CANTAR PATRÁS
Contra el fetiche rural
Si somos pequeños y poco duraderos, al menos hemos entrevisto rayitas de luz a través de estas persianas que colocamos en la casa común que habitamos y que hemos llamado “cultura”
Aurora Fernández Polanco 26/07/2024
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Todo se mueve como siempre en este fin de julio, pero cada año se complican más los rastros que dejamos en el suelo, si es que alguien decidiera mirar a los humanos desde arriba. Cuando digo los humanos, me refiero al puñado de privilegiados que buscan en estos días cumplir con el mandato de huir de las ciudades. Por centrarnos en territorio español, los tópicos sesenteros que hoy tanto se revisan se me antojan condensados en torno al modelo de La Familia Ulises del TBO: todos bien apretaditos en nuestro particular “Volkswagen”, coche del pueblo; rumbo a las casas de los familiares con derecho a cocina, a tomar la fresca y comer pepinos y cerezas. Después vendría lo que Pasolini ha denominado el genocidio cultural, el consumo exacerbado. Para qué les voy a contar. No tendría espacio suficiente en esta breve crónica. Lo cierto es que hoy la gente duda mucho antes de huir de la metrópolis. Por conciencia ecológica o bolsillos vacíos se cuestiona la huella maligna de los aviones y se vuelve a pensar en las casas familiares, de parientes, de amigas; gente que previamente ha dado el salto a otras formas de vida o que mantienen aún determinadas pervivencias dentro de ellas. Así, cabe la posibilidad, casi inconsciente, de pasarse un mes varados en el Km 0, codo con codo con alimentos de proximidad. No quiero en absoluto afirmar que lo rural esté de moda, porque contra tamaña majadería van todas estas palabras, pero sí que, desde el lugar que me corresponde, atisbo ciertas ganas de “descarbonizar el deseo” como diría la arquitecta, amiga, e investigadora Gemma Barricarte, integrante del proyecto “Humanidades energéticas” . Una forma personal de bajar a su cuerpo los conceptos de Bob Johnson (“Carbon Nation: Fossil Fuels in the Making of American Culture”). Considera, con acierto, que “la cultura no se está haciendo cargo de esto en un sentido revulsivo y utópico”. Para ello contamos, por supuesto, con toda la labor llevada a cabo por colectivos de los que da cuenta Yayo Herrero en CTXT, ya que coordina la sección de crisis ecosocial.
Aun así, recabar miajitas, gestos cotidianos, por pequeños que sean, pero bien orientados, no está mal y a ello me dispongo. Llevar la leche de las ovejas de la majada en la gran Casa de Campo en metro hasta la pequeña casa del colectivo “Paisanaje” en el barrio de Ventas para hacer yogures y queso puede que entre dentro de estas pequeñas batallas. Igualmente, dos de los trabajos de fin de Máster que he acompañado en este curso repiensan, desde “el entre” de lo rural y lo urbano, nuevas formas de vida. Uno, el del poeta y profesor de teatro Javier Hernando, a partir de las fotografías de su abuelo que resiste en sus tierras azada en mano cualquier atisbo de gentrificación; el otro, el del activista, psicólogo e integrante de Ecologistas en Acción, Pablo Borrega, con el pensamiento poético-político de “convertir en bosque una pequeña maceta en los terrenos de la antigua cárcel de Carabanchel”. Contar hoy con estos proyectos en una Facultad de BBAA significa que algo esperanzador se mueve bajo nuestros pies. Acompañarlos desde una altura de vida muy respetable, como la de servidora, es un placer que solo la inteligencia (feminista) puede provocar. Queda, para ampliar el orden de estos placeres, el número monográfico de la revista académica Re-visiones editado por Olga Fernández y Rafael Sánchez Mateo-Paniagua, “Auras pueblerinas. El retorno de/a lo pueblo en la cultura y las artes contemporáneas” que muy pronto verá la luz. ¡Querido papá Estado, qué poco dinero te gastas en propaganda! ¿Necesitas jóvenes que te hagan anuncios como aquellos tan eficaces de “Si un bosque se quema…”? ¡Escríbenos! Tenemos maravillas.
Finalizar así el curso académico genera la ilusión de pensar que si pequeños somos y poco duraderos en este mundo de mierda (¡siempre, siempre la palabrota por la herida de Gaza abierta!), al menos hemos entrevisto rayitas de luz a través de estas persianas que colocamos en la casa común que habitamos y que hemos llamado “cultura”. El famoso concepto que he venido vareando en estas páginas, como un árbol lleno de aceitunas decimonónicas, ya no es una superestructura reflejo de la infraestructura. O alimento bien inflado de dólares, como en las últimas décadas del siglo XX. ¿Qué cultura, tan separada de las formas de vida de miles de millones de humanos? Nichos, se me dirá. Nichos necesarios desde el interior privilegiado de la Academia. No digo que innecesarios, pero con estos calores, estas guerras sangrientas, este extractivismo brutal, no queda sino moverse en verano en un concepto ampliado de cultura (¿contaminado del “vivir sabroso” de Francia Márquez?): darle la misma importancia a un baño en el Curueño, una cerámica de Columela, la merienda con el abuelo que “barrunta una tormenta” (¡gracias Asunción Molinos Gordo!); la ropa blanca tendida al sol con jabón lagarto, que no viene en plástico y cabe en cualquier sitio. Evitar que la infancia reproduzca los cánticos de “Don Federico mató a su mujer, la hizo picadillo y la echó a la sartén” también es una forma de cultura del cuidado. Contra el fetiche nostálgico siempre.
En fin, todo esto para decirles que la notita que El Cultural de El Español le dedica a la exposición sobre Lo animal en España 1920-1960 maneja cultura de la de antes. Ya de entrada, el título del artículo va de guinda (artística) en el pastel (del campo): “La España vaciada se llena de Arte”. No han entendido nada de lo que se cuece en lugares como la Fundación Antonino y Cinia en Cerezales del Condado donde ha tenido lugar la muestra comisariada por Lluis Alexandre Casanovas. Un lugar y una exposición donde la cultura se teje con la vida de la misma manera que las sebes separan los campos de los pueblos del Condado. No se trata de ir (desplazarse) a ver, como dice la nota, a Dalí o Darwin (!). Estos lugares no trabajan como los suplementos de Salvat o de Planeta. De entrada, el concepto curatorial, situado, desde Cerezales, quiere alejarse de las modas de los “giros”, los “turns” anglosajones: ahora un giro lingüístico, ahora un giro icónico, ahora uno performativo, ahora un giro afectivo, ahora uno animal; el pensamiento organizado como un gran supermercado donde todo se mueve a otro lugar, pero nada cambia. El capitalismo académico anglosajón, en tanto nicho, ha dado la voz de orden: “Giro al animal”. De acuerdo. Vale el giro como animal de compañía (¡excusen la boutade, es verano!), pero lo que se proponen en esta exposición es reescribir los relatos a partir de materiales concretos ocultados, desestimados, opacados, mal leídos por la historia oficial. Evidenciar cómo la modernidad ha ido borrando los lazos con “lo animal” que mantenía el mundo rural. Lo que es otra cosa.
No, no se trata de ir a ver a Dalí, no desvíen para ello sus coches; porque hasta llegar a las hormigas de El Perro Andaluz –proporcionadas por Carlos Velo a un obstinado Buñuel, que quería expresamente especímenes del Guadarrama–, la exposición recorre previamente colmenas, libros y estudios, como los de Jean-Henri Fabre, en los que, precisamente repara Buñuel para la película. Pero lo más importante en toda la muestra es el montaje, el contraste entre épocas, la preguerra, la posguerra y el franquismo; de la divulgación de Darwin a través de las bibliotecas ambulantes de las Misiones Pedagógicas a la “Regiduría de la Hermandad entre la Ciudad y el Campo” de la Sección Femenina; o ver cómo de manera sutil pero profundamente política, un caso particular como el de los pequeños insectos pasaría en unos años de fascinación y curiosidad amiga a plaga infecta. Dice la exposición: como plaga eran en los tiempos del fascismo judíos, homosexuales o gitanos. Todo ello sin olvidar el contexto de lo animal dentro del mundo del espectáculo. Bienvenidas las exposiciones mal denominadas “de tesis” (que ya comienzan a escasear por estos lares), porque son formas de reescribir la historia a partir de materiales concretos que montados de manera inteligente (es decir, sensible) aterrizan conceptos que muchas veces nos resultan inalcanzables, inabarcables y falsamente universales. Me gusta cómo lo dice la ensayista y psicoanalista brasileña Suely Rolnik (a quien cito): “El peligro del monocultivo no está únicamente en la soja, sino en un pensamiento único”.
Todo se mueve como siempre en este fin de julio, pero cada año se complican más los rastros que dejamos en el suelo, si es que alguien decidiera mirar a los humanos desde arriba. Cuando digo los humanos, me refiero al puñado de privilegiados que buscan en estos días cumplir con el mandato de huir de...
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Aurora Fernández Polanco
Es catedrática de Arte Contemporáneo en la UCM y editora de la revista académica Re-visiones.
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