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Queridos lectores y lectoras:
Las guerras se libran también en los medios, algo que los ciudadanos empezaron a entender con el propio nacimiento de la prensa escrita. Estos días asistimos a ejemplos perfeccionados, veloces, de las formas más agresivas de desinformación como arma de guerra. En nuestro medio, Gerardo Tecé ha hecho el esfuerzo por explicar las dos operaciones más destacadas del frente informativo actual que se encuentra en Gaza. La primera, la noticia falsa de las decapitaciones de bebés en la que cayeron aparentemente reputados medios. La segunda, el intercambio cruzado de acusaciones sobre la autoría de la bomba que ha provocado la masacre del hospital Al-Ahli de Gaza destinado a generar más confusión. Gerardo explica en su artículo la credibilidad selectiva o diferenciada que se le da a las fuentes israelíes o palestinas. Ya sabemos, los primeros son “nuestros aliados” y “siempre dicen la verdad”.
El periodismo, que se la juega en momentos donde la diferencia de intereses es tan contrapuesta, se enfrenta aquí a un dilema moral y político de mayor envergadura: nos estamos enfrentando a un genocidio. Israel ha lanzado más bombas sobre Gaza en la primera semana de guerra que Estados Unidos sobre Afganistán en un año. Mueren muchos inocentes –sí, de ambos lados– pero con el trasfondo de una ocupación de décadas que castiga y masacra a los palestinos de forma directa –asesinándolos– o indirecta –impidiendo que se muevan o trabajen, arrancando sus olivos, ocupando sus campos, encarcelándolos–. Entonces, ¿cómo sería elaborar una información para la paz, una que evitase muertes? ¿Es posible? ¿Es suficiente con explicar verazmente lo que está pasando? ¿Cómo encontrar esa verdad en medio de una feroz competencia por ser los primeros mientras los periodistas son arrastrados por la urgencia de los clics?
Más bien, aquí, como en otros temas, los medios se alinean con su ideología –lo que es esperable, aunque el mínimo sería que se haga sin traicionar ciertos principios deontológicos–; pero también desfilan detrás de sus intereses políticos y comerciales. ¿Acaso aquí no coinciden? Estos intereses modelan completamente su política informativa. No digo nada nuevo. Todos lo sabemos. Los ciudadanos no creen en los medios, y esa brecha no para de aumentar en todo el mundo, según un estudio de Reuters del 2022 en 46 países. En España la confianza en los medios ha ido disminuyendo sin descanso desde 2017. Pero se ha roto una barrera, por primera vez hay más gente que no cree en la veracidad de la información (39 por ciento) que personas que confían en ella (32 por ciento). Una gran mayoría piensa que los medios anteponen sus propios intereses comerciales a los de la sociedad y solo un 13 por ciento que están libres de influencia política o empresarial indebidas. Solo una pequeña minoría confía todavía. La tonalidad es la desconfianza y la desafección, no tan lejos de lo que piensan los ciudadanos de la política institucional. ¿Quizás es que la prensa en España se considera política institucional por otros medios? (Como ejemplo perfecto podríamos hablar aquí del éxito de prensa rastrera como Ok Diario, que tiene 90 personas en plantilla y un volumen de negocio de diez millones de euros a base de clickbait, mentiras y noticias inventadas. Aunque no son los únicos que utilizan estas técnicas.)
Algo que destaca el estudio, y que quizás tenga que ver con esta falta de confianza en los medios, es el desinterés creciente que muestran los ciudadanos por la información. La proporción de los que están muy interesados en las noticias bajó de una amplia mayoría en 2015 –el 85 por ciento– a un 55 por ciento en 2022. España es, además, uno de los países en los que más cae.
No querer saber
¿Saturación? ¿Desconfianza? ¿Miedo o ansiedad? El estudio destaca un descenso generalizado del interés y el consumo de noticias en buena parte de Europa, también en España. Y sobre todo que cada vez hay más personas –muchas de ellas más jóvenes o con menor nivel educativo– que se desconectan completamente de las noticias, “quizá porque no las consideran relevantes para sus vidas”, dice el estudio. En 2017, en nuestro país el 26 por ciento de los ciudadanos evitaban activamente las noticias; hoy esa cifra ha crecido hasta el 35 por ciento.
Los que evitan las noticias en los países investigados aducen diversas razones: repetitividad de la agenda informativa, especialmente en torno a la política –43 por ciento–. ¿Cuántas noticias se pueden leer en un mes sobre los pactos de gobierno y la amnistía? También dicen sentirse agotados por las noticias –29 por ciento– y otro tanto aduce que no son fiables. Otros, sobre todo los menores de 35 años, señalan que las noticias les bajan el ánimo o les producen sentimientos de impotencia –16 por ciento–.
Es cierto que no hay buenas noticias en el frente informativo: los ataques de Hamás y la masacre en Palestina nos desbordan y nos ponen tristes; pero también el cambio climático y las catastróficas predicciones que desencadena; la primera pandemia a nivel global, la inflación desatada y los incrementos de la luz o el conflicto armado más grande en Europa desde la Segunda Guerra Mundial en Ucrania. Quizás no resulte tan extraño entender a esas personas que evitan las noticias –que cambian de canal, apagan la radio o no se conectan a las redes y los medios informativos–. “Dar la espalda a las noticias es la única manera en la que a veces puedo hacer frente a la situación”, dijo una de las personas entrevistadas para el estudio. “Tengo que hacer conscientemente el esfuerzo de dar la espalda a las noticias por el bien de mi propia salud mental”.
Tanto la ansiedad, como la desconfianza en las noticias, pueden estar espoleadas por la polarización política y mediática. En el caso de España, además intensificada por la gran cantidad de elecciones que hemos tenido en unos pocos años, y por supuesto, por la aparición de Vox. A las redes les encanta la polarización, se alimentan de ella, la azuza y promueve. En España esta excesiva polarización de los medios es percibida por un 49 por ciento, una de las mayores cifras de los países europeos investigados, solo después de Polonia, donde hasta hace poco gobernaba la ultraderecha –un 54 por ciento–.
Este panorama informativo –y la propia marcha del mundo– puede hacer aumentar la sensación de impotencia y, lo que es peor, generar distancia y apatía. Podemos encontrar un paralelismo en la caracterización que hizo M. P. Thompson de la década de 1950 a la que llamó la “década apática”, una en la cual la gente “buscaba soluciones privadas a los males públicos”. “Las ambiciones privadas”, escribió, “han desplazado a las aspiraciones sociales. Y la gente ha llegado a sentir sus agravios como algo personal y, de manera similar, los agravios de otras personas se sienten como asuntos de otras personas”. La apatía impone distancia y que el cambio se perciba como imposible: nada podemos hacer ante los enormes problemas del mundo. La solución para algunos parece clara: cerrar los ojos.
Para contrarrestar este pesimismo, medios como The New York Times o la BBC han llegado a crear espacios dedicados a noticias “positivas”, que a veces se expresan en el lenguaje de los libros de autoayuda. Pero la mejor autoayuda para nosotras es poder luchar. Así, el reto gigantesco del periodismo hoy no es “dar buenas noticias” sino seguir explicando que, pese a las dificultades, se pueden cambiar las cosas, establecer conexiones entre los intereses de unos y de otros que nos permitan luchar por un mundo más justo. “Lo que nos hace seguir adelante, en última instancia, es nuestro amor por los demás, y nuestro rechazo a agachar la cabeza, a aceptar el veredicto, por muy todopoderoso que parezca. Es lo que tiene que hacer la gente corriente, tenemos que querernos, tenemos que defendernos unos a otros, tenemos que luchar”, dijo Mike Davis en una entrevista póstuma. Humildemente, esto es lo que intentamos en CTXT: una comunicación para la acción. Ustedes, lectores, serán los que decidan si lo conseguimos. De momento, y pese a todo, no han desertado del frente informativo.
Gracias por eso.
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Autora >
Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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