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El polvo es el nombre genérico para las partículas sólidas de un diámetro menor a los 300 micrómetros. El polvo son, así, fragmentos minúsculos de, no sé, suelo, tierra, piedras, arena, pero también de oro, de carbón, de lo que sea que desprenden dos espadas cuando chocan, de erupciones volcánicas, de explosiones en guerras ya olvidadas, o aún recordadas y dotadas, por ello, de algún tipo de sentido aparente. En ocasiones vemos el polvo en suspensión, a través de los rayos del sol. Como el fuego y el mar, es una visión placentera, hipnótica. Tal vez porque a través de los cilindros solares vemos, bailando en armonía, materiales que, antes de desgajarse, tenían nombre y, con él, sentido, si bien solo hoy y ahora, cuando tan solo son armonía y danza, han adquirido su mayor y más profundo sentido. El polvo, en fin, no deja de darnos buenos mensajes. Quizás esa es su función, en ausencia de otra. Lo que pocos saben es que el polvo doméstico es diferente a cualquier otro tipo de polvo. Sí, parte de él procede de los mismos puntos del azar de donde procede el polvo genérico, ese objeto que fue sólido antes de ser la lencería del aire desvelada en el sol y en la brisa. Pero posee otros componentes más perplejos que el simple polvo. Tanto es así que la mayor parte del polvo doméstico tiene otro origen, sumamente peculiar. Es, básicamente, dermis. Son partículas de piel que, simplemente, se desprendieron de un cuerpo y cayeron al abismo, por lo que, cuando las vemos, en el sol, vemos el abismo. O son lo que cae, lo que queda limado, gastado y en suspensión tras un beso, una caricia, una bofetada furiosa. Pueden ser trozos que se desprenden al decir adiós con una mano, o al quitarse la ropa interior con la velocidad que exige el deseo desmesurado, es decir, el deseo. Pueden ser trozos del interior del cuerpo, expulsados al susurrar o al gritar algo que, en su momento, resultó importante. Pero, si bien es todo eso, el polvo doméstico es, por todo ello, algo aún más complicado. No es necesariamente tuyo o de alguien que viva en tu propia casa. Pudo venir de otra casa, o de un mundo y época que desconocía las casas. Puede haber entrado a tu domicilio por las ventanas, por las cerraduras, en la ropa, en el interior de una carta, o atrapado en partículas de piel que, al llegar a la cocina, también murieron, abrazadas a ellas. Pueden ser, incluso, el único segmento, animado y en movimiento, de personas quietas y ya desaparecidas. Fragmentos de la muñeca que pintó un bisonte, un apóstol, a Venus. Pueden ser trozos de vencedores y de perdedores de todas las batallas y épocas. O tus antepasados, que te siguen a rebufo porque, privadas de inteligencia y decisión, a esas partículas tu olor o tu velocidad les resulta familiar. Pueden ser fragmentos de los senos de ella, suaves como nubes. La mesita de noche y sus libros, forrados del polvo que viene, se estaciona levemente, para seguir bailando en el aire, quizás está repleta de ella, porque todo el viento del mundo la atrae a mi lado. Las veo en los cilindros solares, bailando en armonía, junto a materiales y a fragmentos de millones y millones y millones de personas que, antes de desgajarse, tenían nombre y, con él, sentido, si bien solo hoy y ahora, cuando tan solo son armonía y danza, han adquirido su mayor y más profundo sentido. Son un vestigio de la fuerza arrolladora de la vida, incluso cuando concluye.
El polvo es el nombre genérico para las partículas sólidas de un diámetro menor a los 300 micrómetros. El polvo son, así, fragmentos minúsculos de, no sé, suelo, tierra, piedras, arena, pero también de oro, de carbón, de lo que sea que desprenden dos espadas cuando chocan, de erupciones volcánicas, de...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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