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En los años 70 del siglo XX se realizaron ambiciosos experimentos, que pretendían discernir si los simios, tan parecidos genéticamente a nosotros, transportaban en su interior una suerte de universal lingüístico, que es como Chomsky denominaba a la innata capacidad humana para adquirir sistemas gramaticales. Se trataba de experimentos como el protagonizado por el chimpancé Nim Chimpsky –1973-2000–, que llegó a aprender unos 125 signos de ASL –el lenguaje de señas americano–, con los que pudo mantener una suerte de comunicación precaria, intermitente, sin gramática alguna, con humanos. El experimento con la chimpancé Washoe –1965-2007– fue, sin duda, algo más complejo y excitante. Tratada desde muy pronto como una persona, y no como un simio, Washoe aprendió más de 350 signos ASL. Y no solo eso, sino que enseñó algunos de ellos a otros chimpancés, con los que mantuvo diálogos. Llegó a decir frases como “tiempo comer”, con la que comunicaba que había llegado la hora de una ingesta. Pero también inventó palabras nuevas, no enseñadas por sus instructores, como la unión de la palabra “pájaro” y de la palabra “agua”, con la que aludía a un cisne. En lo que aún es más notorio llegó a dar muestras de su autopercepción a través del lenguaje, como en una ocasión en la que, al verse reflejada en un espejo, dijo: “Yo, Washoe”. Pero el experimento en este campo más espectacular y perplejo, es el realizado con la gorila Koko –1971-2018–, en la Universidad de Stanford. Koko llegó a aprender más de 1.000 signos ASL, y a comprender más de 2.000 palabras en inglés. Koko participó en diálogos más complejos, llegó también a inventar palabras –con las palabras “pulsera” y “dedo”, aludía a “anillo”–, y dio muestras de una conciencia de sí misma aún más elaborada, al hablar de sentimientos, de estados de ánimo propios. Pese a todo ello la comunidad científica está dividida actualmente ante esta experiencia. Algunos científicos creen que Koko, en efecto, llegó a dominar el uso del lenguaje, mientras que otros creen que nunca adquirió ese dominio, sino que aprendió a completar signos, porque se le recompensaba por ello con algún tipo de premio. Otros lingüistas creen que, simplemente, todo fue un fraude científico. Aunque puede ser que todas esas posibilidades –la posibilidad de disponer de una gramática, la posibilidad de disponer de una querencia sensible a las recompensas, o la posibilidad de participar en un fraude– se dieran sincrónicamente. Si eso fuera así, Koko no solo hubiera dado muestras de poseer algo parecido a un universal lingüístico, sino que hubiera poseído algo parecido a un universal humano. De hecho, he empezado a escribir de ello para hablar de esa posibilidad.
Entre los humanos es tan común utilizar, disponer de una gramática, que ese rasgo no nos llama la atención. Tampoco nos llama la atención el hecho de modular esa gramática, de utilizarla, para alcanzar algún tipo de recompensa. Es más, la recompensa puede ser la razón para usar una gramática. Los niños saben cómo pedir un caramelo, almacenado en un estante al que no tienen acceso. Y esa habilidad es aún mayor y más depurada en los adultos, que, a través del lenguaje, pueden obtener tesoros mayores, más intangibles y, por ello, más inaccesibles. Y esa capacidad de utilizar el lenguaje para acceder a grandes premios es aún mayor y más intensa en personas adultas que tienden a ejercer algún tipo de especialización en el lenguaje. Un periodista, un escritor, personas que en principio saben explicar un fenómeno de manera más exacta, concisa y depurada, poseen también la capacidad, notoria y muy convocada, para aplazar todo ello en beneficio de un premio –en ocasiones, literalmente, un premio–, omitiendo palabras o temas. Omitiendo, incluso, aquello que, aparentemente, explican. Mintiendo, elidiendo, o convirtiendo lo explicado –una vivencia, un fenómeno, una desgracia, una injusticia, un abuso–, en su contrario: algo somero, sentimental, la sombra de un hecho, la nada. Y, con todo ello, en efecto, se produce el fraude –a los humanos, no nos llama la atención ese fraude en el lenguaje, pues es cotidiano–, consistente en la más alta la traición al lenguaje: su aplazamiento, decir poco o nada, mientras el lenguaje simula, en efecto, la importancia y la singularidad.
Se ha de ser astuto, en fin, para hablar. O, lo que es más inquietante, si no terrorífico, se requiere de la astucia, no para hablar, no para decir, sino para ser escuchado, esa acción que no comporta que alguien diga algo. Koko, un gran simio, adquirió, muy posiblemente, un conocimiento del lenguaje humano muy superior al mío, un primate.
En los años 70 del siglo XX se realizaron ambiciosos experimentos, que pretendían discernir si los simios, tan parecidos genéticamente a nosotros, transportaban en su interior una suerte de universal lingüístico, que es como Chomsky denominaba a la innata capacidad humana para adquirir sistemas gramaticales. Se...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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