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El monumento a George Washington empezó a proyectarse inmediatamente después de la muerte del expresidente, en 1799. Pero se empezó a construir mucho más tarde, en 1848. Tardó casi 30 años en ser finalizado, un retraso originado por la falta de fondos como consecuencia de la Guerra de Secesión. Una vez concluido, en 1884, supuso la edificación humana más alta del mundo. Y lo siguió siendo brevemente, durante cinco años, hasta la finalización de la Torre Eiffel. El monumento, y esto es muy importante, al punto de que he empezado a escribir estas líneas para hablar de ello, está culminado por una pequeña pirámide metálica. Esa pirámide fue una decisión polémica y que, sin duda, encareció sobremanera la obra. Se trata de una estructura construida con un mineral recientemente descubierto en aquel momento, denominado aluminio. Si bien es el tercer elemento más común que se puede encontrar en la corteza terrestre, fue aislado, por primera vez, en el año 1825, por el físico danés Hans Cristian Ørsted, que consiguió unas primeras, costosas y pobres muestras. En la Exposición Universal de 1855, en París, fue expuesto un lingote del novedoso, y caro, aluminio, junto a las joyas imperiales de Francia, para provocar la impresión de que se trataba de una joya imperial más. Ese mismo año, Napoleón III hizo pública su intención de adquirir una cubertería, para grandes banquetes oficiales, hecha íntegramente en aluminio. Se consideró que aquello era una exhibición de riqueza desmesurada y de mal gusto. Y, en efecto, hubiera sido más barata una cubertería de platino, o con diamantes incrustados. En todo caso, no había ningún material similar al aluminio. Era dúctil, ligero, inoxidable, novedoso, moderno. Y carísimo, como nada más en todo el mundo. En la decisión de acabar el monumento a Washington con aluminio pesaba la idea de hacerlo con el material más caro y preciado del mundo, a modo de costoso homenaje a Washington. Pero también se sumaba otro factor y mensaje. En tanto que estable e invariable al agua, al oxígeno y a la oscilación de temperaturas, esa pirámide de aluminio se calculaba como eterna. Y, en efecto, si bien no es eterna, pues no existe lo eterno, en tanto que ni tan solo la palabra eterno es eterna, se calcula que, aún hoy, esa pirámide sería el último vestigio humano en desaparecer de la faz de la Tierra, en el caso de que los humanos y sus civilizaciones desaparecieran. Si eso sucediera, dentro de millones de años, las marismas que fueron desecadas, volverían a ocupar lo que hoy es la ciudad de Washington. El agua y la inclemencia no tardarían en dañar y derribar el monolito, claro. Pero en algún punto de esas aguas, sumergido, envuelto por algas, inalterable, la pirámide de aluminio sería el último vestigio, una vez desaparecidos todos los demás en todo el planeta, de la especie humana. Y ese último vestigio seguiría honrando, todo lo eterno de la palabra eterno, y aunque nadie ya lo supiera, la figura de George Washington.
Pero en 1886, tan solo dos años después de la inauguración del monumento, el francés Paul Héroult y el norteamericano Charles Hall patentaron un proceso de obtención de aluminio denominado Hall-Héroult, que aumentó masivamente su producción, y que redujo, de forma vertiginosa, su precio, hasta caer por los suelos. Si en 1882 se producían, en todo el mundo, menos de dos toneladas de aluminio, en 1900 se producían cerca de 7.000. Hoy son más de 33 millones de toneladas. El aluminio no vale nada. Como en el siglo XIX, en el siglo XXI una cubertería de aluminio sigue siendo, por otras razones, algo de mal gusto. Aquella pirámide, programada para ser el último vestigio, la última obra de los humanos en desaparecer, sigue siendo el objeto destinado a superarnos y a ser nuestra última y única obra. Pero no es ya un tesoro, sino que se trata, básicamente, de algo sin valor en absoluto. Quincalla. Chatarra, todo lo eterna que puede ser la palabra eterno, y por la que ser recordado por nadie cuando ya no haya nadie.
El monumento a George Washington empezó a proyectarse inmediatamente después de la muerte del expresidente, en 1799. Pero se empezó a construir mucho más tarde, en 1848. Tardó casi 30 años en ser finalizado, un retraso originado por la falta de fondos como consecuencia de la Guerra de Secesión. Una vez concluido,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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