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DESTELLOS DE VERANO (I)

Vivir en la Luna

El alunizaje de los astronautas norteamericanos en el verano de 1969 rebasó una frontera tecnológica, pero también la que separa al sueño de la realidad

Miguel Ángel Ortega Lucas 2/08/2024

<p>A la izquierda, la Luna del Tarot de Marsella restaurado por Jodoroswky y Camoin. A la derecha, el astronauta Aldrin sobre la superficie lunar (NASA). / <strong>M. Á. O. L.</strong></p>

A la izquierda, la Luna del Tarot de Marsella restaurado por Jodoroswky y Camoin. A la derecha, el astronauta Aldrin sobre la superficie lunar (NASA). / M. Á. O. L.

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Durante milenios fue el único farol en la noche del mundo, la emperatriz en el bosque a oscuras. El Sol era el dios originario, adorado como Padre Cósmico de la luz, el calor y la vida. La Luna era la gran Madre a la que se encomendaba el ser humano cuando aquél desertaba puntual: una antorcha solitaria como un risco solitario; un altar inalcanzable y a la deriva al que rezar cuando se cernían las sombras y el miedo crecía en derredor, como un gigantesco rostro de bestia sin rostro. El Sol es siempre el Sol, más lejano o más cercano según la época, más implacable o velado de nubes según el día y la región. La Luna es distinta a cada paso en gradación y sueño, en tamaño y en contorno, y en intenciones. De ahí que su fascinación haya sido siempre mayor desde que los homínidos perplejos la buscaran en el cielo como el único consuelo en las tinieblas. Como algo anhelado desde siempre, y de alguna forma perdido. Resulta por ello lógico –de un modo sonámbulo, intuido sólo con la memoria de la sangre– que la hipótesis más plausible apunte a que nuestro satélite fuera una parte de la Tierra, desprendida de ésta tras una colisión de nuestro planeta con otro cuerpo celeste hace unos cuantos millones de años. Quizá todo nuestro sistema se desprendió del Sol alguna vez, y de ahí que seamos sus hijos girando en torno. Que la Luna se desgajara a su vez de la Tierra hasta erigirse en nuestra soberana consorte ilustra bien la ambivalencia de ese cuerpo celeste, que es símbolo y arquetipo, que es hija erigida en Madre; la más vieja custodia de la Humanidad.

Para quienes nacimos mucho después resulta difícil imaginar lo que pudo suponer aquel acontecimiento de hace ahora cincuenta y cinco veranos; exactamente del 20 de julio de 1969. Cuando los astronautas Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins llegaron a la superficie de esa deidad –a la que aquí, por tal respeto, pondremos la L mayúscula–. Qué estremecimiento pudo temblar en el espinazo mismo de la Tierra; de los millones de terrícolas asomados a aquella ventana precaria en blanco y negro de la televisión, sin dar crédito, a veces literalmente, a lo que veían. 

Para la audiencia española lo contó en directo Jesús Hermida, corresponsal de TVE en Nueva York por aquel entonces. Quien, causalmente –juro sobre la Biblia de los juicios americanos que he escrito el primer párrafo de este artículo antes de saberlo– comenzaba así su narración: “Ahí está, ahí está… Lentamente, muy lentamente, el pie de un astronauta (…) tantea como un niño recién nacido, levanta sus brazos para tocar a la madre como algo que aún no sabe… dónde agarrarse…”. El balbuceo emocionado de Hermida pudiera ser prueba de que improvisara el discurso, esa metáfora del niño recién nacido. También pudiera ser que, de manera absolutamente legítima, lo tuviera ya pensado, porque una cosa así no se cuenta todos los días y mucho menos para la memoria colectiva de un país entero. Pero qué causalidá, repito: el astronauta como “un niño recién nacido” que buscara “tocar a la madre”. 

Dice al respecto Alejandro Jodorowsky, altísimo lector de símbolos de nuestra era: “La Luna representa el arquetipo femenino materno por excelencia. Es el mundo de los sueños, de lo imaginario y del inconsciente, tradicionalmente asociados a la noche. Simboliza el misterio del alma, el proceso secreto de la gestación, todo lo que está oculto…”. 

De alguna manera, la llegada de los tripulantes norteamericanos a la Luna pudo simbolizar para muchos la constatación de que cualquier cosa era posible ya: cualquier libertinaje de la imaginación o el sueño o el inconsciente. Sucedido, además, en el corolario de una década, la de los años sesenta, en que se había buscado romper todos los esquemas, todos los mapas trillados por las generaciones previas sobre lo que “se podía hacer” y lo que no. Tampoco sería extraño que más de un atragantado de cualquier religión pensara entonces que aquello era una herejía: de algún modo, pisar la Luna era pisar un territorio sagrado, vetado para el ser humano desde que éste tenía memoria. ¿Qué diablos hacía la gente allí? ¿Qué diablo le había puesto allí, donde Dios no había dado permiso para llegar? 

Avanzar es transgredir límites. De ahí que conculcar el orden establecido tenga siempre resonancias de crimen, de pecado contra el orden “natural” de las cosas

Avanzar es transgredir límites. De ahí que conculcar el orden establecido tenga siempre resonancias de crimen, de pecado contra el orden “natural” de las cosas. Pero aquella transgresión del verano de 1969 se vivió en todo el mundo como una fiesta expansiva. Lo había logrado la inteligencia técnica del país más poderoso del mundo, con permiso de la URSS, y de los hitos de la URSS (fue el cosmonauta ruso Yuri Gagarin el primero en realizar un vuelo espacial alrededor de la Tierra, en 1961). Pero todo el planeta lo entendió como un triunfo colectivo y fraterno; como si se culminara la batalla contra las tinieblas aquellas que nos atenazaban millones de años atrás, cuando la Luna era el único candil que protegía de las pesadillas y los depredadores en la cueva. En el 1969 después de Cristo apenas quedaban lugares en la Tierra –como las profundidades oceánicas– que no estuvieran sometidos por la arrogancia de la tecnología humana. 

Hermida lo contó para los españoles, y más de treinta años después lo escenificó la serie televisiva Cuéntame cómo pasó, de una forma que debe de parecerse mucho a como se vivió en muchos hogares de España. Sucede en ese capítulo que los niños protagonistas, con Carlitos Alcántara a la cabeza, construyen su propio cohete de cartón en el descampado en que suelen jugar, y hasta consiguen ponerlo más o menos en órbita. Los adultos, por su parte, se arremolinan de madrugada en torno al televisor como si fuera una misa. Algunos personajes lloran. “Eso es un cuento chino”, se rebota la abuela de los Alcántara: “Son cómicos, como los de Manolita Chen”. Porque la televisión parecería también, según y cómo, una caja diabólica. Si ya era cosa de brujería que salieran voces de los aparatos –la radio y el teléfono–, eso de que se asomara un desconocido por un agujero al salón de la casa debió de resultar el colmo para muchos ancianos de la época. Ésos que al pasar el tiempo, y acostumbrarse, respondían con mucha educación a los presentadores cuando éstos daban las buenas tardes: “¡Buenas tardes!”… Todavía hoy, hay quien dice no tragarse el cuento chino o norteamericano: el presunto “viento de la luna” que hacía flamear la bandera estadounidense sería la prueba de que todo fue un teatrillo de la Inteligencia americana dirigido por Stanley Kubrick –a quien difícilmente se podría imaginar como esbirro de su gobierno, la verdad–. Antonio Muñoz Molina, por cierto, sacó otro hermoso libro de su veta memorialística titulado así, El viento de la luna.  

La Luna es el hada madrina de los que buscan la comunicación intuitiva, poética, con el lado oculto de las cosas

Carlitos Alcántara representa en esa serie a la generación que alcanzó la mayoría de edad en España con la muerte del franquismo y el inicio de la transición política: tiempos en los que soñar con lo imposible, aquí, era prácticamente obligación. Cuántos siguieron soñando después de esa edad con el mismo ímpetu es quizás una pregunta de tintes melancólicos… Pero justo de eso trata la otra cara de la Luna. Jodorowsky de nuevo: “Según cómo la enfoquemos, representará la comunicación intuitiva profunda o la soledad, la separación, la locura…”. 

¿Qué sentirían aquellos hombres que salieron de la Tierra para verla por primera vez desde Allí Arriba? ¿Qué sentirían al poner un pie en el altar de la abuela y la bruja, la hija y madrina de la Tierra…? 

La Luna es el hada madrina de los que buscan la comunicación intuitiva, poética, con el lado oculto de las cosas. Pero si tal búsqueda carece o pierde la dirección –el anclaje a tierra–, el don degenera pronto en condena y el visionario se convierte en loco: o sea, en lunático; borracho de quimeras sin timón que no llevan a ninguna parte. Hay que encontrar por tanto el equilibrio. “La Diosa Luna es bruja, y a su vez embruja” –escribía la psicóloga junguiana Sallie Nichols poco después del desembarco lunar, ya en los años 70–. “Al igual que Circe, su magia puede convertir a los hombres en cerdos, y, al igual que Medusa, su mirada hipnótica puede paralizar la voluntad”. Porque la Luna puede ser en su modo creciente, generoso y fértil, la benigna abuela Artemisa; pero en decadencia, en su estado menguante y encorvado de introspección, también puede ser Hécate, “la negra bruja de los caminos”. 

Claro que la oscuridad es el límite último que el ser humano confronta para probarse: para ensanchar su conocimiento, a costa de sumergirse en lo más terrorífico del mundo; o sea, de sí mismo. Carl Jung: “No se consigue la iluminación por imaginar figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad”.

¿Qué sentirían aquellos hombres que salieron de la Tierra para verla por primera vez desde Allí Arriba? ¿Qué sentirían al poner un pie en el altar de la abuela y la bruja, la hija y madrina de la Tierra…? Hay una escena tragicómica al respecto en otra serie de televisión, la británica The Crown. Sucede que el consorte de la reina Isabel II, el duque de Edimburgo, aventurero impenitente, se reúne con los cosmonautas en el palacio de Buckingham, poco después de la hazaña, para probar, aun en boca ajena, las mieles de esa gloria histórica. Pero su decepción es igualmente épica al comprobar la simpleza de los tres atletas del aire: según los pintan ahí, para los tres muchachos de la NASA, haber transgredido el Gran Límite tenía la misma significación que ganar la liga de béisbol.  

Federico García Lorca es uno de los mayores ejemplos de seres enlunados –él diría “enduendados”– que hayan existido

O sea: vivían en la luna, en el peor de los sentidos. Mientras tanto, otros que jamás concibieron la posibilidad de pisarla han sabido compenetrarse infinitamente más con ella. De vuelta en España, Federico García Lorca es uno de los mayores ejemplos de seres enlunados –él diría “enduendados”– que hayan existido. Una filóloga norteamericana contó, entre su poesía y su teatro, casi trescientas referencias a la luminaria nocturna (porque hay gente que se dedica a esas cosas en la Tierra). Contemplándola durante mil noches sonámbulas, con anhelo y angustia y fascinación, desde una escotilla en Nueva York o desde su balcón solitario en el Tamarit, Lorca supo ver con su intuición lo que millones de seres humanos no verían jamás ni aunque fueran allí de crucero espacial veraniego. El Romance de la luna, luna, así como el personaje que la encarna en Bodas de sangre, son algunos de los ejemplos mayores de esa ambivalencia de la que hablábamos: nunca sabremos, en realidad, si es la asesina de los personajes o el dulce espectro pálido que les ampara y guía hasta el Otro Lado una vez muertos. (La Luna también rige las mareas internas y externas; las aguas, que simbolizan el origen nutricio, la semilla, el refugio emocional.)      

Hace muy poco podía leerse este titular (terrorífico) en El País: “¿De quién es la luna?”. Subtítulo: “Ahora que las posibilidades de explotación económica se hacen reales, el espíritu comunal de los primeros tratados de los años sesenta empieza a flaquear”. 

Por supuesto, el simio tecnocapitalista de la odisea espacial también debe trazar fronteras de propiedad hasta en la Luna. Es muy probable que, de haber escuchado Lorca tal cosa, hubiera escrito, espantado, una posdata neoyorquina sobre aquel mascarón de la selva africana devastando para siempre Wall Street: 

…Que ya la Bolsa será una pirámide de musgo.

“Un pequeño paso para el hombre y un gran salto para la Humanidad”, fue la frase del astronauta Armstrong –ésta sí venía escrita seguro de su casa–… Sin embargo: “Los hombres del espacio”, concluía Sallie Nichols, “no trajeron de allá ningún rayo mágico que iluminara nuestros sueños, solamente una bolsa llena de piedras, dejando allá, en la virginal superficie, un solar donde aparcar. Tiene razones [la Luna] para negarse a cualquier acercamiento; teme que el hombre envenene su naturaleza, como ha hecho con la madre Tierra, explotándola y maltratándola… ‘Busca dentro de tu propia tierra la respuesta a tu inquieto preguntar’, parece decirnos. ‘¿Por qué aspiraría el hombre a conquistar las regiones superiores cuando no ha resuelto aún los problemas ecológicos en la Tierra? ¿Por qué se atreve a desvelar los misterios del cielo cuando todavía no ha descubierto los secretos de su propia geografía interior?’.”

…Son mentira los aires. Sólo existe
una cunita en el desván
que recuerda todas las cosas…
¡¡Y la luna!! 

Durante milenios fue el único farol en la noche del mundo, la emperatriz en el bosque a oscuras. El Sol era el dios originario, adorado como Padre Cósmico de la luz, el calor y la vida. La Luna era la gran Madre a la que se encomendaba el ser humano cuando aquél desertaba puntual: una antorcha solitaria como un...

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Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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