neoliberalismo
Mercantilizar el deseo
‘Masterchef’ y el discurso televisado de la falsa meritocracia
Jose María Echarte Ramos 2/06/2024
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No es la primera vez que Masterchef, el concurso de Televisión Española ambientado en una cocina, se ve envuelto en una polémica relacionada con lo laboral. No es la primera vez que el protagonista de esta polémica es Jordi Cruz. Hace unos años, a cuenta de los becarios que había o dejaba de haber en su restaurante, el debate sobre la realidad de ciertos trabajos precarios solo se detuvo cuando el chef, bien aconsejado probablemente por sus abogados o por los de la productora, convirtió lo que en un principio había descrito como mano de obra no pagada en estudiantes de escuelas de cocina con las que tenía un acuerdo.
A pesar de esta aclaración tardía, las réplicas y contrarréplicas dejaron un extenso muestrario de los componentes menos edificantes del capitalismo de finales del siglo XX y principios del XXI, sobre todo en su transformación en capitalismo cognitivo y vocacional.
Así, escuchamos a Sergi Arola ponerse a sí mismo como ejemplo de sacrificio. Si él había pasado por aquello, ¿Por qué los demás no habían de hacerlo? Siempre se había hecho así. Para el chef era inexplicable que alguien cuestionase el statu quo.
Pepe Rodriguez fue, quizá, el más claro. Si todo el mundo estuviera dado de alta, el negocio no sería rentable, lo que explica en parte los precios relativamente bajos de la altísima cocina española.
Sin embargo, y más allá de las afirmaciones de los chefs, el discurso más extendido, incluso en medios supuestamente progresistas, aludía indefectiblemente al privilegio que suponía aprender con alguien tan importante. Se ignoraba, por tanto, que ni Rodríguez, ni Arola, ni por supuesto Cruz, tienen escuelas de cocina en las que se cobra a los clientes un precio escolar asumiendo que el aprendizaje puede, como es entendible, llevar aparejado un cierto nivel de error.
De hecho, uno de los factores que se miden en la guía Michelin es la constancia. La repetición milimétrica. La consistencia de los platos, las preparaciones y el servicio. La excusa, por tanto, de tener una suerte de centro educativo es poco soportable y no casa bien con un negocio que debe ser constante y deja poco lugar al error. Lo que los tres chefs tienen es un negocio de hostelería que, como es de esperar, produce beneficios. Son empresarios.
No obstante, el origen de la polémica más reciente, la de una concursante que decide abandonar porque siente que no soporta el proceso y recibe una reacción absolutamente tóxica de Cruz, hay que buscarlo más allá del puro espectáculo y de los escándalos pasados, porque quizá es algo más profundo y lo que Cruz representa es un testigo de una realidad que comienza mucho antes y cuyas consecuencias van mucho más allá.
Asumamos pues, como principio, que el sistema capitalista tiene, quizá como principal característica, una infinita capacidad de evolución y absorción. Es líquido, fluido, penetrante y absorbente a la vez. Viscoso cuando lo necesita y volátil si eso contribuye a su sostenimiento sistémico.
Dentro de esta mutabilidad extrema, a principios de los años 2000 el auge del neoliberalismo descubre la posibilidad de explotar un factor que hasta ese momento ha sido más propio de los empleados que de los empleadores. Estamos hablando de la narrativa laboral. De la percepción que de sí mismos y de su posición en el sistema tienen los trabajadores, y de su relación con el concepto mismo de trabajo.
Así, aunque todo es, en el fondo, una cuestión de derechos laborales, estos no están en la primera línea del debate. Hábilmente lo que se desplaza a esta posición es una cuestión de lenguaje, de épica. Es la narración de los hechos, porque lo que se está convirtiendo en mercancía para explotarlo tiene más que ver con lo narrativo que con lo legislativo: el deseo. Más concretamente su transformación en vocación para unas generaciones que, con un panorama más halagüeño que el de sus padres por delante, pudieron de forma extensiva permitirse un acercamiento al trabajo desde ese deseo. Desde esa vocación.
Lo que se pretende, pues, no lo ocultemos, es mercantilizar el deseo. Convertirlo en una herramienta extractiva.
Las bases que posibilitan este fenómeno no son, por otra parte, nuevas. En los años 1980, de la mano de Thatcher en Europa y de Reagan en Estados Unidos, se empieza a instalar la idea de que la sindicación es perjudicial para los trabajadores, de que los sistemas de protección social estatales son, sin medias tintas, socialismo comunista, y de que –y esto es lo importante– el esfuerzo personal, al que a partir de ahora se llamará meritocracia, es el factor fundamental en el desarrollo laboral de los trabajadores y, sobre todo, en su triunfo vital.
Lo que se está produciendo no es una modificación sustancial de los derechos ya conseguidos en el periodo de crecimiento del Estado del bienestar, sino una alteración de la narrativa asociada que, este es el aspecto más genuinamente surrealista, haga que los empleados (los dominados) estén completamente alineados con sus empleadores (los dominadores).
Para conseguir este salto mortal, la narrativa debe ser absolutamente individualista, hasta el extremo del egoísmo, y describir un modelo de éxito cuyo ingrediente fundamental es un esfuerzo individual, diferenciador y no colectivo, que permita a los trabajadores ser distintos de sus compañeros. Ser mejores que aquellos dentro de un juego de suma cero en el que el crecimiento común no existe puesto que supone un reparto de beneficios entre muchos y no un exclusivo disfrute de estos.
Como el tiempo se empeña en demostrar, y como los reportajes sobre jóvenes emprendedores en los que dominan los apellidos muy compuestos y reconocibles nos muestran, este relato exclusivamente meritocrático es falso. Si necesitamos una justificación teórica, Bourdieu y Passeron quizá sean quienes más han analizado la reproducción de clase, esto es, la capacidad de las clases dominantes para mantenerse en posiciones de privilegio a través de la posesión previa del capital social, cultural y, por supuesto, económico.
Siendo fundamental, esta posesión de capital, que resulta evidente, es solo la base sobre la que desarrollar el auténtico poder de las clases dominantes, aquel que le es exclusivo: la capacidad de canjear un capital por otro. El ejemplo español es evidente: hasta los años 1980, la universidad, a pesar de su carácter público, favorecía perfiles de clases altas que podían permitirse prescindir de un sueldo que ayudara en casa, costear matrículas y, en muchos casos, desplazamientos a otras localidades, material, clases particulares, etc. A la universidad iba, en otras palabras, quien tenía que ir y, en consecuencia, la meritocracia se daba por cumplida con un título que habilitaba a un selecto grupo que completaba el proceso. Había por supuesto becados y otros egresados, pero, en puridad, representaban solo una nota de color y se circunscribían por lo general al entorno (incluso al entorno físico) de las ciudades universitarias. Mi propio padre pudo estudiar porque vivía en la calle Reina Victoria, muy cerca de Ciudad Universitaria, en Madrid. De haberlo hecho en Pinto [una ciudad a 25 kilómetros del centro], es más que probable que yo no estuviera escribiendo esto.
El capital cultural se canjea por capital social a través del económico
A partir de la llegada de los primeros gobiernos socialistas, y de aquel “el hijo del obrero a la universidad”, el objetivo del título como forma de mérito se modifica y cambia. Ya no se trata exclusivamente de conseguir egresar, sino de complementar esa formación con actividades extracurriculares, prácticas, másteres y una serie de selectores de clase que se disponen durante y, sobre todo, al final del periodo formativo. Los títulos ya no valen nada si no te especializas. Este es el mantra de mi generación y de las posteriores. El capital cultural se canjea por capital social a través del económico y el alumnado que puede pasar más tiempo en la universidad dedicado a otras labores (en seminarios, bibliotecas, etc.) avanza con respecto a quienes deben ser estrictos con sus horarios porque no pueden mover capital de una fracción a otra. Los másteres con renombre y elevada factura, las becarías (sin beca) o las unpaid internships son parte de este proceso de selección que, disfrazado de meritocracia, oculta en realidad un discurso clásico de la dominación.
Este es uno de los factores fundamentales y definitorios de este modelo de extracción laboral. Para funcionar de forma prolongada en el tiempo, el discurso del dominio debe ser transversal. Debe funcionar para todas las clases, no solo para los dominados sino también para los dominadores.
Los primeros rebajan su resistencia una vez aceptan esa dinámica falsamente meritocrática y que dulcifica la explotación con la promesa de una superación que llegará, precisamente, a través del sometimiento al sistema. Para los explotados el discurso se compone, volvemos aquí a la importancia de las narrativas, de una carga de épica tóxica y, en buena medida, de masculinidad retrógrada y machista. El discurso de Glovo apelaba a la libertad heroica de sus riders. Siempre es mucho más ilusionante que decir que sus trabajadores eran falsos autónomos y que la supuesta libertad consistía en no pagarles la seguridad social.
Podríamos pensar, con lógica, que el discurso de la dominación se produce de arriba abajo y, sin embargo y como apuntábamos, la realidad es que es transversal. Los dominadores creen en él al menos con la misma intensidad que los dominados. Sin reservas, sin imposturas. El ejemplo de James C. Scott es muy revelador: el rey que, camino de la guillotina, afirma extrañado que sus súbditos le aman; María Antonieta ofreciendo pasteles como solución a un pueblo que pide pan. En este sentido las clases dominantes creen en el discurso porque su labor es expandirlo e implementarlo: no hay mejor fe que la del converso, salvo quizá la del predicador, porque, en realidad, la meritocracia narrativa posee un fuerte componente publicitario.
3.000 cocineros y cocineras intentaban trabajar cada verano en el restaurante sin cobrar, salvo comida y cama
Solo de esta forma puede explicarse que Ferran Adrià afirme que los camareros van a ganar en el futuro 2.500 euros cuando él mismo no pagaba a los cocineros que, año tras año, trabajaban en su cocina. Solo así puede entenderse que, en un país con una legislación laboral europea, esto se contase en un libro para público conocimiento, el The Sorcerer’s Apprentice de Lisa Abend, en cuya reseña en The Guardian, escrita por Rachel Cooke, se afirmaba que 3.000 cocineros y cocineras intentaban trabajar cada verano en el restaurante sin cobrar, salvo comida y cama. Solo desde la transversalidad del discurso de la falsa meritocracia heroica y su aceptación íntegra podemos entender que alguien no tenga problema en publicitar un comportamiento, como poco, cuestionable.
Por ser más explícitos aún, y por no fijarnos exclusivamente en los cocineros y cocineras, en 2019, el descubrimiento de que Junya Ishigami, arquitecto epítome de la contemporaneidad fluida, empleaba con profusión trabajadores a los que no pagaba y que incluso debían aportar su ordenador con sus propios programas, llegó al mundo de las publicaciones mainstream de arquitectura. El motivo es que Ishigami estaba proyectando entonces en Londres el pabellón veraniego de la Serpentine Gallery, una fundación que se precia de defender políticas de empleabilidad justa.
Sin entrar en la solución que la Serpentine empleó (tan absurda como pedir que ningún trabajador explotado participase en el diseño del pabellón, sin quedar muy claro cómo podían garantizar este extremo o qué pasaba si en la mesa de al lado varios CAD monkeys [ayudantes de diseñadores que usan CAD] llevaban dos días sin dormir, la polémica salpicó a Elemental, el estudio de Alejandro Aravena, director del jurado del premio Pritzker y ganador él mismo del galardón. La defensa de Elemental, aparte de cerrar su programa de unpaid internships, fue publicar la carta de una estudiante de la escuela Strelka que ellos creían defendía su postura. En las primeras líneas de la carta la estudiante contaba cómo mantuvo dos trabajos y pidió ayuda a sus padres para poder ir a una empresa, Elemental, a hacer lo que ella misma llamaba “real work”. En otras palabras: la estudiante y sus padres financiaron el estudio del director del jurado de los premios Pritzker. Esta era la defensa y, de nuevo, no puede explicarse sino desde la total transversalidad del discurso.
Solo desde esta alteridad podemos entender la situación de Masterchef y el propio comportamiento de Cruz. El programa televisivo transmite la versión más refinada del discurso.
Los dominados asumen su situación porque contiene la promesa de, tal vez, ocupar el lugar de sus dominadores
En el escalón más bajo de esta cadena está Llados, un subproducto con todos los tintes de una secta piramidal. Es la forma descarnada. Música de ascensor a ritmo de hard metal. Varían los términos: panza, mileurista, pobre… pero el mito aspiracional se mantiene y revela cómo los dominados asumen su situación porque contiene la promesa de, tal vez, ocupar el lugar de sus dominadores, en buena medida de serlo a través de unas zapatillas caras o de hacer más burpees que nadie y de, por supuesto, pagar.
Masterchef no maneja un discurso muy distinto. Deséalo. Deséalo mucho. Tanto que el deseo sea todo; tanto que un fallo en lo productivo signifique un fracaso vital. Solamente es una versión estilizada, depurada, lavada y planchada, perfumada hasta el extremo de haber conseguido que su versión con niños –algunos en edades tremendamente delicadas– circule por la parrilla de la televisión pública como un divertimento mientras dulcifica la mentira de un sacrificio salvífico que justifica cualquier nivel de autoexplotación.
Existe además un añadido. Las inyecciones de narrativa épica son necesarias para contrarrestar la anomia de los trabajadores precarios no vocacionales. En el caso de Masterchef no se necesitan, porque sus participantes, precarios vocacionales, ya la traen interiorizada de serie; la han unido a su vocación, y esa unión es letal. Es precisamente Masterchef, como parte del sistema, uno de los difusores de este mensaje: la vida es el trabajo, el trabajo es el deseo, la traición al deseo es la traición a la vida.
Quizá sea Remedios Zafra quien mejor ha definido en El Entusiasmo estas dinámicas para los trabajadores cognitivos, aquellos para los que la vocación, en palabras de la autora, punza. Dentro de la obra de Zafra, el término “vida pospuesta” es el más claro. Se aceptan de buen grado situaciones completamente tóxicas porque se consideran temporales. Son, eso es lo que se transmite, un aprendizaje, un estado intermedio para alcanzar la vida real.
Es esta aceptación la que explica que un producto tan editado, guionizado y producido como Masterchef haya emitido un contenido a todas luces tóxico que podían haber evitado con mucha facilidad. Cuando todos los implicados creen en este discurso, sin imposturas, es difícil percibirlo. Los peces no suelen ver el agua en la que nadan.
En 2015 el chef de Noma de Copenhague, René Redzepi, reconocía en un texto publicado en Lucky Peach:
“I’ve been a bully for a large part of my career. I’ve yelled and pushed people. I’ve been a terrible boss at times”. (He sido un bully una gran parte de mi carrera. He gritado y empujado a gente. He sido un jefe horrible en su momento.)
Redzepi fue presa de esta irrealidad. El documental Noma at boiling point es una colección de comportamientos abusivos, la mayoría de ellos denunciables. Se emitieron sin ningún problema y con libre acceso de las cámaras al restaurante. Nadie pareció darse cuenta de que el acoso laboral es un delito. En 2013 una ‘lista negra’ con la que Noma amenazaba a los stagiares (becarios no pagados de cocina) llegó a la prensa. Quien no completara su estancia como trabajador explotado, en un régimen que –visto el documental– solo puedo clasificar de tóxico, corría además el peligro de no poder volver a trabajar en un restaurante de alto nivel. A nadie le pareció que era una idea cuestionable amenazar por escrito a trabajadores a los que no se pagaba. El sistema, como vemos, funciona. De la caída del caballo de Redzepi, estoy seguro, hay pocas noticias.
Cruz está a años luz de este cambio, sea este real o una impostura. Su reacción –insisto, editada y supervisada– no se aleja mucho de esa lista negra: el abandono, por las razones que sean, no se tolera.
En parte, Cruz y uno de los concursantes, que se sintió traicionado, revelan la esencia del modelo de la falsa meritocracia, de la narrativa como herramienta del capital, de la explotación del deseo. La traición –lo que les molesta– es la negación radical del discurso.
La realidad es que el emperador está desnudo, el prestigio del empleador no alimenta ni paga las facturas, un bajísimo porcentaje de los trabajadores vocacionales que acepta la explotación llega a superar la barrera y se convierte en explotador. Y aunque lo haga, la moraleja del cuento no es muy edificante: aceptar la precariedad no porque no queda otra sino como camino para llegar a una posición en la que precarizar a los demás.
Masterchef es un vehículo discursivo espectacularizado. La misma realidad ocurre en otros ámbitos, no por menos visibles menos graves. Arquitectura, moda, diseño, periodismo y, seamos francos, la universidad y la academia. La vocación es una fuerza poderosa y es evidente que el capitalismo ha aprendido a usarla a su favor. Quizá es el momento de cuestionar si debemos sostener a sus voceros en la televisión pública o si, ante tantas voces de aviso, no debemos replantearnos a quién escuchamos cuando se trata de entender cómo trabajamos. Cómo enseñamos a trabajar.
No es la primera vez que Masterchef, el concurso de Televisión Española ambientado en una cocina, se ve envuelto en una polémica relacionada con lo laboral. No es la primera vez que el protagonista de esta polémica es Jordi Cruz. Hace unos años, a cuenta de los becarios que había o dejaba de...
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Jose María Echarte Ramos
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