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En el Canto II de La Ilíada se produce un prodigio sobrecogedor. Todo empieza con el Canto un tanto avanzado, cuando “Agamenón, rey de los hombres, inmoló un pingüe buey de cinco años”, y llamó a un selecto grupo de líderes aqueos a su tienda. “Primeramente a Néstor y al rey Idomeneo, luego a entrambos Ayantes y al hijo de Tideo, y en sexto lugar a Odiseo, igual a Zeus en Prudencia. Espontáneamente se presentó Menelao, valiente en la pelea, pues sabía lo que su hermano (Agamenón) estaba preparando”. Una vez reunidos, Agamenón clama a Zeus por la destrucción inmediata de Troya, que no se produce. Tendrán que luchar, consecuentemente. Los reunidos cocinan entonces, con sus propias manos, el buey sacrificado. Y lo comen. Cuando están hartos de comida y de bebida, Néstor toma la palabra. Exige no perder más tiempo, reunir al ejército y recorrer su cabecera, “para promover cuando antes un vivo combate”. Y eso es lo que hacen. Agamenón “y los reyes, alumnos de Zeus”, salen de la tienda y, para insuflar ánimo a la tropa, recorren el campamento, flanqueados por “Atenea, la de ojos de lechuza”. A su paso acuden los soldados, alegres, curiosos y progresivamente excitados. Su gran número y su movimiento dinámico y magnético protagonizan una imagen fantástica, que alude a la masa: “Cuando el voraz fuego se propaga por la vasta selva en la cumbre de un monte, así el brillo de las broncíneas armaduras de los que se ponían en marcha llegaba al cielo a través del éter”. Son, en fin, muchos. Incalculables, “como enjambres de moscas que en la primaveral estación vuelan agrupadas por el establo del pastor, cuando la leche llena los tarros”. Esas imágenes que ensayan explicar la multitud se van repitiendo. Si bien son bellas y efectivas, no son originales. Parecen querer aludir a exageraciones de otras literaturas anteriores, cuando un personaje vivía miles de años, o un ejército estaba compuesto por millones de soldados. La originalidad, el prodigio aludido, se produce, precisamente, ahora, cuando en La Ilíada se rechaza, por primera vez, ese acceso a la mentira, a lo no cierto. El narrador decide, de pronto, que un ejército tan formidable y único en el tiempo debe ser enumerado con cada uno de los nombres propios de sus integrantes. Lo que es imposible. Son un número tan formidable que solo las Musas pueden recordar, y eso ya es mucho, el nombre de los líderes de este grupo descomunal. El narrador, en ese momento, cede la voz a las Musas, o se deja poseer por ellas, pues solo las Musas “lo presenciáis y conocéis todo, mientras que nosotros oímos tan solo la fama y la nada”. Lo que viene a continuación no es, por tanto, ni la fama –ese rumor, esa leyenda–, ni la nada –el vacío, la anécdota–. Lo que viene a continuación es, ni más ni menos, una primera vez, absoluta, en la literatura y en la vida de los humanos. Se trata de algo que nunca antes se había producido en su luminosidad y efectividad. Un listado. Un simple listado. El primer listado de la historia. El primer intento –exitoso, diría– de ser objetivo, de explicar la realidad junto a ella. El triunfo, por tanto, de la razón sobre el lenguaje, que queda seriamente limitado. Todo eso se produce a lo largo de un largo fragmento, que se ha llamado El catálogo de las naves, y que empieza así: “Mandaban a los beocios Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio”. Y que finaliza varias páginas después, enumerando que “Sarpedón y el eximio Glauco mandaban a los licios, que procedían de la remota Licia, la ribera del voraginoso Janto”. Es la enumeración de 29 contingentes, especificando la región de la que proviene cada uno, el número de caudillos de cada una de esas regiones y el número de naves enviadas. En total, suman 1.186 naves. Y centenares de líderes, de nombres propios, el grueso de los cuales no volverá a aparecer otra vez en La Ilíada. Tan solo han aparecido un instante, para demostrar que existieron, por lo que La Ilíada existió, mucho antes de ser literatura y existir, efectivamente, para siempre.
El Canto II es un no-mentirás operativo, largo y hermoso, en el que la verdad, desde entonces y hasta hace poco, no es un dogma, sino que resulta ser lo más rico y agradable, lo preferible. Es la prueba de que, desde hace miles de años, disponíamos de la capacidad y el conocimiento para discernir entre lo más cierto, lo menos cierto y la sombra de la sombra de lo cierto, que solo es “la fama y la nada”, que quedan definidas como aquello que “tan solo oímos”, es decir, aquello, por lo mismo, de lo que todo el mundo habla constantemente. El texto es la prueba más antigua, precisamente, de la existencia de “la fama y la nada”, ese ruido, hoy difícil, tal vez imposible, de silenciar. Sin capacidad de acallarlo, las imágenes bellísimas, coloridas, espectaculares de la masa, que dibuja Homero, son, sencillamente, espeluznantes, como ya habrás visto, a estas alturas, con tus propios ojos.
En el Canto II de La Ilíada se produce un prodigio sobrecogedor. Todo empieza con el Canto un tanto avanzado, cuando “Agamenón, rey de los hombres, inmoló un pingüe buey de cinco años”, y llamó a un selecto grupo de líderes aqueos a su tienda. “Primeramente a Néstor y al rey Idomeneo, luego a...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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