ARNON GRUNBERG / NOVELISTA Y CRONISTA
“En Estados Unidos, algunos solicitantes de asilo tienen que esperar entre 10 y 12 años”
Sebastiaan Faber 12/11/2023
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“No es verdad que todos seamos refugiados”, escribe el escritor holandés Arnon Grunberg (Ámsterdam, 1971) en su último libro. “Pero sí que podemos llegar a serlo. Más fácilmente, quizás, de lo que muchos piensan”.
Grunberg, el más conocido y premiado de los novelistas neerlandeses vivos, sabe de qué habla: lleva más de una década investigando no solo las vidas de personas refugiadas y solicitantes de asilo, sino observando desde dentro las instituciones europeas que intentan regular (es un decir) los flujos migratorios.
Su último libro, “El refugiado, el aduanero y el judío rico” (De vluchteling, de grenswachter en de rijke jood), reúne una serie de reportajes que llevan al autor desde campos de refugiados en Odesa y deprimentes cárceles polacas a las grises barracas neerlandesas donde miles de solicitantes de asilo esperan los trámites del aparato burocrático. Grunberg pasa días enteros en esos lugares, hablando no solo con refugiados rusos, ucranianos, africanos, iraquíes y albaneses sino con el personal de las ONGs que les intentan ayudar y con los funcionarios y políticos que, cada día, deciden el destino de miles de personas que tuvieron la mala suerte de nacer sin pasaporte occidental.
El libro alterna descripciones y entrevistas periodísticas con reflexiones que no por matizadas resultan menos duras. Grunberg parece observar la Humanidad con una fascinación entre piadosa y entretenida, reacio a juzgar a otras personas por debilidades que él sabe que comparte. (“Algo raro nos pasa cuando nos toca jugar a ser Dios” –reflexiona cuando tiene la oportunidad de decidir si el relato de un buscador de asilo le resulta creíble o no, es decir si se admite su solicitud– “y, además, un dios pequeño, que aplica políticas que no son suyas y que no tiene por qué temer las consecuencias del tipo de justicia que imparte”.) Habla con sus interlocutores con empatía y buena fe, aunque, como buen periodista, adopta el papel del testigo escéptico, resistiendo mientras pueda a la tentación del cinismo. Escribe desde una profunda conciencia histórica, nutrida en parte por el hecho de que sus abuelos paternos eran judíos oriundos de la región ucraniana de Lviv (entonces Lemberg). Su abuela fue asesinada en 1943 en el campo de exterminio nazi de Sobibór.
Si el refugiado es la figura central de nuestro tiempo, lo es al menos de tres formas diferentes: como síntoma doloroso de las crisis que nos acechan (guerra, cambio climático, represión política, capitalismo salvaje); como chivo expiatorio y motor principal del auge mundial de la extrema derecha; y como individuo cuya trágica suerte más claramente revela la hipocresía de los Estados y políticos que aún dicen defender los derechos y la dignidad humanos.
Dado todo esto, el libro de Grunberg –quien se empeña en contar verdades– solo puede ser un libro político. En efecto, así se ha leído en Países Bajos, donde sus intervenciones han desatado debates intensos. Y, sin embargo, el escritor se resiste al papel de intelectual público. “Este no es un panfleto, aunque solo fuera porque el panfletismo no me interesa”, apunta en el prólogo. “Como novelista me fascina la figura del misionero, como también me fascinan las del mercader, del estafador, del gurú y del entrenador de fútbol. Pero ¿debería yo por ello unirme al número infinito de misioneros que hay en el mundo (mira Twitter, lee el periódico)? No, gracias”.
Aun así, sin querer, saca conclusiones políticas: “No existe el derecho a vivir en un mundo perfecto”, zanja, “y seguramente sea más dudosa aún la idea de que se trata de un derecho que solo tienen algunos”. En el capítulo final, más propositivo, concluye que el privilegio más importante de nuestros tiempos, pero también el menos cuestionado, es lo que llama el “privilegio del Estado-nación”, muchas veces hereditario. En la práctica, es el pasaporte el que funciona como garante de derechos –o no–.
También aboga por un sistema más realista y pragmático que el actual para regular los inevitables flujos de personas en fuga. Las fronteras, afirma, son cribas inhumanas: “máquinas de selección” crueles, arbitrarias y, muchas veces, letales. “Para que esas máquinas de selección sean menos letales y quizá incluso menos arbitrarias”, advierte, “hacen falta otros métodos de migración”. Mientras tanto, constata que “el muro con que la UE pretende rodearse no está pensado para mantener fuera a los refugiados. Está pensado para contener el crecimiento de la extrema derecha europea. Ese es su pequeño secreto sucio. Porque no hay nada tan fácil de politizar como el refugiado”.
Grunberg (Ámsterdam, 1971), autor de 75 libros, es uno de los pocos autores holandeses que pueden vivir de su oficio. Desde 1995 reside en Nueva York, donde me atiende por videoconferencia. Conversamos en holandés.
¿Qué le fascina de la figura del refugiado?
Para empezar, las emociones encontradas que siempre ha suscitado a lo largo de la Historia. Por una parte, el refugiado es una figura lastimosa que nos provoca compasión, un reflejo que no deja de tener un punto ofensivo. Por otra, el refugiado es visto como amenaza para la homogeneidad cultural de un país. En ese papel, ha sido siempre el chivo expiatorio por excelencia. Mi fascinación también tiene un lado personal, dado que mis padres eran refugiados. Para mí, se trata de algo muy real. O que al menos un día lo fue. Yo ya no soy refugiado, creo; no me parece un estatus que deba durar para siempre.
La migración y la huida son una parte integral de la historia humana
Muchos de nuestros compatriotas lo sienten como algo mucho más lejano.
Para mí, la migración siempre ha sido una posibilidad muy clara. Pero es verdad que muchas personas con “pasaportes fuertes” no son capaces de imaginarse a sí mismos como migrantes, ni mucho menos refugiados. Y eso que, bien mirado, la migración y la huida son una parte integral de la historia humana. Los seres humanos somos animales de fuga, como los caballos. Huimos ante el peligro. Lo que no deja de ser una reacción intuitiva y natural. Pero es algo que muchos no están dispuestos a admitir.
¿Para quién ha escrito este libro?
Para todos los que tengan una opinión sobre el llamado “debate sobre la migración” –porque el tema va más allá de los refugiados–. He querido informarles más allá de las cifras, las estadísticas y los fríos análisis. Estos son importantes, sin duda. Pero para hacer justicia al tema es también importante acercarse a él de otra forma para narrar qué está pasando a ras de suelo. Este, al fin y al cabo, es mi oficio como novelista.
¿Le detecto cierto afán didáctico?
Yo prefiero pensar que estoy informando. No pretendo ser ningún misionero. No busco convertir a nadie. Pero sí me importa que las opiniones estén fundadas. La gran debilidad de las democracias –por otra parte, inevitable– es que muchas de las opiniones se basan en una información muy defectuosa, si no falsa, o en relatos que tienen muy poco que ver con la realidad.
A lo largo de sus crónicas, adopta una postura muy deliberada. Describe, pero se cuida de no juzgar. Registra lo que ve y escucha con interés y curiosidad, pero sin dejar que las personas y las situaciones le choquen o decepcionen. Los seres humanos –parece decirnos– son como son. ¿Qué le vamos a hacer? A veces me recuerda a un novelista del XIX: la Humanidad es un desastre, pero es imposible no cogerle cariño.
De hecho, soy un gran amante de la novela decimonónica. Acepto lo que me dices, pero subrayando que yo me considero parte de esa misma Humanidad. Nunca pretendo estar por encima de nadie. Con ese matiz, me parece una forma muy simpática de ver la vida. Siempre me he resistido a la sobreestimación de los humanos y a los consecuentes ataques a la ironía. Somos libres, sí, pero no somos dioses: nuestra libertad y nuestro poder están limitados. De ahí nuestra capacidad para reírnos.
¿Se ha reído al escribir este libro?
Claro que sí. En las situaciones en que me encontré y, después, de nuevo, al narrarlas. Me topé con cosas tan absurdas que, si esto fuera una novela, no me habría atrevido a inventarlas.
Su postura tiene la ventaja de que puede abordar a todo el mundo con buena fe.
Presupongo que la gente me dice la verdad si no me consta que me mienten. Pero también comprendo que me mientan: los refugiados en particular tienen infinidad de incentivos para ajustar sus historias a las realidades en las que operan. “Todos mienten”, se dice mucho. Y en parte es verdad. Pero tienen muy buenos motivos para hacerlo. Yo que ellos, también mentiría.
No le cuesta imaginarse en el lugar del otro.
Eso es algo que hago no solo con los refugiados; también con los funcionarios que trabajan en el sistema burocrático. Quizá allí me ayude mi condición de novelista: he tenido que imaginarme muchos personajes.
El retrato de los funcionarios neerlandeses que surge de su libro es mucho más positivo de lo que anticipé. Hacen lo que pueden, intentan ayudar. Y queda claro que el trato que dan a los que llaman sus “clientes” es mucho mejor que en otros países europeos como Polonia, Italia o Grecia. ¿O también mienten?
Cuando visitas un lugar para escribir de él, siempre es posible que lo que te muestran sea una versión aseada de la realidad. Por otro lado, son muchos los días que paso con ellos, con lo que sería difícil mantener una fachada edulcorada. Al cabo del tiempo suelen olvidarse de tu presencia, mientras tú vas olvidando que no formas parte de ese mundo.
Toda gran organización burocrática que cuente con el respaldo del Estado produce un efecto deshumanizador
A pesar de esa buena voluntad del funcionariado, subraya que no hay burocracia que no deshumanice a las personas que entran en contacto con ella, sea como clientes o empleados.
Se ha abusado del adjetivo “kafkiano” y me cuido mucho de las comparaciones hiperbólicas. No todas las burocracias migratorias son fascistas, ni todos los centros para refugiados son comparables con los campos de concentración. Todo es relativo. De hecho, es importante relativizar siempre. El centro de Ter Apel, en el norte de Holanda, no es ningún paraíso. Pero lo que ocurre en Estados Unidos o Polonia es mucho peor. Eso sí, no he encontrado ningún país donde las cosas funcionen bien. Toda gran organización burocrática que cuente con el respaldo del poder estatal produce un efecto deshumanizador que puede resultar muy claro y directo. En Estados Unidos, algunos solicitantes de asilo tienen que esperar ¡entre 10 y 12 años! para una cita con el juez. Eso significa que el sistema les roba 12 años de su vida.
¿Se considera un periodista?
Prefiero decir que escribo reportajes literarios. Es algo que vengo haciendo desde 2006, cuando acompañé al ejército neerlandés a Afganistán. También estuve empotrado un par de veces con los norteamericanos. Desde entonces he visitado muchos lugares diferentes y he desarrollado cierta intuición. Uno no es ingenuo. No incluyo todo lo que me cuentan. Y en lo posible verifico la verosimilitud de las historias que incluyo, una labor en la que me ayuda mi asistente, que es excelente. El papel que pretendo desempeñar es el del testigo. No me parece un papel sin importancia. No soy el único, por supuesto. Muchos testigos lo son forzados por el destino. Yo, en cambio, lo soy de forma voluntaria.
La postura testimonial no siempre resulta fácil. En el libro, describe escenas incómodas.
Hubo momentos en que me superó la situación, como cuando un señor de Camerún encarcelado al que entrevistaba en Polonia se puso a llorar. Como explico en el libro, quise hacer algo: darle un abrazo, por ejemplo, pero no creía que el guarda me dejara y no sabía si era lo conveniente. Por otra parte, puede resultar arrogante de mi parte asumir que mi papel sea consolar o salvar a nadie. Son momentos de timidez, de confusión y de vergüenza, de dilemas e incomodidad. Es cuando te das cuenta que tú también formas parte de un sistema que, como digo al final del libro, tritura a las personas.
Qué pasaporte tiene una persona es mucho más importante que todo lo demás
Se da cuenta del privilegio del que goza, arbitrariamente, por llevar un pasaporte holandés.
Preferiría encontrar otro término que el de “privilegio”, que se ha invocado demasiado con respecto a la raza, el género o a veces la religión. Pero sí, en realidad, qué pasaporte tiene una persona es mucho más importante que todo lo demás. Como ya decía Hannah Arendt, todos tus derechos y deberes, toda protección que puedas hacer valer, están íntimamente ligados a una sola pregunta: ¿a qué país perteneces?
Ya que menciona a Arendt, le debo confesar que a mí me cuesta situarle políticamente. “Desde luego es mejor vivir en una casa podrida que entre escombros”, escribe. “Esto debería ser la esencia de la Realpolitik, también llamado realismo o incluso conservadurismo. Pero dada la cantidad de miseria que se esconde detrás de esos términos, me niego a asumirlos”.
Como escritor y ser humano opero dentro de una realidad. Esta ha cambiado, y yo con ella. Soy de 1971. Tenía 18 años cuando cayó el Muro de Berlín. La guerra yugoslava y el 11 de septiembre de 2001 los viví conscientemente. De ahí nace mi análisis o mejor dicho mi intuición –suena menos pomposo– de que la revolución o los grandes cambios que busca la izquierda suelen ayudar a quienes no quieren ayudar. La revolución iraní fue fagocitada por los ayatolás, por ejemplo.
En el libro, narra lo que pasó en Odesa, que en el siglo XIX fue una ciudad multicultural y tolerante antes de que estallaran los pogromos a la zaga de la revolución fallida de 1905.
Recuerdo lo que me contó la mujer que me guió por la ciudad. “Aquí durante el reino del zar había cuarenta mezquitas, sesenta sinagogas, cantidad de iglesias ortodoxas,” me decía. “Hubo un intento de revolución que fracasó y de un día para otro estalló la violencia. Y así seguimos desde entonces”. Esa lección me impresionó. Me pareció sabia.
En el libro, el ejemplo de Odesa le sugiere una reflexión pesimista: “Fue la sociedad abierta, cosmopolita y liberal la que produjo el nacionalismo más virulento. Quizá sea ese el destino del liberalismo: criar, una y otra vez, al iliberalismo. Precisamente porque el liberalismo no cree en la enemistad o en los enemigos, crea, una y otra vez, a sus propios verdugos”.
No me gustan muchas de las comparaciones que se han venido haciendo entre nuestra época actual y los años treinta del siglo XX o la República de Weimar. Y no quiero insinuar que estemos al borde de una guerra mundial o que los campos de concentración estén a la vuelta de la esquina. Pero es verdad que la democracia liberal es enormemente frágil. Esto significa que hay que apoyar el centro. Sin centro, no hay fundamento para la democracia. Si descuidas el centro, lo que acabas apoyando no es la revolución progresista que mucha gente desea, sino algo que se parecerá mucho al fascismo.
De ahí su postura realista.
Tal y como yo veo las correlaciones del poder, me parece que esta es la única posición que soy capaz de adoptar. También porque creo que en muchos países hay mucho que vale la pena conservar. No estoy hablando de la retórica política, que es otro tema aparte. Esa retórica, hoy, pretende convencer a los ciudadanos de que viven en el peor lugar del mundo. Que su dolor es el peor del mundo. Que los políticos solo persiguen su interés propio, etcétera. De esa manera, lo único que se consigue es despertar algo que solo puede llevar a un movimiento extremadamente reaccionario, dictatorial o totalitario. Y eso es algo que a mí me gustaría ayudar a impedir.
¿Cuál es la debilidad de la democracia liberal ante la amenaza fascista?
La falta de un relato: su incapacidad de dar sentido a la vida de la gente, que es lo que hace la extrema derecha, mediante la figura del hombre fuerte, un gran líder, un dios secular. El liberalismo, en cambio, al privatizarlo todo, no satisface esa necesidad de cohesión social.
¿Y el arte y la literatura? En el libro, parece derivar cierto consuelo de autores como Isaac Babel –muy vinculado a Odesa, por cierto–. ¿Espera darles algo similar a sus lectores?
Soy un aficionado de Freud. Creo que la belleza ayuda a hacer llevable una verdad que, en el fondo, es insoportable. Pero no sé si la literatura consuela. Yo no busco consolar a mis lectores. Sí ayudarles a comprender. Y así producir una revolución interna en ellos. Es la única posición humanista en la que aún estoy dispuesto a creer. Soy muy escéptico sobre la posibilidad de cualquier revolución social. Si la Historia nos enseña algo, es que la lucha contra el mal, concebida como tarea revolucionaria, casi siempre desemboca en el mal. Porque implica asumir una posición de poder y arrogarse la autoridad de saber qué es la buena vida. En el liberalismo que yo defiendo, cada persona define para sí qué es la buena vida. Lo que sí me parece una fuente de consuelo, en cambio, es la risa. La idea de que haya cosas de qué reírse. Por eso siempre he defendido la ironía contra todos los ataques que se le lanzan cada tantos años.
Al final del libro se pregunta si es posible mejorar el mundo. Es más, duda si existe un derecho a un mundo mejor. “La idea de que el conocimiento y la comprensión nos pueden tentar a dirigirnos hacia la razón y lo racional no me parece sostenible”. Acto seguido, agrega: “Pero la idea de que las tierras prometidas solo son para los elegidos, los ganadores de la lotería del esperma, tampoco me parece sostenible”. Se sitúa en una aporía, entre el sentido común –razonablemente, no podemos esperar mejora– y la moral: la injusticia actual es intolerable.
Ese, precisamente, es el dilema del humanismo occidental, que tiene aspiración de universalidad, y tiene sus raíces en la idea cristiana del amor al prójimo y el cuidado de los más débiles. Después de la Segunda Guerra Mundial, ese humanismo se institucionalizó a través de la Declaración Universal de Derechos Humanos y la definición de crímenes de lesa humanidad. Ahora bien, ¿qué vemos hoy en la derecha, aquí en Estados Unidos, por ejemplo? Pues que ya ni siquiera se invoca ese humanismo de forma hipócrita, sino que se rechaza de plano. ¡Que todo el mundo cuide de los suyos! Los débiles, ¡que se queden fuera! Ahora bien, esta quizá sea una postura más honesta que la hipocresía de políticos dizque progresistas que afirman que les interesan los derechos humanos pero que no hacen nada por ellos. Yo, más que ninguna doctrina cristiana, prefiero un principio de Sócrates: “Es mejor sufrir una injusticia que cometerla”. Ese principio me parece importante no sacrificarlo.
“No es verdad que todos seamos refugiados”, escribe el escritor holandés Arnon Grunberg (Ámsterdam, 1971) en su último libro. “Pero sí que podemos llegar a serlo. Más fácilmente, quizás, de lo que muchos piensan”.
Grunberg, el más conocido y premiado de los novelistas neerlandeses vivos, sabe de qué...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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