cambio climático
¿Crisis o colapso ecológico? Algo más que un matiz terminológico
Estamos ante una situación irreversible en la que numerosos ecosistemas se desequilibran aceleradamente. Pero aún hay margen para mitigar el daño y readaptarnos. Existe esperanza para un futuro más justo y bello
Luis Lloredo Alix 6/12/2023
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Hay altas probabilidades de que este año lleguemos al umbral de 1,5º de calentamiento planetario respecto a la temperatura media anterior a la era industrial. Esto es muy serio, pero va a ir a peor. En apenas un siglo y medio, especialmente a partir de 1950, hemos desatado un cataclismo climático de consecuencias que todavía no podemos calibrar del todo. Hablar de calentamiento global es un error de categoría del que quizá no podamos librarnos, pero de cuyas insuficiencias debemos ser conscientes: no solo es que el planeta se esté calentando, sino que todo está cambiando drásticamente.
Que el clima se caliente implica que los casquetes polares se derriten, que sube el nivel del mar, que islas y archipiélagos –algunos de ellos estados soberanos– corren el riesgo de desaparecer bajo las aguas, que miles de especies se extinguen a un ritmo vertiginoso, que las cadenas tróficas que se sostenían gracias a tales especies se desequilibran a velocidades superiores a su capacidad de adaptación, que numerosos ecosistemas dependientes de tales cadenas colapsan, que las tierras se desertifican, que la ausencia de agua hace imposible la vida en tales territorios, que los fenómenos climáticos extremos cada vez son más violentos e inesperados, que la inestabilidad de las estaciones interfiere con la agricultura tal y como la habíamos conocido durante los últimos 20.000 años, que los precios de los alimentos se disparan porque las cosechas se malogran ante fenómenos atmosféricos imprevisibles…
Podría mencionar muchas más dimensiones del cambio global, pero creo que basta con lo anterior. Enumerar la cascada de consecuencias que se desprenden de la violencia de la intervención humana en el planeta –mediante la emisión de gases de efecto invernadero, pero también mediante la tala indiscriminada, la extensión de monocultivos que solo se sostienen con la utilización de fertilizantes de origen fósil, o la difusión de un modelo de alimentación cárnica desmesurado– es imposible. No solo porque no acabaría nunca, sino también por el carácter imponderable de lo que está pasando y lo que puede ocurrir a continuación. Lo que está claro, sin margen de duda, es que estamos en una situación crítica. Ahora bien, ¿qué quiere decir exactamente “crítica”?
Estamos experimentando un colapso que solo cabe calificar como gravísimo. Por supuesto, esto no implica una divisoria histórica abrupta
En los últimos años se ha producido en España una polémica respecto a si estamos o no estamos en un momento de colapso ecológico. Este debate es rico en argumentos y todas las posiciones han subrayado elementos dignos de consideración. Ahora bien, a mí, que soy profano en este campo, el cuerpo me pide decir que sí, que estamos experimentando un colapso que solo cabe calificar como gravísimo. Por supuesto, esto no implica una divisoria histórica abrupta, una especie de apocalipsis centelleante que se cierne sobre la tierra entre columnas de azufre, escombros y llamaradas del inframundo. Es más bien un nombre para describir una coyuntura histórica compleja, en la que numerosos ecosistemas se desequilibran aceleradamente, produciendo reacciones concatenadas en los entornos adyacentes, todo lo cual genera, a su vez, varias formas de inestabilidad económica, política y social: desabastecimiento alimentario, falta de materiales para la industria, cierre de empresas y correlativas bolsas de desempleo, cortes energéticos, incremento de enfermedades por falta de luz, agua o alimentos, empobrecimiento derivado de todo lo anterior, incremento de los desplazamientos forzados, aumento de la conflictividad social, guerras, intensificación de la xenofobia… Un cóctel de consecuencias tan difíciles de ponderar como las dimensiones puramente biofísicas del cambio global.
Me parece, además, que la experiencia e intuición de cada vez más gente coincide con el juicio de que estamos ante una situación de colapso. Y esto es algo que debemos tener en cuenta. Primero, porque eso implica una toma de conciencia políticamente fecunda: “Dormíamos, despertamos”, se decía en el 15M. Dormíamos en el sueño del Holoceno, esa etapa geológica en la que nuestro planeta parecía un refugio seguro, un escenario donde los ciclos climáticos se sucedían con regularidad reconfortante, y estamos despertando en el Antropoceno, una era en la que la huella del ser humano ha logrado alterar buena parte de los procesos que nos mantenían dentro de un espacio habitable. Cabe la opción de permanecer dormidos, confiando en que esto no sea más que una crisis pasajera, pero esa es una huida hacia delante que, antes o después, nos pasará factura, porque el planeta ha experimentado cambios biofísicos que ya no tienen vuelta atrás.
En efecto, cuando se dice que aún tenemos margen para actuar, no estamos hablando de rebobinar, sino de mitigar y de readaptarse: 1) podemos frenar la debacle, intentando contener el calentamiento dentro de unos límites “tolerables” (superar los 3 o 4 grados sería inmanejable); 2) y podemos ajustarnos a la nueva coyuntura, cambiando nuestro modo de vida para soportar mejor las sequías, las riadas o el calor extremo. Podemos hacerlo, además, de manera que nuestra existencia sea más rica, más saludable y menos estresante. El sistema actual está basado en un consumo desaforado, en trabajos extenuantes y precarios, en falta de tiempo de calidad, en angustia económica permanente… Y eso es precisamente lo que está atizando la catástrofe ecológica. Dicho de otro modo: vivimos muy mal y ese mal modo de vida está alimentando a una bestia que nos hará vivir aún peor. ¡Cambiémoslo! Decir colapso no significa claudicar ni hundir la cabeza en el pozo de la desesperanza, sino justo lo contrario: significa adquirir plena consciencia de ese bucle destructivo y transformar nuestras prácticas para vivir mejor.
La idea de crisis conlleva la de provisionalidad y superación. Pero la crisis ecosocial no es como las demás
Esto me lleva a lo segundo: si no lo llamamos colapso, ¿cómo lo llamamos entonces? Probablemente la alternativa más a mano sea “crisis ecosocial”. Sin embargo, la idea de crisis conlleva la de provisionalidad y superación: las crisis son momentos de quiebre que abren las puertas a una nueva normalidad. A lo largo de nuestra vida pasamos por varias de ellas: las de lactancia, la de los dos años, la de la adolescencia, la de los cuarenta, la jubilación… Son hitos que recorremos entre tensiones, a veces con sufrimiento, a veces incluso con trauma, pero que acaban y nos arrojan a nuevas etapas. Sucede lo mismo en la vida social: ¿cuántas crisis económicas hemos experimentado desde los años ochenta hasta la fecha? En general, el capitalismo es un sistema experto en absorber este tipo de momentos y resurgir fortalecido. De hecho, hemos interiorizado la idea de crisis como una especie de ritual sacrificial por el que debemos pasar a la fuerza: un advenimiento cíclico inevitable, que exige sus víctimas –desempleo, inflación, privatizaciones, ampliación de la frontera extractiva, neocolonialismo–, pero que inaugura nuevos ciclos de “crecimiento”. La cuestión, sin embargo, es que la crisis ecológica no es como las demás. Hay muchas razones por las que esto es así, pero me detendré en dos de ellas.
Para empezar, la crisis ecológica ya ocurrió. No es algo que esté por venir, sino que llevamos un tiempo sintiendo sus efectos. O sea, que ya superamos el punto de inflexión y accedimos a una nueva normalidad. Lo que ocurre es que esta “nueva normalidad” no es estable, como se le presumiría a un periodo de esta índole. Y no es estable porque, lejos de movernos en un plano histórico humano, nos movemos en un plano histórico geológico. La humanidad ha sufrido infinidad de crisis a lo largo de su historia. Algunas han sido terribles. Varias de ellas, además, han estado motivadas por fenómenos ambientales extremos: hambrunas que han conducido a guerras, sequías que han llevado a la desaparición de civilizaciones… Sin embargo, ninguno de estos estragos ha implicado un socavamiento de los ciclos planetarios. No por casualidad, buena parte de la comunidad científica considera que hemos abandonado la era del Holoceno. En ese sentido, la idea de crisis se queda corta para describir lo que sucede. Vivimos una crisis, desde luego, pero no solo de las comunidades humanas que poblamos la faz de la tierra, sino del planeta mismo y, con él, de todas las especies que lo habitan. Esa duplicidad del fenómeno, humana y a la vez biogeofísica, hace que la nueva normalidad sea incierta y que no nos garantice el periodo relativamente estable que toda fase “normal” debería asegurar. Pensémoslo así: una normalidad que no es normal, sino que puede propiciar calamidades climáticas inesperadas en cualquier momento; una normalidad que, por tanto, consiste en una crisis potencial permanente… ¿No sería mejor llamar a esto colapso?
Además, la idea de crisis resulta pobre para describir la complejidad de los procesos que están en marcha. Estamos ante muy diferentes alarmas: del clima, de la biodiversidad, de energía, de refugiados, del sistema económico... De nuevo, el descriptor de “crisis ecosocial” puede resultar útil, pero carece de la fuerza simbólica que tiene la noción de “colapso”. Las crisis, en general, suelen predicarse de un único orden de cosas: de deuda, de inflación, de un gobierno, de una industria, de una tecnología… Es verdad que estos procesos históricos suelen involucrar mutaciones en varios planos, pero, al menos hasta ahora, no incluían a la biosfera en su conjunto, ni habían abarcado una cantidad tal de variables. En este sentido, me parece que, por pura precisión conceptual, vale la pena emplear otra palabra: una transformación tan sistémica, que está provocando la sexta extinción masiva en la historia del planeta, y que ha llegado a alterar los mismísimos ciclos climáticos, no es como otras anteriores. Es una crisis de crisis. Por eso es mejor verlo como un colapso, porque aglutina, como en un vórtice, numerosos procesos que se retroalimentan entre sí y que corren el riesgo de provocar una gran conflagración.
Incluso entre quienes piensan que el ecologismo incurre en extremismos, escucho a veces decir: “Vaya planeta os hemos dejado”
En esto, el colapso también se diferencia de convulsiones históricas precedentes, que siempre han contenido, incluso en sus momentos más oscuros, una convicción soterrada, aunque a veces débil, de que al final escampará tras la tormenta. El colapso ecosocial, en cambio, no facilita vislumbrar esa luz en el horizonte. Y es comprensible que así sea, porque la sensación de que hemos alterado la biosfera de manera irreversible ha sido ya interiorizada. Incluso entre los no muy conscientes, entre quienes piensan que el ecologismo incurre en extremismos, escucho a veces decir: “Vaya planeta os hemos dejado”, o frases semejantes. Esa percepción de irreversibilidad es la que hace que podamos describir la situación en términos de colapso. El hecho de que exista una sensación de fracaso o de derrota no es algo que podamos conjurar mediante la renuncia a la palabra. Por mucho que la evitemos, el planeta dañado seguirá ahí, y la necesidad de repararlo, aunque no podamos retrotraerlo a una etapa anterior, no se habrá ido a ninguna parte. ¿O es que dejaríamos de curar las heridas de alguien que ha perdido un brazo o una pierna, por el hecho de que ya no pudiera volver a usar esas extremidades?
Al contrario: me parece más eficaz, en clave estratégica, ser claro y firme en el diagnóstico, a la vez que esperanzado en que pueden existir futuros justos y más bellos. Serán futuros más calurosos, seguramente más secos y quizá algo imprevisibles, pero quizá más felices, más comunitarios, más ociosos, menos frenéticos, menos tóxicos. Colapso viene de “collapsus”, derivado de “collabor”, que significa caer, resbalar. Así que colapsar es caer, perder pie. Pues eso: nos hemos resbalado y nos estamos precipitando. Aunque eso sea inapelable, está en nuestras manos evitar desplomarnos de bruces. Pongamos las manos por delante y levantémonos a continuación. No sé si nosotros nos lo merecemos, pero nuestros hijos seguro que sí. Parece difícil verlo, pero puede haber paz después de la tormenta.
Hay altas probabilidades de que este año lleguemos al umbral de 1,5º de calentamiento planetario respecto a la temperatura media anterior a la era...
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Luis Lloredo Alix
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