IMPERIALISMO
El regalo de Navidad que sigue dando de sí
Del mismo modo que Brézhnev invadió países “socialistas” para preservar el socialismo, EEUU está usando el poder militar y económico para imponer su sistema político, y no le está funcionando mejor que a él
Jack F. Matlock Jr. 3/03/2024
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El 24 de diciembre de 1989, Ivan Aboimov, viceministro soviético de Asuntos Exteriores, me anunció en nombre del Gobierno soviético: “Les entregamos la doctrina Brézhnev con nuestros mejores deseos. Tómenlo como un regalo de Navidad”.
Hoy, unos treinta y cuatro años después, me dispongo a explicar en qué consistía la doctrina Brézhnev, cuáles fueron las circunstancias en las que la transfirieron y por qué creo que ese regalo ha permeado la política exterior estadounidense hasta nuestro presente.
La doctrina Brézhnev
La doctrina Brézhnev defendía que los países “socialistas” (en los que regía el comunismo) tenían el derecho y el deber de intervenir en cualquier país cuyo gobierno “socialista” estuviese amenazado. El concepto se desarrolló después de que la Unión Soviética invadiese Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, y se basaba en la idea de que el “socialismo” era una fase ineludible del desarrollo humano y que, de verse amenazado en un país, otros Estados “socialistas” tenían el deber de intervenir para protegerlo. Karl Marx había previsto que el “proletariado” se rebelaría contra la “burguesía” dominante y, por medio de la dictadura, desarrollaría una sociedad socialista que evolucionaría del socialismo (a cada cual según su aporte) al comunismo (a cada cual según sus necesidades). Los Estados “socialistas” no lograron afianzar el comunismo, pero estuvieron bajo el dominio de la Unión Soviética, gobernada por un partido cuyo nombre evocaba su objetivo: el Partido Comunista de la Unión Soviética.
Los Estados “socialistas” no lograron afianzar el comunismo, pero estuvieron bajo el dominio de la Unión Soviética
Las circunstancias
Para la política internacional, diciembre de 1989 empezó con la primera cumbre entre George H. W. Bush y Mijaíl Gorbachov, celebrada en un barco de pasajeros soviético en el puerto de Malta. (El mar revuelto había impedido llevar a cabo las reuniones planificadas en un destructor estadounidense anclado no muy lejos de ahí). Si bien se conocían, pues se habían encontrado varias veces cuando Bush era vicepresidente, esta era la primera vez que se reunían desde que era presidente. Para ambos, significaba el final de la Guerra Fría. En el anuncio conjunto, declararon que la Guerra Fría había terminado, que la URSS no intervendría en Europa del Este para obstaculizar los cambios políticos y que Estados Unidos no se “aprovecharía” de la moderación soviética. El presidente Bush reafirmó estos compromisos en una carta dirigida a Gorbachov que me pidieron que le entregase al regresar de Malta a Moscú.
George Bush (izquierda) y Mijaíl Gorbachov (derecha), durante una reunión oficial en Malta, diciembre de 1989. / Wikimedia Commons
El 16 de diciembre, se desató la violencia en Rumanía contra el régimen de Ceaucescu. Hasta entonces, la caída de los gobiernos soviéticos en Europa del Este había sido considerablemente pacífica. Gorbachov mantuvo su palabra y la Unión Soviética no intervino. De hecho, sus políticas favorecieron la transición del poder, ya que insistió en que los gobiernos comunistas de Europa del Este necesitaban una reforma y decidió no ayudar a mantenerlos en el poder. Recibió con agrado a los embajadores enviados por los nuevos gobiernos democráticos a Moscú para sustituir a los representantes de los Estados satélite gobernados por el comunismo. A finales de diciembre, Rumanía se había sumido en una revolución sangrienta.
Días después, el 20 de diciembre, Estados Unidos invadió Panamá para derrocar al dictador y narcotraficante Manuel Noriega, y la invasión se extendió durante todo el mes de enero. Según los datos de Wikipedia, dejó 516 víctimas panameñas (314 militares y 202 civiles) y 26 estadounidenses (23 militares y 3 civiles). Un precio bastante alto para arrestar a un capo de la droga que anteriormente había trabajado para la CIA.
El 23 de diciembre, recibí un telegrama del Departamento de Estado en el que me indicaban que debía solicitar una reunión con el viceministro Aboimov, responsable de Europa del Este, para conocer la valoración del Gobierno soviético sobre la situación en Rumanía. La reunión se concertó para las doce y media del día siguiente. Entretanto, el vicesecretario de Asuntos Políticos me llamó a través de la línea de teléfono segura que habíamos instalado hacía poco para que le trasladase un mensaje claro a Aboimov: si el Gobierno soviético estimaba necesario el uso de la fuerza militar en Rumanía –para sacar a la ciudadanía, por ejemplo–, el presidente Bush no lo consideraría una violación del acuerdo pactado en la reunión de Malta. Me advirtió que tuviese cuidado al transmitírselo; que no interpretasen que nuestra intención era propiciar la intervención. Le comenté que no veía la manera de enunciar ese mensaje sin que pareciese que queríamos propiciar la intervención; con todo, por supuesto, seguí sus órdenes.
Ya entonces me pregunté por qué no habían incluido esta petición en las instrucciones que recibí por escrito, pero asumí que el gabinete del secretario James Baker –o quizás, el propio James Baker– lo había planteado después de ocuparse de mi telegrama, supuestamente redactado y autorizado por la Oficina de Asuntos Europeos (EUR). En ese momento, –aunque debería– no se me ocurrió que, en realidad, algunos altos cargos de la Administración Bush tenían la esperanza de que el Gobierno soviético interviniese en Rumanía para “equilibrar” la opinión sobre el comportamiento apropiado en las respectivas esferas de influencia.
Cuando Aboimov me aseguró que la Unión Soviética no intervendría en Rumanía, no me sorprendió. Sí me sorprendió que recurriese al concepto “doctrina Brézhnev” para referirse a las prácticas soviéticas del pasado; aunque en Occidente era de uso frecuente, los funcionarios soviéticos no solían utilizar este término para describir sus políticas en Europa del Este. Acepté su respuesta como una salida inteligente y así se lo informé al Departamento de Estado. La revuelta en Rumanía finalizó el día después de la reunión con la captura y ejecución de Ceaucescu.
Yo no tenía ni idea de que la invasión de Panamá se dilataría un mes más ni de que provocaría tantas víctimas. Creía que se trataba de una acción aislada que se había llevado a cabo porque, mientras Noriega ostentase el poder, era poco probable que el Senado de Estados Unidos fuera a ratificar el Tratado del Canal de Panamá. La votación era inminente y el porvenir de nuestras relaciones con los países vecinos de Latinoamérica dependía de la ratificación.
No me imaginé que el Gobierno estadounidense adoptaría la intervención militar como instrumento de preferencia
Por aquel momento, no me imaginé que el Gobierno estadounidense adoptaría la intervención militar como instrumento de preferencia para promover la “democracia” en otros países. Al fin y al cabo, si, como afirmó Lincoln, la democracia es el gobierno de, para y por el pueblo, ¿cómo va a fundarla un intruso? Es más probable que la intervención abierta en la política de otro país desencadene un efecto bumerán y refuerce los poderes autocráticos, con el argumento de que los poderes democráticos actúan como agentes de los adversarios o –aún peor– los enemigos extranjeros.
De la doctrina Brézhnev al “orden liberal internacional”
Marx sostenía que el comunismo era el futuro inevitable de la humanidad y, en consecuencia, tratar de favorecerlo solo implicaba obrar de acuerdo con el curso de la historia. A mediados de los años 80, los líderes soviéticos seguían aferrados a esa convicción. La primera vez que el presidente Ronald Reagan se reunió con el ministro de Asuntos Exteriores soviético Andrei Gromyko, le preguntó si creía en la idea de un Estado comunista mundial. Este le respondió que sí, como también creía que, a la mañana siguiente, el sol saldría por el este: para ello, la ayuda soviética era innecesaria. (No aclaró que ayudar no tiene nada de malo, pero probablemente lo pensó.)
Tiempo después, la primera vez que Reagan se reunió con Gorbachov, criticó el apoyo soviético a los movimientos revolucionarios en África y Latinoamérica. Gorbachov explicó que la Unión Soviética actuaba en consonancia con la inevitable descolonización de estas áreas y que Estados Unidos tenía que entender que así era el futuro. De hecho, le aconsejó que se acostumbrase: deje de lamentarse, porque, irremediablemente, va a suceder.
Para finales de 1988, había cambiado de parecer. En un discurso pronunciado ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre, Gorbachov afirmó que la política soviética se fundamentaría en “el interés común de la humanidad”. Esta declaración refutaba de forma implícita pero contundente el principio marxista de la “lucha de clases”, el pilar sobre el que se había construido la política exterior soviética, incluida la doctrina Brézhnev. Gorbachov demostró que ese giro ideológico era genuino al no intentar frustrar las revoluciones democráticas que emergieron en 1989 en Europa del Este. Por eso, cuando Aboimov me entregó el regalo, la doctrina Brézhnev ya estaba disponible para transferir.
La Unión Soviética pasó a la historia el 25 de diciembre de 1991, cuando Gorbachov anunció que renunciaba a sus funciones como presidente y descolgaron la bandera roja soviética del Kremlin para izar la rusa tricolor. A raíz de este acontecimiento, se asumieron tres presupuestos cuestionables de forma generalizada: (1) que Estados Unidos u Occidente “ganó” la Guerra Fría, (2) que la presión de Occidente provocó el colapso de la Unión Soviética y (3) que Rusia era un actor derrotado.
De haber analizado todos los hechos con más detenimiento, otras serían las conclusiones: (1) que las negociaciones pusieron fin a la Guerra Fría cuando el líder soviético renunció a las mismas políticas que la habían detonado, y que Estados Unidos y la OTAN tenían tanto interés en que finalizase como la Unión Soviética; (2) que la Unión Soviética colapsó debido a las presiones internas, no a las presiones externas de Estados Unidos y la OTAN; y (3) que Boris Yeltsin, el presidente electo de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, declaró la independencia de Rusia y orquestó el colapso de la URSS.
Los presidentes de once antiguas repúblicas soviéticas, durante la firma del protocolo de establecimiento de la comunidad de Estados independientes, diciembre de 1991. / Wikimedia Commons
Esto ocurrió en el lapso de pocos meses en 1991. La Administración Bush esperaba que Gorbachov lograse preservar una unión voluntaria que solo excluyese a los tres países bálticos. En su discurso ante la Rada Suprema de Ucrania el 1 de agosto de 1991, Bush recomendó a los ucranianos –e, implícitamente, al resto de las repúblicas soviéticas no incluidas entre los Estados bálticos– que integrasen una unión voluntaria como había propuesto Gorbachov y que evitasen el “nacionalismo suicida”.
Así pues, el colapso definitivo de la URSS en diciembre de 1991 fue una derrota de la política estadounidense de entonces, no una victoria como luego reivindicaría y creería la mayoría, tanto en Estados Unidos como en Europa.
* * *
Tras el colapso soviético, los neoconservadores estadounidenses –que habían asegurado que la negociación con la URSS sería estéril– pregonaban de repente que la única “superpotencia” que había sobrevivido era Estados Unidos; por tanto, si la política mundial antes era “bipolar”, ya que estaba bajo el control de Estados Unidos y la URSS, ahora había pasado a ser ”unipolar”, controlada solo por Estados Unidos. La única incógnita en esos círculos era si la “unipolaridad” sería un estado permanente o meramente temporal, un “momento unipolar”, como lo designaban algunos.
Esta interpretación presentaba al menos dos problemas: el poder militar servía para destruir, pero apenas tenía utilidad si de construir algo nuevo se trataba; y las amenazas militares a otro país solían impulsar mucho más el autoritarismo que la democracia.
Las amenazas militares a otro país solían impulsar mucho más el autoritarismo que la democracia
En 1993, Francis Fukuyama, un politólogo que trabajó durante un tiempo en el gabinete de Planificación de Políticas del Departamento de Estado, contribuyó con otro elemento fundacional a lo que terminó denominándose “orden liberal internacional” en una obra muy citada titulada El fin de la historia y el último hombre y publicada en ese año:
“Lo que podríamos estar presenciando no es solamente el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.
Que el sistema vigente podría ser “la forma final de gobierno humano” era una afirmación sobrecogedora no respaldada por absolutamente ningún hecho histórico; una predicción tan poco realista como la de Karl Marx acerca de la revolución del proletariado y cómo esta traería un mundo sin competencia entre clases, coacción gubernamental y enfrentamientos. Con todo, desembocó en la presunción de que Estados Unidos podía usar su poder militar y económico para transformar otras sociedades en democracias con economías capitalistas que vivirían en paz.
El objetivo dio en llamarse “orden liberal internacional”. Presten atención a las semejanzas:
DOCTRINA BRÉZHNEV
Capacidad y deber de la URSS y de sus aliados de propagar el “socialismo” y defenderlo de las amenazas internas o externas.
ORDEN LIBERAL INTERNACIONAL
Capacidad y deber de EEUU y de sus aliados de propagar la “democracia” y defenderla de las amenazas internas o externas.
Es curioso cómo, en ambos casos, ni los promotores de la doctrina Brézhnev ni del orden liberal internacional definieron explícitamente a qué se referían con “socialismo” y “democracia”. En la práctica, para ellos solo las naciones-Estado bajo su dominio cumplían los requisitos.
¿Del fin de la Guerra Fría a la guerra caliente?
A principios de los años 90, parecía que el mundo se abocaba a un período –o incluso un futuro– pacífico entre las naciones más importantes. Existían algunos conflictos, y en algunos de ellos se cometían verdaderas atrocidades, pero eran conflictos locales y todo apuntaba a que se atenuarían o incluso se resolverían sin que Estados Unidos interviniese de manera directa en ninguno de los bandos. El propio país norteamericano, prácticamente inmune a los ataques de otros Estados, tenía la oportunidad de desarrollar un sistema de seguridad basado en la cooperación entre los principales países. No obstante, en demasiadas ocasiones eligió la hegemonía por encima de la cooperación, tal y como había hecho la Unión Soviética en Europa del Este durante su apogeo.
Pues bien, el regalo de Aboimov sigue dando de sí y voy a demostrar por qué. Cabe señalar que los ejemplos que comento a continuación provienen de contextos de alta complejidad y, para comprenderlos íntegramente, requerirían un análisis y un debate mucho más profundos. Eso sí, todos comparten un denominador común: Estados Unidos intenta recurrir a la fuerza militar o al poder económico para favorecer a uno de los bandos en enfrentamientos que solo se pueden resolver por la vía diplomática y asumiendo compromisos.
Europa
Con el final de la Guerra Fría y el colapso soviético, Europa necesitaba un sistema de seguridad que salvase la brecha entre Europa del Este y Europa Occidental y garantizase la seguridad de todos. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos había insistido –y con gran acierto– en que Francia y Alemania enterrasen el hacha de guerra y empezasen a tender puentes en vez de dividir Europa Occidental. Era un requisito implícito, pero efectivo, de la ayuda económica que brindaría el Plan Marshall.
Placa conmemorativa del 50 aniversario del Plan Marshall situada en la calle de Rivoli, en París. / Wikimedia Commons
En los años 90, el cometido de Europa consistía en integrar a Rusia y los Estados sucesores de la Unión Soviética en un sistema de seguridad común con el objetivo de llevar a cabo la ardua tarea de convertir sus economías planificadas controladas por el Estado en economías de mercado. Al hacerlo, podían negociar las relaciones económicas con la Unión Europea como grupo y planificar el desarrollo paulatino de un mercado común. Estados Unidos no apoyó este proceso, sino que procuró que las repúblicas exsoviéticas quedasen fuera de la órbita de influencia rusa.
En cuanto al ámbito de la seguridad, desde finales de la década de los 90, todos los gobiernos que se sucedieron en la Casa Blanca incorporaron nuevos miembros a la OTAN, en cuyos territorios empezaron a colocar bases militares. Clinton y su sucesor fracasaron en el intento de proseguir el desarme nuclear y, durante el segundo mandato de Bush, Estados Unidos empezó a retirarse de los acuerdos de control de armamento que habían detenido la carrera de armamento nuclear y permitido el final de la Guerra Fría. Este proceso continuó hasta que Rusia suspendió el único acuerdo de control de armamento nuclear que quedaba vigente (New Start) tras invadir Ucrania.
En Europa, se inicia el tercer año de guerra en Ucrania, una guerra que podría haberse evitado si Estados Unidos estuviera dispuesto a garantizar que Ucrania no se adherirá a la OTAN. Lejos de eso, el país norteamericano y sus aliados de la OTAN tratan de ahogar económicamente a Rusia con sanciones tan severas que, por lo general, solo se permitirían de haber una declaración oficial de guerra. Mientras tanto, la mera existencia de Ucrania como nación independiente y soberana está en peligro y son muy pocas las barreras que podrían llegar a obstaculizar el uso de armas nucleares si se dilata la guerra.
Oriente Medio
También hay una guerra en curso en la región que tradicionalmente conocemos como Oriente Medio: Israel sigue atacando Gaza, donde lleva décadas reteniendo a los palestinos en una cárcel a cielo abierto, muchos de ellos refugiados del propio Israel. Una guerra de este calibre encierra las características de un genocidio, pues el propósito israelí, como ha reconocido públicamente, es erradicar o expulsar a la población palestina de su hogar histórico. Aunque Estados Unidos no haya iniciado esta guerra, podría haberse evitado con una actuación diplomática diferente. En los años 90, la diplomacia discreta de Noruega estuvo a punto de posibilitar un acuerdo entre el Gobierno israelí y los líderes palestinos que permitiría la creación de dos Estados en la zona palestina, uno judío y otro palestino. Al final, el acuerdo fracasó y, a pesar de la oposición y las advertencias de Estados Unidos, Israel siguió incrementando la presencia judía en la Cisjordania ocupada para asediar a más de dos millones de personas palestinas en la estrecha Franja de Gaza y atacar a sus vecinos cuando aprecia amenazas –a menudo, erróneamente– en contravención del derecho internacional.
Aunque EEUU no haya iniciado esta guerra, podría haberse evitado con una actuación diplomática diferente
Con respecto al resto de Oriente Medio y los territorios limítrofes, Estados Unidos ha empezado o participado en al menos tres guerras a gran escala y en múltiples intervenciones militares. Desde el año 2000, ha invadido y ocupado Afganistán (temporalmente), Irak (donde destruimos por completo al Gobierno y propiciamos el impulso de las fuerzas terroristas contra las que, en teoría, estábamos luchando) y Siria (donde intervinimos sin que el Gobierno –que reconocíamos– lo solicitase y, en parte, con el objetivo de derrocarlo). Durante décadas, impusimos sanciones económicas de gran alcance contra Irán y, después de que la Administración Obama participase en un acuerdo multilateral para evitar la adquisición iraní de armas nucleares, el presidente Trump abandonó el tratado. Si bien Joseph Biden, siendo candidato a la presidencia, prometió retornar al acuerdo nuclear, tras asumir el cargo no cumplió con su promesa.
A mediados del pasado enero, Oriente Medio y las zonas adyacentes parecían un barril de pólvora gigante a punto de explotar (cabe destacar los recientes intercambios militares entre Irán y Pakistán, un país que dispone de armas nucleares). Los ataques desde Adén ponen en riesgo el tráfico marítimo en el mar Rojo, la mayoría de los países árabes y una gran cantidad de países musulmanes no árabes están enfurecidos ante la brutal limpieza étnica de la Cisjordania palestina ocupada y lo que consideran un genocidio en Gaza, y continúan los intercambios de misiles entre Líbano y Siria de un lado e Israel del otro.
No es que Estados Unidos haya provocado toda esta violencia. En algunos casos sí (la invasión de Irak), pero, en otros, no fue el principal agresor. Con todo y eso, Israel no podría seguir golpeando a la población atrapada de Gaza hasta exterminarla si Estados Unidos se negase a proveer la artillería. En el mismo orden de ideas, el resto de los conflictos podrían haberse frenado o evitado si, en vez de arrojarse a la fuerza militar, Estados Unidos hubiera utilizado su influencia para apaciguar los enfrentamientos territoriales y doctrinales o tratar de que no se propagasen fuera del ámbito local.
Asia Oriental
Desde que finalizó la Guerra Fría, China ha logrado avances sin precedentes en lo que a cubrir las necesidades básicas de su población se refiere. A pesar de su aparente rechazo a la “democracia” con la represión de las protestas de la plaza de Tiananmén en 1989, el Partido Comunista chino empezó a fomentar el desarrollo capitalista a lo grande. Y lo hizo sin perder el control total del poder, a diferencia de la experiencia del Partido Comunista de la Unión Soviética cuando su líder, en un intento por democratizar el sistema, lo perdió. El resultado fue espectacular: desde principios de la década de los 90 hasta 2020 (cuando empezó la pandemia de la covid), China probablemente fijó un nuevo récord mundial: lograr mejorar más la vida de la mayoría de la población en el período más corto de tiempo. Ocurrió sin elecciones libres y competitivas ni simulacros de democracia “al estilo occidental”.
Ahora, en manos del líder Xi Jinping, ha arrestado a disidentes políticos, llamado al orden a capitalistas de alto nivel, restringido la libertad electoral de Hong Kong y trasladado a miembros de la minoría uigur de Xinjiang a campos de “reeducación”. Acontecimientos lamentables que afectarán a la calidad de vida de muchas personas, pero que solo la ciudadanía china puede revertir o modificar. La desaprobación del Gobierno estadounidense no resolverá nada, sobre todo si va acompañada de políticas diseñadas para “frenar a China” o entorpecer su desarrollo económico.
De todas formas, es poco probable que la política económica estadounidense per se genere un conflicto armado con China. El peligro radica en las políticas y las acciones de Estados Unidos, que, a ojos del Gobierno chino, amenazan la seguridad o la dignidad nacional del país, o el estatus que ha consolidado en la región. Para China, es una provocación que Estados Unidos vigile sus costas por mar y aire y controle los canales navegables próximos. Asimismo, percibe el apoyo estadounidense a la independencia de Taiwán como una interferencia inadmisible en una batalla política interna.
Algunas figuras políticas destacadas y altos mandos militares estadounidenses instan a prepararse para una guerra con China en caso de que sea necesario defender a Taiwán. Por mucho que uno pueda admirar el progreso económico del pueblo taiwanés y simpatizar con su deseo de no estar bajo el control del Gobierno autocrático de Pekín, sería muy insensato, incluso una locura, que Estados Unidos se arriesgara a una guerra con China en defensa de Taiwán.
Consulado de los Estados Unidos en Taihoku, Taiwán. / Wikimedia Commons
Aunque, en líneas generales, Estados Unidos dispone de una infraestructura militar mucho más contundente, el ejército, las fuerzas aéreas y la marina que China ha desarrollado son modernos y cada vez cuentan con más armas nucleares. China no puede competir contra Estados Unidos como potencia hegemónica mundial como algunos parecen temer, pero es sumamente sensible a los intentos externos de limitar su soberanía; en el siglo XIX y a principios del siglo XX fue repartida por imperialistas occidentales, y en el siglo XX fue invadida por Japón. Casi con certeza, se impondría en la región de haber un conflicto cerca de sus fronteras; y si decidiese usar armas nucleares contra la flota estadounidense en el estrecho de Taiwán, ¿cómo podría contraatacar Estados Unidos sin poner en peligro su propio territorio?
El denominador común
He citado solo algunos ejemplos de la intervención militar de Estados Unidos en conflictos lejanos que no amenazaban la seguridad o el bienestar del pueblo estadounidense. Al igual que la URSS apoyó revoluciones para instaurar el “socialismo” e intervenciones militares en otros países para preservarlo (doctrina Brézhnev), Estados Unidos ha justificado su actividad militar en el extranjero argumentando que era necesaria para instituir, apoyar y defender eso que llama ”democracia”.
¿Cómo puede ser que EEUU y sus aliados de la OTAN desatasen una guerra no declarada bombardeando Serbia en 1999?
Llegados a este punto, surgen múltiples preguntas. Aquí planteo unas cuantas –algunas básicas y, al menos, una baladí– elegidas casi al azar:
Si, en un orden liberal internacional (a veces denominado “orden basado en las normas”), un país no invade a otro ni entra en guerra contra otro a menos que este lo ataque o el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas lo autorice, ¿cómo puede ser que Estados Unidos y sus aliados de la OTAN desatasen una guerra no declarada bombardeando Serbia en 1999? Poco después, Estados Unidos, junto con Gran Bretaña y unos cuantos Estados más, lanzaron una ofensiva aún más flagrante: invadieron y ocuparon Irak, derribaron su Gobierno y justificaron su acción en la afirmación falsa de que el país iraquí guardaba ilegalmente armas de destrucción masiva.
¿Cómo puede ser que Estados Unidos y la OTAN estén librando una guerra –que es de todo menos declarada– contra Rusia por invadir Ucrania, pero proporcionen armamento y encubrimiento político a Israel para que ejecute una campaña genocida contra los habitantes de Gaza?
¿El orden basado en las normas permite que un país invada a otro e intente derrocar a su líder? (Véase Siria).
¿Es aceptable que un país poderoso que ha infringido en más de una ocasión las reglas del orden liberal internacional asuma el rol de velar por que otros cumplan esas reglas que ha infringido, incluso hasta el punto de sostener una guerra económica contra un presunto agresor?
Si el objetivo de Estados Unidos es establecer y defender las democracias, ¿cómo puede ser que suministre armamento a Arabia Saudí, una de las últimas monarquías absolutas que quedan en el mundo?
Si la OTAN es aliada de las democracias, ¿cómo puede ser que Montenegro, una autocracia y uno de los países más corruptos del mundo, haya podido adherirse?
La lista podría seguir y seguir, pero la conclusión general es que, frente a toda la complejidad y la incertidumbre que caracterizan los conflictos de hoy en día, persiste un denominador común: la intervención militar de Estados Unidos para resolver conflictos entre países o dentro de ellos. Del mismo modo que Brézhnev invadió países “socialistas” para preservar el socialismo, el Gobierno estadounidense está tratando de usar el poder militar y económico para imponer su sistema político en el mundo, y lo cierto es que no le está funcionando mejor que a él. Ya es hora de que Estados Unidos deseche el regalo envenenado que el viceministro Aboimov me entregó aquella Nochebuena de 1989.
---------------------
Jack F. Matlock, Jr. es diplomático de carrera y ejerció como embajador de Estados Unidos en la Unión Soviética entre 1987 y 1991. Antes de eso, fue el director general de Asuntos Europeos y Soviéticos en el Consejo de Seguridad Nacional del presidente Reagan y embajador de Estados Unidos en Checoslovaquia entre 1981 y 1983. Después de retirarse de la diplomacia, trabajó como profesor en el Instituto de Estudios Avanzados, donde ocupó la cátedra Kennan. Ha escrito numerosos artículos y tres libros acerca de las negociaciones que pusieron fin a la Guerra Fría, la desintegración de la Unión Soviética y la política exterior estadounidense tras el fin de la Guerra Fría.
-------------------
Este texto se publicó originalmente en American Diplomacy.
Traducción de Cristina Marey Castro.
El 24 de diciembre de 1989, Ivan Aboimov, viceministro soviético de Asuntos Exteriores, me anunció en nombre del Gobierno soviético: “Les entregamos la doctrina Brézhnev con nuestros mejores deseos. Tómenlo como un regalo de Navidad”.
Autor >
Jack F. Matlock Jr.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí