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Que yo recuerde, el primer momento de consciencia consistía en vernos las manos. Ya sabes, despertabas a un nuevo día que, de pronto, era tan nuevo que era el primero, el primero recordado. Y descubrías los primeros minutos sin tutela en tu breve biografía. Extendías, entonces, tus brazos hacia el techo y, al final de ellos, mirabas, hipnotizado, las manos y sus dedos, que se movían. La aludida consciencia nacía en esa vigilia del despertar, viendo tus manos y tus dedos que jugaban con los rayos de sol y el polvo suspendido en ellos, ese sello de la plenitud, imposible de improvisar, y que suele acompañar a las vivencias importantes. Lo experimentado, en esos momentos casi olvidados, debía ser algo en verdad profundo y absorbente. Algo nos pasaba mirándonos las manos. Nacía algo. O alguien. Alguien inmortal, con quien jamás envejeceríamos, pues era nuestra infancia, la génesis de nuestra juventud, ese otro alguien que tampoco nos verá envejecer y morir. Moriremos, en fin, solos, sin nuestra infancia ni nuestra juventud. Sin nada. Lo que lo hará todo más sencillo y magnífico, como el movimiento del polvo a través de los cilindros del sol. En todo caso, todo lo sucedido en las manos es, desde el primer momento, absolutamente intenso, tal vez porque nuestras manos son nuestra originalidad como especie. No disponemos de otra, o las otras son, sencillamente, consecuencia de nuestras manos. Nuestras manos no solo fabrican, rompen o arreglan, sino que fabrican, rompen o arreglan incluso cuando no queremos que lo hagan, lo que habla de su autonomía y del conocimiento absoluto de su propio proyecto y destino. No dejan de pensar por ti. Se agarraron a la mano callosa de papá, o a la suave y blanda, como una nube, de mamá, y nos explicaron todo ello. Sintieron el tacto de la mano deseada, cuando se desconocía aún el deseo y su regla innegociable, y te lo contaron. En una cueva, repleta de rayos de sol, polvo y manos prehistóricas pintadas, recuerdo experimentar, con mi primo Diego, la importancia de las manos, y el milagro de encontrar, entre miles y miles de negativos y positivos de una mano, las nuestras. Recuerdo, en ese trance, experimentar también la perplejidad inaudita que supone estrechar la mano de alguien que ya no existe, si bien mantiene su mano extendida para ti desde hace miles de años. Recuerdo darle la mano a mi primo Jean, en su lecho de muerte, y que un hombre mayor y con mayores experiencias me dijera, a través del sol y del polvo, y con la autoridad serena que otorga hablar desde sí mismo, ya solo, sin infancia ni juventud, que no había en la vida nada como agarrarnos de las manos, con esa fuerza que da emplear en ello fuerza alguna. Recuerdo la observación constante de las manos de mi amor. Y, en esos instantes del equilibrio que solo puede ofrecer contemplar una mano aprehendida con la fuerza que carece de toda fuerza, descubrir un secreto inaudito, importante y transportado en nuestras manos por generaciones. De hecho, he empezado a escribir estas líneas tan solo para explicar mi hallazgo que, no hay tantos en una vida, puede ser quizás el último, lo que le confiere a todo ello el interés de la revelación y su promesa de quebrarte la frente.
La revelación: observa tu mano, o la de tu hijo. Observa esa mano con el ánimo de la novedad absoluta de la primera mañana, o con el ánimo de la novedad absoluta al ver, cualquier mañana, la mano de tu amor, asida sin más energía que la de su propio e inaudito peso. Verás que sus dedos no son coherentes, sino que obedecen a distintas voluntades. En mi propia mano, así, hay tres coherencias, tres lógicas, tres formas en sus dedos. Mi mano, por tanto, carece de congruencia. Es una mezcla absoluta de individuos extintos, pero que sobrevivieron hasta llegar, literalmente, a mis manos. Sus dedos transmitidos sobrepasan la idea de familia –son dedos tan antiguos que escapan, en su desmesura, a la palabra ancestro–, y la idea de país –son dedos tan antiguos que hablan de una era más antigua que cualquier nación, por senil que sea–. Sobrepasan, por lo mismo, las ideas de raza y de religión, esos inventos también recientes, pues mis dedos, y los tuyos, son los dedos de alguien que pudo pintar sus manos en una cueva, antes de ser el polvo que, ahora mismo, contemplo en los lentos y callados disparos de sol que explotan en mi mesa, mientras escribo la palabra escribo.
Y, todo ello, lo cambia todo: nuestras manos, que nos dieron la consciencia, no son nuestras, por lo que nos explican, forzosamente, una consciencia colosal, primigenia y olvidada por todos, salvo por nuestras manos. Nuestras manos, si las observas, explican la consciencia de saber fieramente que, si bien somos uno, es más verdad que somos todos. Uno de nosotros es todos, pues uno transporta a muchos, tal vez a todos, en sus manos. Somos todos a través del sol y el polvo, como lo vimos sin verlo en la primera mañana, aquel momento en el que todo empezó nuevamente. La guerra, matarnos, no solo es un error, sino un error aún mayor, pues sobrevivientes y exterminados seguiremos viviendo en nuestras propias manos, cada primera mañana, y por los siglos de los siglos.
Que yo recuerde, el primer momento de consciencia consistía en vernos las manos. Ya sabes, despertabas a un nuevo día que, de pronto, era tan nuevo que era el primero, el primero recordado. Y descubrías los primeros minutos sin tutela en tu breve biografía. Extendías, entonces, tus brazos hacia el techo y, al...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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