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En las profundidades del manto de la Tierra, a unos 2.900 kilómetros bajo el suelo, destacan dos masas gigantescas situadas bajo África occidental y el océano Pacífico. Son capas de roca con un comportamiento sorprendente, que sugiere que su composición es más densa que el resto del manto terrestre. Esas masas, que ocupan miles de kilómetros, pueden ser los vestigios de otro planeta, incrustados en la Tierra tras una colisión hace 4.500 millones de años. Es, por supuesto, una hipótesis científica, que explica, básicamente, el choque antiguo entre dos planetas. Se trataría de un choque fabuloso, mucho antes del surgimiento de la memoria y del olvido. Una explosión ensordecedora, inenarrable e incomprensible, que arrancó, por pura violencia, una parte del planeta, que nunca jamás pudo acceder al agua, al árbol, al río, a la bestia, a nosotros, y que vemos cada noche orbitando en el firmamento. Se trata de la Luna, serena, blanca, muerta, llena de sí misma y de la desmemoria de la rudeza colosal del inicio de su exilio. La Luna explicaría, con su mera existencia, la existencia de su negativo, una, dos esferas de un volumen similar, provenientes de otro planeta, extraordinariamente duro, áspero y agreste, incrustado en el interior de la Tierra, transportado por la Tierra en su periplo eterno, pero nunca asimilado o mezclado con el resto de materiales. Se trata, tal vez, de algo absolutamente ajeno. De, tal vez, tan solo un pasajero olvidado.
Es solo una hipótesis científica. Tan solo una hipótesis científica. Pero debe ser verdad, en tanto esconde una verdad que conoces y que de alguna manera recuerdas, si bien sucedió también hace miles de años. Lo recuerdas parcialmente, entre sombras. Lo recuerdas periódicamente. Tal vez ahora mismo lo estás recordando. Se trata del choque. Un choque inenarrable, estruendoso. Alguien chocó contra ti, con la energía de los planetas. No puedes recordar o explicarte nada más. Solo recuerdas que, tras la explosión, transportas un fragmento pesado e inaudito en tu pecho, que no es tuyo, sino que es de otra densidad, –tal vez de la densidad de sus ojos, de su cabello, de sus tobillos–, y que se quedó incandescente en tu interior. En ocasiones, al descender rápidamente un peldaño, notas como ese volumen extraño se desplaza y choca contra tus costillas. En ocasiones te pide comida y te habla. Pero ya no lo escuchas. De noche, antes de dormir, mientras ves por la ventana la Luna en su abandono y exilio estéril, te parece escuchar un rumor, como de insectos fabricando la miel. Es el eco, es lo que queda de la explosión gigantesca de aquel choque antiguo, en la duermevela, cuando no hay memoria ni olvido.
En las profundidades del manto de la Tierra, a unos 2.900 kilómetros bajo el suelo, destacan dos masas gigantescas situadas bajo África occidental y el océano Pacífico. Son capas de roca con un comportamiento sorprendente, que sugiere que su composición es más densa que el resto del manto terrestre. Esas masas,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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