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Hace poco estuve recogiendo mis libros, almacenados en cajas, en la casa del padre por más de 20 años. Vaciar una casa es algo irreal, casi onírico, pues una casa, incluso cuando en verdad se vacía, nunca queda vacía. Mientras ordenaba y recopilaba y, en efecto, vaciaba todo aquel gran volumen de libros, me preguntaba cómo he podido vivir, escribir esas dos décadas, sin mis libros. Y me respondía, un tanto sorprendido, que con absoluta facilidad. Las más de las veces suplía todo ese volumen de páginas con suma rapidez, a través de Internet. En otras ocasiones, ante consultas más concretas y especializadas, conseguía sustituir el libro con consultas directas a especialistas. Somos, de hecho, libros. Por lo que se puede vivir sin libros, pero no sin nosotros. Y nos tenía a nosotros, en fin. Los libros desaparecidos en esos 20 años, que no se podían suplir de ninguna manera, eran, únicamente, fetiches o tesoros, rarezas bibliográficas. Como es el caso de un libro –sencillo, humilde, no costaría mucho reemplazarlo, si no fuera porque es imposible– que ahora, mientras escribo, veo a mis espaldas, reflejado en un espejo, a través de un ángulo extraño. Se trata de El Partido Republicano, de Álvaro de Albornoz, el que sería presidente del Consejo de Ministros de la República en el exilio, publicado en Madrid, pero sin fecha –supongo que poco después de 1931–, y en la misma editorial en la que se editó a Jardiel. No sé, no recuerdo cómo llegó ese libro a mí. En el libro, en todo caso, Albornoz crea una genealogía del republicanismo español hasta la Restauración. Omite el republicanismo católico, integrista, de la época de Felipe II. Un republicanismo religioso, teocrático, vertebrado en libros de clérigos y conectado, en breve, con el de Cromwell, en Inglaterra, y con el de Pau Claris, en Catalunya. Pero se detiene en el republicanismo inocente, desconocido, bello, del siglo XVIII. Alude al primer manifiesto republicano español –temprano, en 1789–, escrito por José Marchena, traductor influyente en aquel momento –suya es la primera traducción de El Contrato Social–. Y alude, como otros autores suelen hacer, a la Conspiración de San Blas –para muchos, el primer testimonio de actividad republicana en España; su lema es absolutamente conmovedor: libertad, igualdad y abundancia– un intento de golpe, republicano e inverosímil, en el Madrid de 1796, liderado por el mallorquín Juan Picornell, un ilustrado y, además, poseedor del tesoro de quien no tiene nada: una biografía única –tras la intentona fue condenado a la horca, de la que le libró la presión del embajador de la I República Francesa; desterrado al Virreinato de Nueva Granada, estuvo implicado en la creación de la primera república hispana, sumamente breve, en la actual Venezuela; su bandera, como siempre, era extraordinariamente hermosa y colorida, y hablaba de otras banderas, de otros mundos, no confirmados–. En otro momento, Albornoz cede la palabra al gaditano Alcalá Galiano, que habla, desde un libro suyo del XIX, de otra conjura republicana, aún más extraña y perpleja, producida aún un año antes, en 1795. He empezado a escribir estas líneas para hablar de este hecho olvidado y, de alguna manera, me parece, determinante.
En 1795, y en contacto con la I República Francesa –1792-1804–, existen, en todo el territorio, diversas juntas republicanas secretas, que trabajan en la discreción para alcanzar una república. El grueso de las energías de esos grupos se consume en debatir si la república será íbera o, como señala Alcalá Galiano, “iberina”, esto es, formada por la unión de los antiguos reinos peninsulares, convertidos en repúblicas, de alguna manera asociadas. Sorprendentemente, parece imponerse esa última posibilidad. Sobre aquella intentona gaseosa, improbable, solo queda clara la necesaria participación, para el éxito del intento, de la República francesa, que algunas Juntas, simplemente, esperaban. Literalmente. Esperaban, aguardaban, la llegada de un ejército francés, al que abrazarse, y con el que protagonizar una ceremonia cívica, en la que se proclamaría la igualdad. Esos soldados sucios y alegres, como saben, nunca llegaron. Pero no era de eso de lo que quería hablarles, sino de la decisión solitaria de una junta republicana de Madrid, “el centro de la ciencia de la monarquía”, formada por “jóvenes y señoras de la principal nobleza”, que llevó su espera de la República más lejos. La llevó casi a Francia. En carruajes, aquellos lectores de Rousseau, Voltaire, Montesquieu, aquellos usuarios de la gran y primera libertad descubierta en el siglo XVIII –la libertad del cuerpo, que se adquiere a través de la sexualización del placer– se trasladaron, juntos, hasta los Pirineos. A, sencillamente, esperar. De aquel grupo humano, del que no sabemos ningún nombre, solamente sabemos que estuvieron esperando la llegada de la República, varios días. Poco más.
Me los imagino esperando en un prado. En un prado pintado por Watteau, por Fragonard, o por otro pintor de ese XVIII. En el cuadro aparecería ese grupo humano jugando a perseguirse, y consagrado a su propia, densa y absoluta frivolidad. Todo en el cuadro sería, en efecto, frivolidad. Salvo la espera. Conozco esa espera, y la reconozco como mía. La he visto en muchas partes. Conozco esa espera desde que era pequeño, cuando me acostumbré a ella. Hace poco he vaciado una casa copada de esa espera, de manera que la humedad de los cristales no era más que esa espera. Ahora mismo, en tus ojos hay recuerdos de esa espera, que reconoces. Porque tú también la has visto. Sabes lo que es. La espera de los desconocidos, a los que abrazarnos, que nunca llegan.
Hace poco estuve recogiendo mis libros, almacenados en cajas, en la casa del padre por más de 20 años. Vaciar una casa es algo irreal, casi onírico, pues una casa, incluso cuando en verdad se vacía, nunca queda vacía. Mientras ordenaba y recopilaba y, en efecto, vaciaba todo aquel gran volumen de libros, me...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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