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Quizás fue el primer indicio. En el siglo XIX, con la industrialización salvaje –es decir, con el trabajo salvaje, con viviendas salvajes en ciudades salvajes, con pobreza salvaje– nació una nueva enfermedad. Era consecuencia de la densidad, del aprovechamiento. Las ciudades se volvieron tan apiñadas y sobrepobladas que, fue cuestión de tiempo, toda esa presión y peso llegó al subsuelo roto, donde el agua potable y las aguas fecales se mezclaron. El resultado fueron una o dos epidemias anuales de una enfermedad cada vez más común. Consistía en la frente perlada de fiebre, dolor y descomposición y, muy importante, el delirio constante hasta la muerte o la espontánea curación. Era una suerte de confusión mental, la desubicación absoluta en los enfermos que, con la mirada y los ojos enrojecidos con un nuevo color encarnado, nunca jamás visto antes, deliraban. Yo he visto esos ojos. Hoy viven en la guerra. Esos ojos te llegan a galope desde la cuneta, y te hablan como se habla a un padre, a un amor, o a un enemigo, que es como habla la locura. A todo ello, en su día, se le llamó tifus. Tifus pasó a ser la palabra más temida. Y un nuevo sello, una nueva habitación, una nueva posibilidad. La elección de esa palabra, en todo caso, fue fruto de una meditación severa y, sin duda, brillante. Esa nueva palabra venía de la alocución latina y milenaria tiphus, y esta, a su vez, del griego, tyfos, que significaban una serie de conceptos relacionados. Tifus era, así, estupor, esa ola que cabalga tu cerebro y lo cambia todo a su paso. Por lo mismo, era el vapor que confundía el cerebro. Y, por ello mismo, era, sucintamente y nítidamente, la confusión. El tifus era, ni más ni menos, su época. Era la confusión, por fin tal y como la describieron los antiguos sin verla, tan solo sospechándola y temiendo su posibilidad.
Quizás fue el primer indicio. Luego vinieron más. La industrialización salvaje culminó y finalizó. En su lugar quedó su solar, la nada, y el centro de la tierra roto, monstruos liberados en el subsuelo, a los que ya nadie hacía caso. Y el tifus, una palabra que procede del latín. El vapor condensado que cala el cerebro de confusión. Sucintamente y de forma nítida, la confusión. La confusión como nunca jamás fue sospechada por los antiguos. Ya no era una enfermedad, sino que era la salud, la normalidad: una forma de hablar, de mirar, de entender la realidad y la política, de correr hacia todas partes mientras no se iba a ningún sitio. De acercarte desde la cuneta y hablar y gritar como se grita a un padre, a un amor, a un enemigo, que es como habla la locura desde sus ojos encarnados, bajo la frente perlada.
Quizás fue el primer indicio. En el siglo XIX, con la industrialización salvaje –es decir, con el trabajo salvaje, con viviendas salvajes en ciudades salvajes, con pobreza salvaje– nació una nueva enfermedad. Era consecuencia de la densidad, del aprovechamiento. Las ciudades se volvieron tan apiñadas y...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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