Los domingos
Sobre la fe
El llanto roto y desesperado, emitido por una estatua, es la ocasión documentada en la que Dios toma la palabra, habla y es escuchado, no por un profeta, sino por todo aquel que quiso ir a escucharle. El grito, el lamento de Dios duró unos 300 años
Guillem Martínez 28/04/2024
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Las dos estatuas gigantescas que, como hoy sabemos, representan a Amenofis III en su templo funerario de Kom el-Hetan, en su día, durante siglos, se creyó que representaban a Memnón. Memnón es un personaje del ciclo troyano, un rey etíope, hijo de Titono –hijo, a su vez, de Laomedonte, rey de Troya; sobrino, por lo tanto de Priamo, el último rey troyano–, y de Eos, la diosa de la aurora. Memnón, que aparece discretamente en La Ilíada, tuvo que haber sido un personaje querido, muy venerado en la Antigüedad. Protagonizó, incluso, un canto épico propio, la Etiópida, escrito en el siglo VII aC., un texto hoy perdido, pero importante, en el que se fijaban historias determinantes, como la muerte del furioso Aquiles por una flecha lanzada por Paris. Con el paso del tiempo, y de la memoria, y de las muertes acumuladas que el olvido y la memoria suponen y superponen, las aludidas estatuas de Amenofis III dejaron de ser llamadas por el nombre de aquel faraón olvidado, y pasaron a ser conocidas como Los Colosos de Memnón. Ese fue el nombre de las estatuas hasta el siglo XIX, el nacimiento de la egiptología y el redescubrimiento de nombres olvidados, como el de Amenofis III. Posteriormente, a la vez que se empezó a recordar a Amenofis III, se comenzó a olvidar a Memnón. Hoy, supongo, ya nadie recuerda a Memnón. Del olvidado culto a Memnón, solo se sabe que era profundo. Tal vez tenía que ver con la tristeza o el desconsuelo. Al menos Eos, su madre, al conocer la muerte violenta de su hijo, mostró prodigios inigualados de la aflicción. Algunos los podemos ver aún hoy, cada mañana. Se trata, por ejemplo, del rocío, que no es más que el cúmulo diario de las lágrimas que Eos llora, sin consuelo posible, cada noche, por su hijo asesinado. El dolor de Eos debía ser una mordedura tan feroz que, por ello mismo, no sorprendió que, en el siglo I dC, tras un terremoto, uno de los colosos de Memnón llorara también, cada mañana, justo después de que la aurora, su madre, dejara de hacerlo, se retirara y permitiera que el sol inapelable lo cubriera todo con su fuego. Su lloro, audible por todo aquel que se acercara a la estatua, era un milagro que se producía diariamente, tras cada amanecer. La noticia de esa maravilla acongojante recorrió el mundo con velocidad, por lo que el monumento se llenó de romanos y griegos, lectores de La Ilíada, que acudían, cada aurora, a ver el prodigio. Algunos, posteriormente, escribían impresionados su propio nombre, o un testimonio del milagro, en el pedestal de la estatua. Aún son visibles todos esos grafitis. Que se sepa, ese llanto roto y desesperado, emitido por una estatua, es la ocasión documentada en la que Dios toma la palabra, habla y es escuchado, no por un elegido, no por un profeta, sino por parte de todo aquel que quiso desplazarse hasta ese punto, a escucharle. El grito, el lamento de Dios duró unos 300 años, con constancia y precisión diaria. Hasta que el emperador Septimio Severo, un devoto creyente, decidió restaurar el monumento, en el siglo III, para prolongar el portento por los siglos de los siglos. Lo que supuso, precisamente, su fin. Se cree que esa restauración, que impermeabilizó el monumento, impidió que el agua del rocío penetrara, cada aurora, en la piedra de la estatua, y que, al salir, en forma de vapor debido al calor inmediato del sol, provocara ese ruido, ese pitido, que se interpretaba como un llanto, un mensaje de los dioses.
Desde entonces, los dioses dejaron de hablar de manera diáfana. El silencio se hizo aún más absoluto y riguroso desde el siglo XVIII. Ese silencio podría significar la paz, pues, sin el rumor de los dioses, no hay razón, al menos, para el furor de Aquiles. Y, sin esa furia, la muerte constante de Héctor y de Memnón podría cesar de repetirse. Pero al parecer es más doloroso el silencio de los dioses que su furia. Queremos que hablen. Y que lo hagan constantemente, cada aurora. E insistimos tanto que tal vez lo hacen. Lo hacen en los estadios, donde deportistas o cantantes dicen portentos, capaces de hacer cambiar la vida a quiénes los ven o los escuchan. En ocasiones los políticos hablan también, o hablan de que en cinco días hablarán, y la fe vuelve a impregnarlo todo con palabras turbadoras, que siempre están a punto de cambiarlo todo. Si no lo cambian todo, es por nuestra culpa, por nuestra debilidad, que nos impide creer suficientemente en sus palabras. Sus palabras son mensajes escalofriantes, sonidos repletos de esperanza. Y, como sabemos desde el siglo III, son también vapor, agua gaseosa, intentando huir de las grietas de una piedra.
Las dos estatuas gigantescas que, como hoy sabemos, representan a Amenofis III en su templo funerario de Kom el-Hetan, en su día, durante siglos, se creyó que representaban a Memnón. Memnón es un personaje del ciclo troyano, un rey etíope, hijo de Titono –hijo, a su vez, de Laomedonte, rey de Troya; sobrino, por...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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