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John Daniels Evans fue un hombre peculiar. Tuve el honor, y el azar, de conocer a su nieta, una mujer simpática, lacónica y curtida, gran amazona, de una seguridad en sí misma turbadora. Era, en el momento en el que la conocí, todo lo contrario a la jovencita que conoció Bruce Chatwin, treinta años antes, en los años 70, cuando quedó encandilada por el gran escritor de viajes –como decía el adagio de Wilde, Chatwin lo tenía todo para enamorar perdidamente a las mujeres: era guapo, sabía hablar, y era homosexual–. De la conversación que tuvimos en Trevelin, Chubut, casi 30 años después de sus conversaciones con Chatwin, se desprendía que, con el paso del tiempo, había llegado a despreciar a aquel antiguo e inocente amor. El desprecio, sospeché, es una de las salidas menos elaboradas, pero más efectivas, para abandonar aquello tan dulce que resulta imposible de ser abandonado. Así, desde ese desprecio sobreactuado, ella explicaba que el gran viaje de Chatwin por la Patagonia fue poco menos que una invención –lo que al lector debería darle igual, por otra parte–, pues se pasó el grueso del trayecto en casa de los Evans, bebiendo cerveza con su padre, el hijo de John Evans y la persona que explicó al autor británico todo sobre aquel país que hoy ya no existe. En aquel encuentro con la nieta de Evans, además de Chatwin, apareció en nuestra conversación, recuerdo, su abuelo, protagonista de una de las historias más brutales que he escuchado jamás. La tengo en la cabeza desde entonces, y solo hoy ha salido fuera de ella, con algo de forma, con algo de una comprensión decantada a lo largo de varias décadas.
John Daniels Evans era un niño de pocos años, pero también uno de los galeses que, embarcados en el Melisa, desembarcó en la Patagonia en 1865, guiados por el espíritu del predicador y nacionalista galés Michael Daniels Jones. La intención del viaje era crear un Gales autosuficiente, sin presencia o contacto alguno con la lengua inglesa. Aquel intento de colonización del vacío no empezó bien. Hubo desencuentros con el Gobierno argentino, dificultades iniciales con los tehuelches y, por encima de todo, escasez de agua y, con ello, grandes dificultades para garantizar no solo cosechas, sino la mismísima vida. Muy pronto sucedió algo, no obstante, que lo cambió todo. El trueque con los tehuelches. Y, más concretamente, el trueque de carne por pan, un producto hasta entonces desconocido por los indios, que les enloqueció. El pan –los indios lo llamaba bara–, fue la razón para que, en su periplo circular anual, los indios se dejaran caer por los asentamientos galeses. El pan, su placer, fue lo que facilitó el nacimiento de relaciones entre los indios y los galeses. Pero también entre niños galeses y niños tehuelches, que establecieron en su infancia ese tipo de tratados infantiles sobre los que se edifican amistades sólidas y duraderas. Evans, de hecho, se hizo muy amigo de un niño tehuelche. Ambos se llamaban hermanos y, como hermanos, se instruyeron mutuamente acerca del desierto. Esa amistad fue determinante, en unos pocos años, para cambiar el futuro de los galeses, hasta entonces nada halagüeño. Cuando ambos niños fueron adultos, el adulto tehuelche explicó a su hermano el gran secreto que desconocían: no había razón para pasar tanta escasez, pues en la cordillera, en el interior, había agua y pastos vírgenes, una nueva vida y un futuro abundante y tranquilo. Esa información supuso la emigración al interior de los galeses y, en efecto, su supervivencia. Pero la historia que se me explicó es otra, si bien con los mismos personajes: aquellos dos niños que decidieron ser hermanos. Sucede en la década de los 80 del siglo XIX, tras la Campaña del Desierto iniciada por Argentina tan solo una década antes.
Evans cabalgaba el desierto cuando vio algo que nunca había visto antes. Era algo incomprensible, casi onírico. Se trataba de un cercado altísimo que, sin integrar techo o estructura alguna, habían construido en mitad de ningún sitio. Su interior estaba repleto de tehuelches hacinados, y su exterior estaba vigilado por soldados armados. Los indios reconocieron al galés. Se alborotaron. Se agruparon en la zona del cercado más próxima al jinete, y empezaron a pedir, a suplicar, a gritar la palabra bara. Entre ellos, como uno más, con los ojos enloquecidos por el fuego del hambre, reconoció a su hermano. La persona que le enseñó a sobrevivir en el desierto, y con la que tanto bara había compartido, le hablaba desde otros ojos, imposibles. Evans tiró por encima del cercado la poca comida que llevaba, que se convirtió en nada conforme iba cayendo. Recordó que llevaba algo de dinero que su madre le había dado para comprar un poncho, y se lo dio a uno de los carceleros a cambio de que dejara en libertad a su hermano. Pero el soldado corrupto no cumplió su trato. Evans, sin dudarlo, volvió en ese momento a su casa, lo más rápido que pudo. Y volvió con más dinero y, esta vez, con armas y con una determinación férrea de liberar a su hermano. Pero, en todo ello, invirtió varios días –el día es el tiempo, el kilómetro, en el desierto–. Y ya era demasiado tarde. Su hermano había muerto de hambre. No se necesita mucho tiempo para ello. Podemos vivir sin comida treinta días, sin agua tres días. Pero ni siquiera sabiendo eso, Evans comprendió lo que estaba viendo cuando observaba, nuevamente, ese cercado. Murió, a mitad del siglo XX, sin comprenderlo. Y, en efecto, era incomprensible. Se trataba de un campo de exterminio. Era el primer campo de exterminio que conocemos. Si Evans no lo entendió fue porque resulta imposible ver lo inimaginable, aquello que no se entiende. Y eso es algo que he comprendido hace relativamente poco.
No podemos ver lo que no entendemos. Lo incomprensible no puede ser visto, y lo invisible no puede ser formulado. La barbarie, por definición, no solo carece de definición, sino de forma reconocible. Me pregunto cuántas cosas no hemos visto hoy. ¿Cuántas y cuánto tiempo hace que no las vemos?
John Daniels Evans fue un hombre peculiar. Tuve el honor, y el azar, de conocer a su nieta, una mujer simpática, lacónica y curtida, gran amazona, de una seguridad en sí misma turbadora. Era, en el momento en el que la conocí, todo lo contrario a la jovencita que conoció Bruce Chatwin, treinta años antes, en los...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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