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Hebrón es la segunda ciudad más sagrada para el judaísmo. Sería, sin duda, la primera, si David no hubiera decidido, en su día, conquistar Jerusalén. También es la cuarta ciudad más sagrada para el Islam, por detrás de La Meca, Medina y Jerusalén. La razón de todo ello es que en Hebrón –en hebreo: unir, unión, amigo– se ubica la llamada Tumba de los Patriarcas, una construcción edificada encima de la Cueva de las Parejas, donde están depositados los huesos de Adán y Eva, y donde se depositaron, también, los huesos de Abraham y los de Sara, los de Isaac y Rebeca, y los de Jacob y Lea. Se trata de la primera pareja humana, y de las tres primeras parejas del judaísmo. O de las tres primeras parejas del monoteísmo, para el Islam y el cristianismo. Se trata, por ello mismo y si así se prefiere, del monumento más antiguo que habla del hecho mismo de la pareja y del hecho mismo de su descendencia. Habla de la maternidad y de la paternidad, y de ser hijo de alguien, condición que nos une a absolutamente todos los humanos que, en este preciso momento, estamos vivos. Los humanos, en fin, básicamente somos hijos. En un evangelio apócrifo –que sería muy útil, varios siglos después, para Dante– se dibuja a la perfección esa idea de fascinación hacia los padres desaparecidos, cuando se narra la visita de Jesús al infierno, tras su muerte, para liberar, precisamente, a los Patriarcas. Están a oscuras, encadenados a la pared de una celda, sin verse. De pronto, se produce un estruendo, los muros se resquebrajan y entra una luz poderosa que permite a los condenados verse por primera vez. Deslumbrados, aturdidos, todos reconocen instintivamente a Adán, y van a abrazarle, como niños perdidos y desprovistos de pasado alguno, en lo que es una escena en verdad emocionante. Es posible que judíos, musulmanes y cristianos vayan a la Tumba de los Patriarcas, cada día, para experimentar ese depurado recuerdo del padre y de la madre. O no. La fe es algo muy lejano para mí. No la entiendo. Las personas que carecemos de fe pensamos que la fe es algo extraordinario, si bien es posible que no lo sea en absoluto. Que, en efecto, para quien disponga de ella, la fe sea algo sólido y palpable y real, como lo son unos zapatos. Pero, por lo mismo, que su trascendencia efectiva no sea mayor que la de unos zapatos. No lo sé. Quizá nadie lo sabe.
Hebrón –en hebreo, unir, unión, amigo–, es la segunda ciudad más grande, después de Gaza, de los territorios bajo autoridad palestina. Está a 30 kilómetros de Jerusalén, y a casi 1.000 metros de altura. Sería la gran ciudad del judaísmo, si no fuera porque David conquistó Jerusalén, donde su hijo construyó un templo que a él le fue vetado levantar. En 1929, en esta ciudad, se produjo la Masacre de Hebrón, un precedente de lo que en breve serían las matanzas de 1936 en otros puntos de la entonces Palestina. Fue un pogromo, en todo caso. La población, mayoritariamente musulmana, mató con sus manos a la mitad de la comunidad judía, un hecho que contribuyó a reforzar la Haganá, la organización armada sionista que, con el tiempo, sería la génesis del ejército israelí. No volvió a haber población judía en Hebrón hasta después de la Guerra de los Seis Días, en 1967. El Ejército israelí ocupó la ciudad, si bien prohibió cualquier tipo de asentamiento. Pero ese mismo año un grupo de ortodoxos reservó las habitaciones de un hotel en Hebrón, para celebrar la Pascua. Era legal y posible. Ya en el hotel, decidieron quedarse, pagar cada día por sus habitaciones. Seguía siendo legal. En la actualidad configuran el único asentamiento judío en un centro urbano –el centro histórico de Hebrón– de una gran ciudad palestina. Son menos de 1.000 habitantes israelíes, en un núcleo de más de 200.000 habitantes árabes, separados por una calle, sin comercios, sin tráfico, con todas las puertas cerradas, con obstáculos para evitar coches y sus ataques veloces. Se trata de un punto en el que se desarrolla, desde hace décadas y de forma más densa, una guerra espesa y cotidiana y constante. Los soldados tienen derecho a disparar. Utilizan ese derecho cuando se produce algún exceso árabe. Pero permanecen pasivos cuando el exceso es judío, lo que suele ser lo más frecuente desde 1967, y lo que sin duda contribuye a reforzar una suerte de Haganá en el otro bando. En 1994 un ciudadano judío entró en la mezquita que hay sobre la Cueva de las Parejas, y abrió fuego indiscriminadamente. Mató a 24 árabes.
Hebrón, unir, unión, amigo, ciudad sagrada. Habla del mundo, de un mundo en verdad hermoso, además, la existencia de un lugar en el planeta consagrado al cariño constante hacia los padres, esa presencia descomunal y, después, esa ausencia abrupta e infinita. Pero es una herida en el mundo, una expresión de su orfandad, de una ruptura importante en el alma, la existencia de un punto consagrado no a la muerte de los padres, sino a la muerte continuada, constante, absurda, de los hijos. Solo se llega a esos infiernos, oscuros, en los que no nos vemos ni reconocemos, encima de unos zapatos, ese objeto carente de trascendencia.
Hebrón es la segunda ciudad más sagrada para el judaísmo. Sería, sin duda, la primera, si David no hubiera decidido, en su día, conquistar Jerusalén. También es la cuarta ciudad más sagrada para el Islam, por detrás de La Meca, Medina y Jerusalén. La razón de todo ello es que en Hebrón –en hebreo: unir, unión,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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