar hasta la Opera Garnier y los grandes bulevares comerciales del distrito IX. Hace mucho tiempo que no paseo por allí, tengo curiosidad por ver cómo está el ambiente ahora. Al ser domingo el tráfico es menos denso, o el ruido más soportable, pero no dejo de sentirme algo cohibida y fuera de escala, como si los bulevares retrocedieran o mis piernas no alcanzaran el paso del progreso, su optimista violencia. Pienso en la desazón y el desarraigo que debió de causar en los ciudadanos del siglo XIX la irrevocable linealidad de aquel nuevo tejido urbano impuesto por el prefecto Haussmann que, junto a la salubridad y el embellecimiento, abría el paso a la especulación y la artillería.
Los grupos de asiáticas que corrían despendoladas a los puestos de Vuitton cuando se aproximaba la hora de cierre. Las mujeres del Golfo Pérsico totalmente veladas que compraban lencería, bolsos y joyas a diestro y siniestro
Por fin llego hasta la gran boca de metro frente a la Opera Garnier. El edificio, imponente, me sigue pareciendo cursilón. Pero recuerdo cómo me alegraba verlo cada día a la salida del subterráneo, de camino hasta los grandes almacenes donde trabajé un tiempo cuando era veinteañera. Dejo que las piernas recuerden el trayecto a Printemps mientras observo el ambiente dominguero, la gente ociosa y distraída entrando y saliendo de las mismas grandes cadenas de todas las ciudades europeas. Rápidamente me planto en la entrada del edificio del Segundo Imperio, clasificado monumento histórico como casi todos los de la zona. Me detengo un instante, intimidada por la precisión del recuerdo: otra vez aquel nudo en el estómago, esa especie de vértigo, el brillo muerto de los objetos. Ha cambiado el diseño de los pasillos, más anchos, y la disposición de los mostradores, para permitir mayor afluencia. La sección de bisutería sigue en la planta baja, sólo que ahora hay unas escaleras mecánicas en lugar del mostrador redondo en torno al que nos congregaba Valérie, la jefa de sección. Su imagen se me ha quedado grabada. Gruesa, pelo rubio cortado a lo garçon, muy maquillada, los ojos azules saltones como hinchados por la presión jerárquica. Al estar contratada directamente por la marca de joyas de plata mexicana que alquilaba el mostrador, sólo me afectaban ciertos aspectos disciplinarios de Printemps, como la obligación de cobrar en la caja cualquier objeto adquirido en los almacenes o responder educadamente todas las preguntas de los clientes. El resto de las cuestiones no me concernía. Estaba fuera de su alcance y por eso Valérie me odiaba. Yo la despreciaba con la arrogancia juvenil de entonces. No reprimía una sonrisita sardónica cada vez que nos hablaba con preocupación de las cifras de ventas de la competencia, “eux”. Ellos eran las Galeries Lafayette, donde debían de tener algún infiltrado porque conocían con exactitud las cifras de ventas diarias de la sección equivalente, que siempre sobrepasaban a las nuestras. Yo me evadía de aquella claustrofobia consumista, con sus tiránicas luces halógenas y la constante repetición de los jingles y las promociones del momento, poniéndome a escribir en los ratos libres. Me sentaba en un taburete alto y escribía una especie de panfletos contra el materialismo con una caligrafía muy espigada que parecía imitar las epístolas decimonónicas a pluma. Cuando Valérie hacía su ronda de inspección para ver si teníamos los cristales de las vitrinas limpias, dejaba la libreta abierta a la vista para jactarme de superioridad moral frente la petitesse de su puesto.
Todo me parecía deplorable. La mirada ausente de las mujeres parisinas que compraban sin ton ni son, el gesto de suficiencia entregándome la tarjeta de crédito con las uñas pintadas, repletas de anillos y pulseras. Los grupos de asiáticas que corrían despendoladas a los puestos de Vuitton cuando se aproximaba la hora de cierre. Las mujeres del Golfo Pérsico totalmente veladas que compraban lencería, bolsos y joyas a diestro y siniestro rodeadas de silenciosos criados cargados de paquetes. Día tras día las mismas ansias de ostentación descerebrada. No es que las cosas hayan cambiado mucho, la industria del lujo sigue siendo uno de los motores de la economía francesa y casi toda la energía creativa de esta ciudad se disipa en el adorno. Pero entonces era finales del siglo XX, el capitalismo estaba en plena euforia globalizante. La gente me preguntaba por el milagro económico español y yo no sabía qué decirles. Había desertado de mi futuro profesional y vivía en mi burbuja de exiliada, compraba vestidos en el marché aux puces y me consideraba una especie de marquesa filosófica a salvo de la mediocridad del mundo.
Doy una vuelta rápida por la planta baja y reparo en que apenas hay turistas. Sólo me cruzo con una familia de norteamericanos limpiándose concienzudamente las manos con gel hidroalcohólico. Las dependientas parecen aburridas, nada que ver con el tumulto de clientes que nos asediaba en esta época del año. Salgo del edificio y se me ocurre entrar en Galeries Lafayette, donde no había puesto los pies hasta entonces. Me quedo pasmada ante la inmensa cúpula azul que corona el edificio. Hay algo más de gente, casi todos franceses, con pinta de venir a pasar la tarde desde los barrios del extrarradio o de provincias. La mayoría pasea por allí, como yo, sin bolsas en la mano. Alguna que otra familia dispersa merienda en la cafetería con vistas a la maravillosa vidriera. En los puestos de las marcas de lujo de la primera planta veo unas cuantas parejas de jóvenes con aspecto de youtubers o de futbolistas del PSG. De camino a las escaleras mecánicas, me fijo en que todas las marcas publicitan sus compromisos ecológicos, el reciclaje de tejidos o remotas modalidades de fabricación “orgánica y solidaria”.
En la azotea el ambiente es discretamente festivo. La gente fuma cigarrillos electrónicos con las mascarillas bajadas o se hace selfies sin parar con la Opera Garnier de fondo. Otros comen a escondidas las crêpes de chocolate que se han comprado en los puestos ambulantes de los soportales. Las vistas son extraordinarias. Me sumo al coro que disfruta de la belleza gratuita de la tarde sentándome en una esquina. Lenta, suavemente, el sol declina a la izquierda de la torre Eiffel; mansa, la cinta plateada del Sena se ciñe sobre la piel de la metrópoli.
Observo detenidamente el conjunto escultórico en bronce de Aimé Millet. Coronando el teatro Apolo alza su lira dorada en el cielo malva del atardecer. Con su desnudo frontal y esa pose tan voluntariosa, más que impúdico resulta vulnerable. Tiene a Poesía y Música a sus pies pero claramente separadas, mal asunto. Poesía le mira de reojo, dudosa, como si no encontrara la inspiración. No sabe si decir la verdad o ponerse a hablar de sus cosas. A Música se le nota distraída por el ruido infernal del gallinero: los silbidos de impaciencia, los insultos, las llamadas al odio y la violencia. Apolo ya no sabe cómo manejar el tema. El dios de la imaginación, cuyo propósito era darle fulgor a la existencia y hacer más creíble el sueño, se plantea si ceder o no los derechos de propiedad intelectual a las plataformas de contenidos culturales. El problema es que está hasta la coronilla de temáticas distópicas. “Esto no hay quien lo aguante, piensa. Mejor un blackout. O que venga Dionisio con el coro, qué le vamos a hacer, ya me lo advirtió Nietzsche. Que vuelva con la tragedia y se les caigan encima las apariencias. De todas maneras, el espíritu de la ciencia está llegando a su límite, pronto será será aniquilado. La sabiduría volverá a ser la meta suprema. A estas alturas el renacimiento de la cultura trágica es inevitable. Que se las apañen”.
—Madame, ¿le importa sacarnos una foto?
Una chica con velo interrumpe mis ensoñaciones dionisiacas. Les saco la foto a las dos chicas musulmanas y siento un estremecimiento. Me pasa a menudo. Miro a personas totalmente desconocidas y siento una intensa simpatía de destino. En el hecho de vivir hoy, en este mundo de polos que se deshielan y fronteras que ya no contienen el sufrimiento, encuentro una perturbadora excitación, como si el núcleo más íntimo de las cosas, el substrato común, empezara también a desbordarse y junto a las catástrofes naturales se aproximara el tiempo de los prodigios.
Se oye un pequeño revuelo en la azotea. Una de las chicas musulmanas me hace señales para que mire hacia la cúpula central de la Opera. Una figura humana se mueve bajo las estatuas. Tiene que ser él, pienso. Agudizo la vista y me parece verlo mover unas cajas. Deben ser los paneles. Pensaba que era una leyenda urbana, pero resulta que es cierto. En el tejado de la Opera Garnier hay una pequeña explotación de miel. Las abejas liban en los parques del Centro de París, principalmente en los jardines de Tuileries y Luxembourg. Como los pesticidas están prohibidos, al parecer la miel es de buena calidad. Esta ciudad nunca dejará de sorprenderme. Al menos eso.
Han pasado más de veinte años desde que trabajaba en este barrio. Las cosas no han cambiado tanto pero París no es la misma ciudad que conocí. Entonces los escasísimos ciclistas que había se jugaban literalmente la vida, hoy en día hay atascos de bicicletas. Por votación popular el Ayuntamiento se ha propuesto iniciar la creación de una serie de “bosques urbanos” –valga el oxímoron–, uno de ellos en la misma explanada de la Opéra Garnier, finalmente descartado por razones infraestructurales evidentes. Eso hubiese sido impensable hace dos décadas. París pierde habitantes y no solo por los precios inmobiliarios. Con la pandemia, mucha gente está decidiendo cambiar de vida, mudarse a ciudades más pequeñas o al campo. Envejecen los símbolos, cambian los valores, las prioridades. Como sucede con los procesos naturales, de manera lenta e imperceptible para la impaciencia humana y su avidez de acontecimientos, está emergiendo una sensibilidad diferente.
Se hace tarde. Tengo que darme prisa, esta noche quiero hacer tortilla de patatas. Cómo se tarda en pelar las condenadas patatas, carajo. Mejor que regrese en metro, si no voy a andar muy justa de tiempo. De todas maneras, he caminado bastante. Esta noche voy a dormir a pierna suelta.
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Nota: La última parte del texto está libremente inspirada en El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche.
Al atardecer muchos parisinos sacan los perros a la calle, yo saco de paseo a la voz en off. Ellos llevan pequeñas bolsas de plástico, yo me resigno a recoger sus frasecitas. En cuanto pueden se detienen a conversar con otros dueños de perros, la voz en off no quiere hablar nunca con nadie, sólo...
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