CAFÉ BABEL (I)
Incomprensibles manos
Dentro de los superpoderes atribuidos a los algoritmos de creación de imágenes se ha detectado un punto flaco: la complejidad y perfección del diseño de las falanges humanas se les escapa. Algo es algo
Alba E. Nivas 8/07/2023
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Vengo al Café Babel todos los jueves por la tarde. Llegué aquí por casualidad, tras el repentino cierre del restaurante marroquí al que me había aficionado. Pese a la decoración ramplona y funcional, el local era amplio y a esa hora estaba casi siempre vacío. Disfrutaba la sensación de espacio libre, cosa rarísima en esta ciudad, y el té dulzón a la menta en tetera de Aladino que me servía a intervalos, la vista perdida en los transeúntes del boulevard Belleville al otro lado de la cristalera.
Aquí no sirven té a la menta, pero me tratan bien, considerablemente mejor que en ningún otro café o bistrot. Hay una rara amabilidad en el ambiente, que acaso se deba a la personalidad del dueño, de origen kurdo, si no me equivoco. Todo es mestizo, abierto, diverso. La música, los muebles reciclados, las affiches, los mezzés que sirven de aperitivo. Aquí me siento a salvo de la educada hostilidad de París, como si los habitués e incluso quienes llegan por primera vez fueran parientes desconocidos, o involuntarios compañeros de un viaje tan largo que hemos perdido cualquier noción de procedencia. En todos los rostros se asoman incipientes amistades, sólo haría falta un poco de perseverancia por mi parte para que cuajaran, algo poco factible por el momento.
Aquí me siento a salvo de la educada hostilidad de París
El rato que paso en este café es muy preciso. Coincide con la clase de guitarra de mi hijo en el centro de animación cultural del barrio, a la que le acompaño de buena gana. La pequeña excursión semanal me resulta grata. A esta hora la presión de la ciudad se relaja. La ofuscada resignación de los ciclistas y peatones camino del trabajo por la mañana cede paso a cierta liviandad y disposición a la conversación. Como diría Amador Fernández-Savater, los superyoes se esparcen y autorrecompensan por los quehaceres sistémicos cumplidos. Las terrazas se llenan de rendez-vous para el aperitivo. En los restaurantes de la rue Oberkampf, los camareros preparan el servicio en las minúsculas mesas de las mayúsculas expectativas de sus dueños. Mientras subimos la cuesta nos entretenemos fantaseando con qué tipo de cocina nos apetecería cenar: japonesa, tailandesa, italiana, libanesa, coreana, china, argentina, turca, vietnamita, tibetana, mexicana, griega, senegalesa. En dos manzanas el apetito se proyecta en el mundo entero.
Lo que me alegra el camino, sin embargo, no es la happy hour que todos los cafés y bares anuncian en sus pizarras casi por decreto. A esa hora en el centro de París no hay sala, lonja, sótano o local, legal o ilegal, que no esté repleto de gente dedicada a aprender o practicar alguna actividad corporal y/o creativa. La tiranía del negocio que dicta el ritmo diurno se va quedando desierta. Se diría que, solo entonces, empieza la vida elegida. El penoso ascensor salarial de las horas precedentes queda abandonado en alguno de esos inmuebles fantasmas propiedad de sociedades anónimas o fondos de inversión. Como los caparazones secos de insectos que miramos con extrañeza, yacen los puestos de trabajo, exoesqueletos de un mundo obligatorio que ya no nos incumbe. Recuperamos la porosidad, el cuerpo blando que se conforma y deleita en las aficiones propias. Los brazos colocan los caballetes, las manos tensan las cuerdas de los instrumentos, las vértebras recuperan su dignidad vertical, las piernas afirman su libertad en el espacio. En esa ciudad vespertina, los actos nos pertenecen. Recuperamos la soberanía.
Quienes carecen de aficiones creativas o no pueden costeárselas, salen simplemente a la calle. Cualquier excusa es buena para desaparecer un rato del espacio doméstico, los pisos son tan exiguos que el carácter se repliega demasiado y no hay manera de sustraerse a las advertencias administrativas y la reclamación de deudas de toda índole con el Estado francés y sus partenaires. El domicilio centraliza el karma burocrático de las múltiples encarnaciones administrativas de cada ciudadano francés, residente legal o aspirante a serlo. Así, los mayores se desentienden saliendo a jugar a la petanca en los espacios arenosos con tal concentración y regocijo que una se queda fascinada observando la parsimoniosa precisión de la trayectoria de las bochas. Sentadas en los bancos de las plazas y los boulevards, las ancianas observan la velocidad de las cosas y las sirenas azules de las ambulancias. En los parques, abarrotados, hordas de adolescentes juegan a ping-pong o conversan repantigados en el césped mientras consultan de refilón la brújula de sus móviles. Otros improvisan coreografías frente al espejo de los bloques de viviendas u oficinas. O buscan alguna esquina libre de street art en la que dejar su huella personal.
En ese paréntesis previo a la cena, los telediarios y las series televisivas, los cuerpos son protagonistas. Eligen sus afinidades, afirman sus apetencias, se reúnen, comparten, expresan. En ese interregno a salvo de la hiperestimulación hormonal selectiva orquestada por los astutos cerebritos de Silicon Valley, los sistemas nerviosos se liberan por unas horas del peso del desastre. Se apartan de la narrativa oficial que los quiere asustados, inofensivos y conformistas. Desoyen las constantes alertas por tormenta o vendaval que describen el mínimo cambio meteorológico. Olvidan la consigna de vigilar actitudes sospechosas y potenciales paquetes explosivos en los vagones de metro. Ignoran las histriónicas declaraciones y rencillas de los representantes políticos y sus disimuladas ambiciones personales. Ningunean la avalancha informativa de banalidades people, notificaciones de redes sociales y mensajes publicitarios.
En ese paréntesis previo a la cena, los telediarios y las series televisivas, los cuerpos son protagonistas
Durante un par de horas cesa la compulsión comunicativa. La realidad respira. La atención a la vida propia regresa. Bajo el azul gentil del cielo, sobre los tejados erizados de chimeneas y antenas que se divisan desde Menilmontant, percibo la arrolladora vitalidad de la comédie humaine. Pienso en la herencia inmaterial de quienes vivieron y lucharon en esas mismas calles, en los innumerables eslabones de la “cadena de amantes” que nos han alzado hasta el presente. Observo los rostros arrastrada por la corriente de cuerpos que suben o bajan rozándose, tolerándose o censurándose, obligados a convivir en el enigmático buque que nos transporta de día en día, entre la espuma sucia de la desinformación y los microplásticos de las trivialidades. Y me digo que, ciertamente, es un milagro que sigamos vivos. Un milagro perseverante y minucioso del que nunca habla el relato oficial, siempre empeñado en amplificar el estruendo del árbol que cae en lugar de prestar oído al susurro del bosque que crece.
Desde las pesadillas que el terror nuclear de la Guerra Fría suscitaba en mi infancia, he perdido la cuenta de las amenazas que se ciernen sobre nuestra especie. En los últimos tiempos la encrucijada que vivimos se está volviendo cada vez más patente. Ante la evidencia de los límites ecológicos, la población se divide entre quienes están dispuestos a cambiar de modelo de sociedad para preservar la habitabilidad del planeta y quienes se aferran al espejismo suicida de la continuidad al precio que sea. De regreso a casa escruto la expresión de algunos rostros al azar tratando de imaginar qué hay en el interior de las conciencias, de qué manera se proyectan en el futuro; me pregunto si pertenecen al mundo que se muere o al mundo que comienza.
“Soy dueña de mi fatalidad, y si decidiera no cumplirla, quedaría fuera de mi naturaleza específicamente viva. Mas si realizo mi núcleo neutro y vivo, dentro de mi propia especie estaré siendo específicamente humana”. Estas palabras de Clarice Lispector en La pasión según G.H. alivian la mezcla de desesperación intelectual y congoja que me provoca últimamente la actualidad informativa. En ellas encuentro, personalmente, la clave de la encrucijada.
Llegados hasta este punto de la tragedie humaine, el miedo y la angustia incitan a mucha gente a refugiarse en el egoísmo más bestial y primario. La opción que propone Lispector implica todo lo contrario, nos invita a ser específicamente humanos. A estar vivos. La arriesgada y radiante incursión en la inmanencia que emprende la autora en esa obra maestra termina por señalarnos el único lugar en el que es acertado situarse en esta época: el ahora sin esperanza del que brota lo nuevo. “La hora de vivir es un ininterrumpido y lento ruido de puertas que se abren de par en par”. Habitar en ese espacio interior, confiando en las propias fuerzas psíquicas y actuando en lo que nos concierne y está a nuestro alcance, acaso sea la manera de abrir paso al mundo nuevo.
Hace pocos días, leyendo Le Monde, me topé con un pequeño reportaje sobre la Inteligencia Artificial que encontré altamente significativo. Dentro de los superpoderes atribuidos a los algoritmos de creación de imágenes, se ha detectado un punto flaco: las manos. Las combinaciones de píxeles propuestas siempre presentan manos deformes porque, al parecer, las herramientas de inteligencia artificial todavía no “comprenden” su articulación con las extremidades. La complejidad y perfección del diseño de las falanges humanas se les escapa. Algo es algo, pensé. Todavía podemos confiar en la inteligencia natural de nuestras manos. Habrá que recuperarlas.
Vengo al Café Babel todos los jueves por la tarde. Llegué aquí por casualidad, tras el repentino cierre del restaurante marroquí al que me había aficionado. Pese a la decoración ramplona y funcional, el local era amplio y a esa hora estaba casi siempre vacío. Disfrutaba la sensación de espacio libre, cosa...
Autora >
Alba E. Nivas
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí