Revuelta y represión
El origen de nuestro descontento
Lo que está ocurriendo en las universidades de Estados Unidos no es más que otro síntoma de la degradación de nuestras democracias y el proceso de destrucción de la universidad tal y como la conocíamos
Diego E. Barros Chicago , 6/05/2024
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En un gesto peripatético que recordó a aquel del secretario de Estado de EEUU, el general Colin Powell, mostrando ante la Asamblea de las Naciones Unidas un pequeño frasco con una sustancia blanca, el comisionado del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD), Edward A. Caban, blandió el pasado 1 de mayo ante la prensa una cadena y un candado como evidencia de, supongo, la presencia de bicicletas en el campus de la Universidad de Columbia. La comparecencia de Caban, flanqueado por el alcalde de la ciudad, Eric Adams, sirvió a las autoridades neoyorquinas para hacer balance de sus dos semanas de gloria e insistir en que ambos objetos eran pruebas irrefutables de la violencia estudiantil, pues fueron usados para bloquear uno de los accesos a Hamilton Hall, uno de los edificios en los que la policía entró, pistola en mano, ante la presencia sin duda amenazante de los libros apilados en los despachos de muchos de los profesores cuyas puertas acabaron por abrir a martillazos. Según ellos, la cadena y el candado probaban su teoría de la presencia de “agitadores externos”, pese a que la propia tienda de la universidad los vende, con descuento, a sus estudiantes.
Fue el acto final de unos meses en los que las autoridades políticas, académicas y los cuerpos policiales de todo el país han estado luchando y reprimiendo violentamente pacíficas manifestaciones y acampadas de protesta. Esta represión se ha extendido también a los profesores universitarios, sin duda los grandes incitadores del delito cometido por unos estudiantes catalogados de privilegiados (estudian en universidades cuyo índice de aceptación suele estar por debajo del 10%, en el caso de las Ivy League como Columbia), aunque la protesta se haya extendido a universidades públicas de todo el país. También de inconscientes, cuando no directamente desconocedores de la realidad del mundo –insisto, para ser aceptado en una universidad como Columbia o Dartmouth, la inmensa mayoría de estos estudiantes son no solo modélicos, sino brillantes.
Y, por supuesto, de antisemitas y adoradores de Hamás. Incluidos los estudiantes judíos que sí han formado parte de las protestas.
Esta sucesión de operetas sin gracia alguna que pudo bordear la tragedia ya ha devenido en una farsa en la que textos académicos sobre terrorismo se esgrimen como prueba de la supuesta radicalidad de los estudiantes. En realidad, lo sucedido hasta el momento no es más que la punta de un iceberg de dimensiones colosales que no solo afecta a lo que pueda quedar de la otrora todopoderosa y orgullosa institución universitaria (en general) estadounidense, sino, como en otras latitudes, a la salud y la naturaleza de los mismos sistemas democráticos que disfrutamos y, últimamente, empezamos a padecer.
Representantes de la policía exhiben textos académicos sobre terrorismo como prueba de la supuesta radicalidad de los estudiantes
Las protestas, acampadas y desalojos están llevándose titulares y coberturas mediáticas (Dana Bash, en la CNN ha llegado a decir esta semana que las universidades estadounidenses son hoy como la Alemania de los años treinta) que harían sonrojar a la mismísima FOX News en las horas más bajas de la presidencia de Trump durante las protestas tras el asesinato de George Floyd a manos de la policía en 2020. Hemos llegado hasta aquí tras meses de movilizaciones y contramovilizaciones, más o menos ruidosas, que trataban de poner en su contexto la situación y las aristas de un conflicto que ni mucho menos comenzó con el terrible y deplorable ataque perpetrado por Hamás el pasado 7 de octubre. En todos los casos, salvo muy pocas excepciones, la respuesta fue una versión anticipada de lo que estamos viendo estos días: tildar de antisemitismo a cualquier atisbo de crítica hacia la desproporcionada respuesta israelí, y reprimir y perseguir, judicial o académicamente, a quien osase levantar una voz discordante con el discurso oficial de adhesión inquebrantable a las indiscriminadas acciones militares de las Fuerzas de Defensa Israelíes (IDF).
Desde el pasado 18 de abril se contabilizan ya más de 2.000 detenciones de estudiantes y profesores a lo largo de todo el país. Annelise Orleck, de 65 años, profesora en Dartmouth College (otra Ivy League) y directora de su Programa de Estudios Judíos –sí, Estudios Judíos– fue detenida el 1 de mayo mientras protegía a los estudiantes de la policía que tomó el campus. La presidenta de Dartmouth, Sian Beilock, como su homóloga de Columbia, también pidió a la policía irrumpir en su campus. Orleck, judía, catedrática respetada de historia estadounidense ha sido suspendida seis meses de la universidad que presume de contar con su magisterio entre su prestigioso claustro. Es simplemente una de entre decenas de docentes.
Durante las semanas posteriores al 7 de octubre todo comenzaba a resultar peligrosamente similar a lo vivido en el país durante los meses que siguieron al 11 de septiembre de 2001. Lo sé porque algunos de mis estudiantes de origen palestino, algunos con familia en la Franja o en Cisjordania, se acercaban para comentarme su preocupación, las miradas que soportaban en sus trabajos o cómo habían comenzado a tratar de esconder su origen étnico: “Para evitar problemas”. El shock y el miedo inicial se vieron pronto desplazados por los horrores que llegaban de la Franja en forma de imágenes de bombardeos sobre hospitales, ambulancias, colegios y universidades –qué ironía, no queda ni una sola universidad en Gaza en pie–. Y comenzaron las protestas que han fraguado en los campamentos y las ocupaciones. La propia Columbia suspendió hace meses las actividades de dos grupos estudiantiles, Students for Justice in Palestine (SJP) y Jewish Voice for Peace (JVP), precisamente por su participación en protestas pacíficas. En el caso del segundo, imagino, por el doble delito de ser judío y, siguiendo el argumento dominante, antisemita. El caso se está viendo en los tribunales.
Ahora ya no hace falta siquiera levantar la voz, puesto que llevar una kufiya (tradicional pañuelo palestino y del mundo árabe en general) al acto de tu propia graduación es una ofensa suficiente para ser expulsada del mismo por la policía.
Esta es la América de Joe Biden, quien el 2 de mayo, en una declaración pública que haría removerse en la tumba al mismísimo Martin Luther King y a su compañero de batallas, el congresista demócrata John Lewis, fallecido en 2020, esgrimió: “El disenso jamás debe llevar al desorden”. Es decir: protestar está bien, pero sin molestar ni quebrantar la ley. Y todo en un país en el que es imposible comenzar cualquier curso de Historia Americana básica sin mencionar un apartado titulado “Aquellos que incumplieron la ley”. Y se enseña con orgullo. Incluso.
Desde su “Carta desde la cárcel de Birmingham” (1963) –probablemente su texto más importante junto con el discurso sobre la intervención estadounidense en la Guerra de Vietnam, pronunciado cuatro años después (olvídense del célebre “I have a dream”)–, Martin Luther King, Jr., vuelve a interpelarnos estos días al señalar precisamente al “moderado blanco [que] está más dedicado al orden que a la justicia; [que] prefiere una paz negativa, que es la ausencia de tensión, a una paz positiva, que es la presencia de justicia”.
Las imágenes que vienen de algunos campus como Ole Mississippi resultan en este sentido atronadoras: la historia rimando sus cosas, que diría Margaret McMillan.
Las muchas capas de la cebolla
En mitad del ruido, la impotencia y la rabia se hace necesario colocar lo que está sucediendo en un marco narrativo que iría desde la sacrosanta 1ª Enmienda (libertad de expresión y manifestación) a la llamada independencia universitaria y la libertad de cátedra (lo que en Estados Unidos se llama “academic freedom”), pasando por una muy espinosa discusión en torno al concepto de “seguridad” y su relación con el discurso público.
Desde el principio, los llamamientos a la represión fuera o dentro de las universidades enarbolaron la “seguridad” como argumento principal. Cabe por tanto preguntarse sobre la seguridad de quién y, muy especialmente, de qué. Ciertamente no de quienes protestan, al menos la mínima y necesaria para ejercer su derecho a la libertad de expresión. La defensa a ultranza de la libertad de expresión en los campus es lo que académicamente denominamos “extramural speech” (discurso exterior), y no parece importar mucho ahora a las autoridades universitarias ni a buena parte del espectro político estadounidense estos días. Es cierto que todas las universidades tienen reglamentos, también que estos reglamentos han sido cambiados sobre la marcha para ser convertidos en legislaciones coercitivas de uso aleatorio y selectivo.
Teniendo en cuenta que venimos de años en los que tanto moderados muy liberales como el espectro conservador han puesto el grito en el cielo acusando precisamente a los recintos universitarios de “coartar la libertad de expresión” en pro de la construcción de “espacios seguros”, el argumento de la seguridad esgrimido aquí es cuando menos llamativo. Por supuesto, es imposible no mencionar ese hombre de paja que llaman “cultura de la cancelación”, la punta de lanza de los sectores más conservadores en su guerra cultural contra todo lo que huela a izquierda.
¿Quién cancela a quién estos días? ¿Quién está seguro? Ardo en deseos de leer las miles de columnas que se nos vienen encima. O no, claro.
La seguridad ha sido invocada para hablar también del propio campus, esto es la propiedad; las “ventanas rotas”, que dijo Biden, olvidando que las únicas ventanas rotas en la ya célebre ‘batalla de Hamilton Hall’ las rompió la policía que, según se supo, llegó a disparar al menos una vez en el interior del edificio. Viendo la brutalidad con la que se empeña la policía estadounidense es casi un milagro que no hayamos tenido que lamentar todavía ninguna desgracia.
El hecho de que nos incomoden más las protestas que el genocidio en curso implica que no queda ni un consenso salido de la Segunda Guerra Mundial sin dinamitar
Está, por supuesto, la seguridad de quienes circulan por los campus, de quienes quieren asistir a clases, pero tampoco esta parece aplicar a los que protestan, que también lo hacen y sin problema alguno. Por último y no menos importante, la seguridad de los propios estudiantes judíos. Si bien el sintagma “estudiantes judíos” no debería usarse de manera absoluta, ya que hay judíos a uno y otro lado de las protestas, debemos inferir que esta “seguridad de los estudiantes judíos” solo afecta a algunos de ellos.
Los estudiantes que se dicen amenazados –insisto, un argumento retórico que, salvo contadísimas excepciones, no ha sido respaldado con hechos– suelen esgrimir que determinadas manifestaciones y actitudes son la causa de su inseguridad. Nos guste más o nos guste menos, la libertad de expresión ampara (o debería) aquellas expresiones que nos hacen sentir incómodos, siempre y cuando no impliquen amenazas contra la integridad física de alguien.
No es lo mismo decir “mereces morir porque eres judío y ojalá te maten”, una amenaza, por tanto no amparada en la libertad; que gritar “Palestina libre”, o reclamar el fin de la ocupación y que se detengan los asentamientos ilegales, algo que reclama la propia ONU desde 1967, y que el embajador israelí, en una declaración propia de la locura en la que Occidente se ha instalado, ha tildado de “centro neurálgico del antisemitismo internacional”.
Por mucho que nos incomode, en mi caso por la estupidez intelectual que denota, expresiones como “que se vuelvan a Polonia” no son (no debería ser) un motivo para sentirse inseguro y, por tanto, coartar la libertad del que las expresa.
Mucho me temo que hemos entrado en una espiral de sinrazón en la que todos los puentes han sido derrumbados. El hecho mismo de que nos incomoden más las protestas que el genocidio en curso implica que no nos queda un solo consenso salido de la Segunda Guerra Mundial sin dinamitar. Solo cabe ya mirar al abismo. Y en esto, los estudiantes que resisten a la policía son nuestra vanguardia.
La respuesta a la hora de primar la seguridad de quién y de qué ha sido diferente y significativa. Desde la abierta hostilidad de Columbia, la Universidad de Florida, la Universidad de Wisconsin, Emory, o UCLA, donde pelotazos y porrazos han disuelto y detenido a estudiantes y profesores contando con la complicidad y ayuda de oscuros grupos, y otros estudiantes, los famosos frat boys (miembros de fraternidades, casi siempre estudiantes blancos de clases acomodadas –revisen todas las películas universitarias de los setenta y ochenta desde Animal House (1978) no tienen pérdida–), a los intentos por abrir canales de diálogo y entendimiento, como en el caso de la Universidad de Minnesota o Cornell. Es el caso también de dos universidades igual de elitistas que Columbia, como son Brown o la Universidad de Chicago, que optaron, en un primer momento, por permitir las acampadas bajo vigilancia. A nadie se le escapaba, sin embargo, que se trata de un paréntesis y que estas instituciones las eliminarán antes de que las mismas puedan estropear sus respectivas y pomposas ceremonias de graduación.
Es el dinero, estúpido
En Columbia hay una particularidad que no necesariamente se extiende a la realidad de otros campus, aunque sí hay instituciones en situación semejante, ya sean estas más o menos elitistas. El llamado “sistema universitario estadounidense” tiene poco o nada que ver con, por ejemplo, el español; por extensión, el europeo. A las diferentes divisiones en cuanto a nivel académico, investigador y presupuestario, hay que añadir el componente que hace que instituciones como la mencionada, u otras semejantes como Harvard, Yale, Stanford, o la misma Universidad de Chicago, más que centros educativos sean ya empresas multimillonarias con una marca (todavía asociada con la excelencia académica) a proteger. En pocas palabras: son máquinas de hacer dinero en cantidades industriales y cuyo negocio no es ya tanto sus estudiantes, como los beneficios manejados en los fondos de inversión en donde mantienen sus multimillonarios endowments (fondos de capital permanente que de alguna forma solidifican la continuidad de la institución). En el caso de Columbia o la propia Universidad de Chicago, el suelo.
En el consejo de administración de estas universidades se sientan representantes de firmas como Boeing, Microsoft, Google o Lockheed Martin
Columbia es el mayor propietario privado de suelo de la ciudad de Nueva York y como tal debe proteger sus intereses y los de sus inversores (que llaman donantes), por encima de lo que puedan decir cuatro estudiantes (casi siempre racializados) más o menos comprometidos, y dos o tres de sus prestigiosos profesores, a los que a la vez se acusa de ser los culpables de todo esto, un último aspecto de esta situación y del que me ocuparé un poco más adelante.
En el consejo de administración (Board of Trustees) de estas universidades se sientan representantes de firmas como Boeing, Microsoft, Google o Lockheed Martin, entre otros gigantes (nótese que dos de estas son compañías con intereses armamentísticos), a los que el sentir de los estudiantes, o la propia universidad desde un punto de vista académico, les importan entre cero y nada. Los presidentes, convertidos en CEOs, se limitan casi a rendir cuentas. Su único foco está puesto en las operaciones en las que, como marca, está inmersa Columbia, no solo en NY –una expansión inmobiliaria hacia Harlem y otras zonas de Manhattan–, también en el propio Israel, donde está construyendo un campus en Tel-Aviv; campus al que por supuesto no podrán asistir estudiantes palestinos como consecuencia del sistema de apartheid imperante en el país. Esta naturaleza corporativa que ha corroído las instituciones educativas estadounidenses tiene que ver en parte con la progresiva desinversión pública en educación emprendida desde finales de los años setenta, entre otras cosas, como castigo por haber sido las universidades caldo de cultivo de las protestas por los derechos civiles y el movimiento Anti-Vietnam durante los años anteriores. Paradójicamente, han sido estas mismas instituciones las que han alentado y cultivado con orgullo el activismo de unos estudiantes que ahora condenan y reprimen. Un brillante editorial del periódico de Columbia se preguntaba el pasado 18 de abril:
“¿Por qué una universidad que presume de su ‘historia legendaria’ de activismo estudiantil exitoso busca contener y suprimir la movilización estudiantil? ¿Por qué la misma universidad que capitaliza el legado de Edward Said y consagra ‘Los condenados de la tierra’ [Frantz Fanon] en su Plan de Estudios tiene tanto miedo de hablar sobre la descolonización en la práctica? No es solo el comité del Congreso observando cada movimiento de la administración, son los estudiantes, profesores, personal y exalumnos los que contribuyen al rico legado que la Universidad elogia continuamente. Son precisamente estas manifestaciones estudiantiles y manifestantes las que algún día serán presentadas como ejemplos de la historia de activismo de Columbia”.
La misma noche en la que la policía de Nueva York entró en Columbia, con invitación presidencial y por segunda vez en menos de dos semanas, se cumplía el 56 aniversario de otra salvajada policial. Aquella vez, el objetivo era el movimiento Anti-Vietnam. Unos setecientos estudiantes fueron detenidos en un acto del que, según la web de la propia universidad, esta “tardó décadas en recuperarse”.
Lo que hoy están reclamando estudiantes de todo el país (hay ya casi dos centenares de acampadas y protestas localizadas) a las universidades en las cuales estudian, a las que pagan altísimos precios de matrícula y, en ocasiones, alquiler, es que dejen de invertir su dinero y el de los donantes, directa o indirectamente, en las armas, y la cobertura política y argumental que han hecho posible la liquidación de cerca de 40.000 civiles palestinos de la Franja.
Exigir a Israel que detenga el genocidio no es una cuestión de activismo político, ni tan siquiera de ideología, sino de pura humanidad. Pero hasta eso hemos arrojado por el sumidero de nuestra hipocresía occidental.
Muchos son los paralelismos que se establecen entre las protestas actuales y las de los movimientos por los Derechos Civiles y Anti-Vietnam. Aquellas no fueron pacíficas. ¿Qué protesta que haya conseguido su objetivo fundamental lo es? Aquellas también estuvieron protagonizadas por jóvenes universitarios a los que acusaron de “privilegiados” e “inconscientes”. La diferencia con entonces es que Estados Unidos estaba implicado en el conflicto y muchos de aquellos estudiantes podían acabar muriendo en una jungla del sudeste asiático. Por supuesto, aquellas protestas también fueron reprimidas con una violencia inusitada que llegó a cobrarse no pocas víctimas mortales. La memoria de Kent State University, el 4 de mayo de 1970, donde la Guardia Nacional de Ohio acabó con la vida de cuatro estudiantes (tres de ellos judíos), es el fantasma que nadie quiere invocar. Y sin embargo se hace inevitable en un país, Estados Unidos, que ha hecho del asesinato de Estado una de las bellas artes.
Hacia un nuevo macartismo
Más allá de la desmesurada represión, hay que mencionar la inquina con la que medios de comunicación y autoridades políticas y académicas están tratando a quienes protestan. Imágenes de policías golpeando a estudiantes y profesores, algunos de edad avanzada, son difíciles de justificar. Yo me he pasado buena parte de la semana en el campus de la Universidad de Chicago donde enseño como profesor visitante este trimestre de primavera. La tensión comenzó el jueves 2 de mayo por la noche con la llegada de un grupo de estudiantes con banderas de Israel, acompañados de otros frat boys que se dedicaron a provocar a los acampados. El viernes por la mañana, el presidente de la Universidad de Chicago envió un bochornoso email a la comunidad universitaria avisando de que el campamento sería levantado ese mismo día. Mientras escribo esto, desde la ventana de mi oficina puedo ver el campamento y me llegan mensajes que hablan de tensión. La policía de la universidad se ha desplegado en el Quad (el patio central del campus). Todo hace pensar que la hora final llegará, como en otros lados, por la noche.
Una particularidad del actual conflicto es el celo con el que policía y medios de comunicación se ocupan de mostrar al mundo los rostros de algunos estudiantes detenidos como si de piezas de caza se tratara. Cuando los encapuchados son los numerosos grupos de ultraderecha que campan por el país ni hay detenidos ni se les fuerza a mostrar su rostro. Desde hace años, en Estados Unidos hay organizaciones ultraconservadoras (y también ejecutivos estatales) dedicadas a “desenmascarar” y perseguir a quienes denominan “profesores radicales” y a estudiantes con cierto nivel de compromiso político a los que acusan, como siempre, de ser los culpables de todos los males que acechan al país y que en su retórica son: el marxismo cultural (?), el comunismo (¿en EE.UU?), la teoría crítica racial, las teorías de género, el antirracismo; y, por supuesto, la teoría decolonial, algo directamente relacionado con la cuestión palestino-israelí.
Si los profesores son objeto de cacerías, solo hace falta echar un vistazo a las redes sociales para ver que se están organizando campañas que piden castigos ejemplares para los estudiantes, incluso en sus futuros profesionales: hacerlos ‘inempleables’ bajo la acusación de ser radicales antisemitas.
El sistema de tenure (la permanencia) en el que se basa la tradicional carrera profesional universitaria está en crisis. No son pocas las voces que piden su eliminación por razones económicas, pero también políticas: la libertad de cátedra está íntimamente ligada al mismo. Si se quieren controlar los currículos académicos, acabar con el sistema de tenure es el primer paso. Nadie va a oponer resistencia si de profesor universitario pasas a simple empleado y, por tanto, tu contrato queda a la discreción de tu empleador. Hace pocos días, en una intervención en la CNN con Jack Tapper, uno de los presentadores estrella de la cadena, Robert Kraft, dueño de los New England Patriots (equipo de la NFL), exalumno de Columbia, y uno de sus donantes más importantes, insistió en la idea de “revisar el asunto del tenure”, ya que, según su opinión, todo esto es culpa de los profesores que se dedican al adoctrinamiento (?).
Históricamente, los docentes siempre han estado bajo sospecha en Estados Unidos. En los últimos años, más. Según el pensamiento mágico ultra, los profesores enseñamos a “odiar a América”, algo que es de una indigencia intelectual que asusta; lo que no quita tampoco para que en muchas ocasiones, como esta, sea América la que nos lo ponga bastante difícil. En cualquier caso, este estúpido argumentario que se ha extendido por todo el orbe occidental (en España se enseña a “odiar a España” y por eso se insiste en la llamada “leyenda negra”) es especialmente gracioso si se piensa un segundo: de ser cierto que las universidades estadounidenses, especialmente las más prestigiosas, están llenas de profesores radicales marxistas, no me explico cómo a estas alturas no hemos sido capaces de producir una sola generación de líderes políticos, financieros e intelectuales que ya hayan convertido el país en una suerte de utopía socialista.
Pero estamos exactamente aquí: alguien “está radicalizando” a los estudiantes, dicen desde el Departamento de Policía de Nueva York alcanzando la hipérbole conspiranoica.
No deja de ser preocupante, no obstante, que el mismo Congreso estadounidense aprobara de urgencia el 1 de mayo una legislación patrocinada por el Partido Republicano que, bajo el nombre de Ley de Concienciación sobre el Antisemitismo, ordena al Departamento de Educación que adopte la controvertida definición de antisemitismo propuesta por la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA, en sus siglas en inglés). Según la definición propuesta, toda crítica al movimiento sionista sería tildada de antisemita. Algunos asociaciones judías progresistas han señalado que esto declararía perseguible casi cualquier crítica al Estado de Israel y sus políticas para con el pueblo palestino, amén de la ocupación y la expansión de los asentamientos ilegales.
Y en noviembre qué
La mayor especulación de estas semanas es cómo afectarán las protestas universitarias a las elecciones presidenciales del próximo noviembre. Lo primero que hay que señalar es que la Administración Biden no ha cedido un milímetro en su apoyo al Ejecutivo de Netanyahu y su campaña en Gaza. Desde este punto de partida, la inmensa mayoría del Partido Demócrata ha defendido, si no directamente alentado, la represión de las protestas. El discurso de Biden y su cierre de filas con los administradores que han tirado de la porra como política negociadora es radicalmente distinto al que dio cuando el inquilino de la Casa Blanca era Trump y las calles ardían contra el expresidente ahora en los banquillos.
El previsible candidato republicano, ocupado como está en sus labores, no ha dicho nada. Tampoco lo necesita, su partido lleva la voz cantante en este asunto y, salvo el ala izquierda del PD, con Bernie Sanders y “The Squad” a la cabeza, cuenta con el seguidismo de los demócratas. Entre una percepción de caos (absolutamente falsaria) y la promesa de la ley y el orden, la opinión pública estadounidense siempre escogerá la segunda. Estados Unidos es un país que, pese a su mitología, tiene verdadera alergia a la contestación social. Un sondeo de esta misma semana señalaba en este sentido que un 47% de los norteamericanos estaba en contra de las protestas pro-Palestina frente a un 28% que las apoyaría en algún grado.
Según un sondeo reciente, un 47% de los norteamericanos está en contra de las protestas, frente a un 28% que las apoyaría en algún grado
Mi sensación es que poco o nada, a día de hoy, van a afectar a las posibilidades de reelección de un Joe Biden y un Partido Demócrata que siguen fiando todo a la narrativa de o yo, o la vuelta del monstruo. Queda mucho para noviembre y hay un verano de por medio para calmar los ánimos en las universidades. En todo caso, la Convención Nacional Demócrata se celebrará en Chicago entre el 19 y el 22 de agosto y a la memoria de todos ha vuelto lo ocurrido en la histórica convención de 1968, que convirtió a la ciudad del viento en escenario de una batalla campal entre la policía (que nada tiene que envidiarle a la de Nueva York en dureza) y los manifestantes anti-Vietnam.
Lo que es innegable es que, a día de hoy, el Partido Demócrata se está desangrando por su flanco izquierdo. No pocos centristas liberales están acusando a los estudiantes de hacerle la campaña a Trump. Sería una transposición directa, una vez más, de lo ocurrido en 1968. La fractura social provocada por una década de protestas, señalan estos, acabaría por abrirle la puerta a Richard Nixon e inauguraría dos décadas de dominio aplastante republicano, salvo el paréntesis de Jimmy Carter (1977-1981). Desde mi punto de vista, esto es un argumento absolutamente reduccionista, ya que fueron muchos los factores que auparon el advenimiento final del neoliberalismo reaganiano: crisis económicas, reacción a los derechos civiles, nuevas formas de racismo, criminalidad rampante en las ciudades, amén de un fortísimo enfrentamiento generacional.
No sé si estamos ahí, es posible. En este momento lo único que pienso cuando veo a colegas y estudiantes, algunos propios, ser machacados por la policía es qué estarían diciendo los medios, aquí y en Europa, si el inquilino de la Casa Blanca no fuera un demócrata.
El 15 de mayo de 1970, once días después de la matanza de Kent State, dos estudiantes más fueron asesinados por la policía en el campus de Jackson State College, en Mississippi. En los meses siguientes, más de 800 campus universitarios siguieron en pie de guerra. Kent State no volvería a abrir hasta junio de ese mismo año. Hoy algunas universidades han decidido acabar sus respectivos semestres online. En otoño de 1970, Nixon formó una comisión especial (Scranton Commission) para investigar lo sucedido en Kent State y en el resto de universidades del país. Sus conclusiones resultaron estremecedoras: “Los disparos indiscriminados contra multitudes de estudiantes y las muertes consiguientes fueron innecesarios, injustificados e inexcusables”.
Entonces la Guerra de Vietnam acabaría por extenderse otros cinco años más hasta la caída de Saigón, el 29 de abril de 1975. Nadie ve el final de la incursión israelí en la Franja de Gaza.
En septiembre de 1971, según se recoge en las transcripciones de las grabaciones del propio Nixon, en una reunión tras el fin del célebre motín en la prisión de Attica, el presidente le llegó a decir a H.R. Haldeman, su entonces jefe de Gabinete:
—¿Sabes lo que creo? Esto puede tener un cierto efecto beneficioso. Ya me entiendes, todos hablan de ‘los radicales’. ¿Sabes cómo detenerlos de verdad? Mata a unos cuantos. ¿Recuerdas Kent State?
Quién sabe.
En un gesto peripatético que recordó a aquel del secretario de Estado de EEUU, el general Colin Powell, mostrando ante la Asamblea de las Naciones Unidas un pequeño frasco con una sustancia blanca, el comisionado del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD), Edward A. Caban,
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Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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