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Querida gente:
“¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”, le espetaba a un confuso interlocutor Chico Marx, disfrazado de Groucho, en Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933). Lo vimos con nuestros propios ojos, en la televisión, la actual fedataria de lo que vemos, en la final del Mundial de Fútbol Femenino. Un señor calvo (reconozco que ignoraba entonces quién venía siendo, indudablemente un prohombre del deporte, por el lugar que ocupaba) que felicitaba con enorme efusividad a las ganadoras. Como saben, con una en concreto se vino arriba, literalmente, porque se le colgó del cuello, y cuando aterrizó, le hizo una llave inmovilizadora en la cabeza y la besó en la boca. No conocía ni al calvo ni a la jugadora ni los usos protocolarios que rigen en esos ámbitos (mi relación con el mundo del fútbol es tan tangencial que mi equipo está en una categoría no profesional, Primera RFEF) pero, a mis propios ojos, la conducta del prohombre, que después supe que se llamaba Luis Rubiales y presidía la RFEF, me pareció extemporánea. La chica –ahora sé que es Jenni Hermoso– echó una pierna hacia atrás como forma de contrapesar la llave. Finalmente, el aprehensor la dejó ir al tiempo que le sacudía una palmada, dirigida sin dudas a las nalgas, pero que, gracias a la agilidad en la huida de la destinataria, acabó recibiendo en los riñones. Si fuese uno de esos shorts videos de YouTube sin duda sonaría en off un “¡Arre!”. Les juro que, pese a la relación tangencial citada, he descrito lo que vi con mis propios ojos sin tener que volver a echar un vistazo a las imágenes, porque me quedó grabado.
“Un piquito”, definió el prohombre la jugada en sus primeros movimientos de defensa (a mí me recordó la forma en la que el personaje de Amador en La que se avecina le está demandando continuamente a su exesposa el acto sexual: “Maite, un pinchito”). Como sabrán mejor que yo, la cosa acabó, tarde, mal y arrastro y, de momento, con la dimisión del ahora expresidente. Tarde y mal porque, a tenor de la primera oleada de reacciones, sólo una persona encallecida por haberlas hecho mucho más gordas –ética y penalmente hablando– podía desconocer las consecuencias de lo sucedido, fuese piquito y no pinchito. Cuando fui conociendo sus hazañas me recordó aquello que se decía de Idi Amin Dadá, que lo extraño no es que llegase a dictador de Uganda, sino cómo logró ser sargento del ejército británico. Y, de momento, porque no sé si Rubiales está recibiendo cariño, apoyo y comprensión –en forma de piquito o de pinchito– a nivel de la calle, como asegura en su comunicado de despedida, pero lo ha tenido, y mucho, a otro nivel. Y no solo de esos “hombres del fútbol”, que es como se autodenominan esos merodeadores del llamado deporte-espectáculo.
En cualquier otra sociedad que se tenga por civilizada, cuando alguien mete la pata hasta la ingle, con lo que eso debe de doler, pide perdón. Perdón-perdón, no como aquí, que se pide perdón a quienes pudiesen sentirse ofendidos –esos blandengues–, como si lo correcto o lo incorrecto de una conducta dependiese de la sensibilidad ajena, y de si son muchos o pocos. Y acto seguido, ese alguien se va, o hace propósito de la enmienda, que para algo somos católicos y todo queda reseteado. Aquí ha dimitido gente –de izquierdas– porque hizo chistes de mal gusto (sobre los judíos, sobre un petrolero que provocó una marea negra). Gente que asume aquello que decía Maquiavelo de que “pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos”.
En cualquier otro país de lo que presumimos que es nuestro entorno, empezando por Portugal, hay medios de comunicación populistas y medios de comunicación conservadores. Aquí, salvo excepciones localizadas en la periferia, ya no quedan de los segundos. Supongo que han retrocedido en la escala evolutiva a causa de la competencia, dentro de su ya repleta línea ideológica, de los tabloides digitales y de los telepredicadores y telepredicadoras radiotelevisivos. Tengo grabado en las retinas, las mías propias, el tratamiento que le daba un pollopera de un digital de extrema derecha con el título en inglés: “Don Luis Rubiales”. Nada de, con esa característica campechanía del mundo del deporte, “Luis, te has pasado”. No. “Don”. Todos hemos escrito cosas en la barra de un bar, pero procuramos que no se note.
El periodismo de degeneración evolutiva tiene una característica común. Pierde no los estribos, sino incluso el jinete, cuando puede morder un hueso que tenga relación con el feminismo, la ecología, el cambio climático, los nacionalismos (de los demás) o los intereses de los ricos, sean personas físicas o jurídicas. A mí me parece lógico que los materialmente muy afortunados se gasten el dinero en partidos políticos, en medios de comunicación o en periodistas por suelto para que convenzan a los muchos que no lo son (materialmente afortunados, empresas de comunicación o periodistas) que es bueno para el bien común que los que tienen mucho paguen los menos impuestos posibles, disfruten de las máximas ayudas, ganen o pierdan y no tengan la más mínima traba legal a sus métodos de amasar beneficios. O sea, invertir en convencer de que hay que hacer caso de lo que dicen que pasa o puede pasar y no de lo que vemos con nuestros propios ojos que está pasando y, por ello, voten o consuman información en consecuencia. Me parece lógico que lo hagan porque, al fin y al cabo, como creo que advertía Gramsci, no nos podemos quejar de que el enemigo haga bien su trabajo. Y en algo tienen que gastar parte de los impuestos que se ahorran.
Reconozco, sin embargo, que me hierve la sangre porque esas loas al neoliberalismo salvaje y al sálvese quien pueda y tonto el último, además de con respaldo de los directamente interesados, se hagan con parte de los impuestos que sí pagamos, que muchas instituciones manejan con el objetivo de granjearse el apoyo de esos medios, y no con el de satisfacer las necesidades de los administrados. Y también que me hace mal cuerpo largarles esta homilía precisamente a ustedes, que si leen esto es porque nos apoyan y consideran que somos una ventana, no un trampantojo. Y, por último, y dejo de quejarme, me revienta que se ejerza esa tan rastrera como bien remunerada labor de ocultar la realidad bajo espejismos interesados mientras se invocan conceptos que en su día fueron luminosos y nobles como “periodismo” o “libertad de expresión”. Claro que, a lo mejor, esa es una victoria. O para volver al fútbol, en palabras del entrenador colombiano Pacho Maturana, “perdimos, pero ganamos un poco”.
Xosé Manuel Pereiro
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“¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”, le espetaba a un confuso interlocutor Chico Marx, disfrazado de Groucho, en Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933). Lo vimos con nuestros propios ojos, en la televisión, la actual fedataria de lo que vemos, en la final del Mundial...
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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