malas compañías (VI)
La bona parte de Maquiavelo; el maquiavelismo de Napoleón
El emperador francés leyó con suma atención ‘El príncipe’, resultando mucho más peligroso que el estadista
Miguel Ángel Ortega Lucas 27/06/2024
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Hay obras de arte cuyo espíritu llega tan lejos, atravesando el tiempo y sus naufragios, que se llega a olvidar a su autor. Como si fueran hijas de la misma vida y no de un sujeto particular. También hay, y esto es más singular aún, nombres que acaban por deglutir a las obras por las que fueron célebres, convirtiéndose ellos mismos en arquetipo: una trama puede ser shakesperiana; y ciertas situaciones, entre lo absurdo y lo grotesco, resultan kafkianas. El término napoleónico no sólo remite a los acontecimientos y épocas marcados por el prócer francés del siglo XIX; también puede sugerir un ego colosal. Maquiavélico, sin embargo, se referirá siempre a una persona, de motivaciones igualmente ególatras, cuyas formas de pensar y proceder rayan casi lo demoníaco.
Tal vez ningún nombre en la historia, como ese último, haya acabado teniendo una connotación tan injusta, por la simple vía de la incomprensión. Claro que las palabras acaban significando lo que la gente decide que significan. Sinónimos de maquiavélico, según la RAE: astuto, taimado, ladino, calculador, retorcido, engañoso, mentiroso, falaz. Hay algo mejor. En la lengua inglesa existe el término Old Nick para referirse al Diablo. Pues bien: el tal Nick es Niccolo Machiavelli. El pobre Nicolás (no confundir con “el pequeño” ídem), que escribió a principios del siglo XVI una obra tan inmortal como mal interpretada, seguramente porque casi nadie la ha leído: El príncipe.
Hubo un tipo que sí la leyó con suma atención, tres siglos después: Napoleón Bonaparte. Un señor que no necesita presentación, si tenemos en cuenta que lo napoleónico dominó en su época media Europa y parte de lo que queda más allá. Maquiavelo, sin embargo, sí precisa de un esbozo previo, aunque sea a pinceladas florentinas.
Que es el sitio donde nació, la Florencia de 1469. Un lugar y una época en que acabaron convergiendo más genios que en un consejo de ministros contemporáneo: Leonardo da Vinci, Miguel Ángel Buonarroti, Filippo Brunelleschi… Nicolás Maquiavelo. Éste trabajó como diplomático, técnico y estratega, pero fue también poeta, dramaturgo, músico, dibujante e historiador; sugieren sus cartas que gran amigo de sus amigos, y tirando a enamoradizo. Durante su época de actividad fulgurante, entre los 28 y los 42 años, ejerció de embajador ante emperadores, reyes y papas en misiones delicadísimas, coordinando también acciones militares. En 1512 cayó en el ostracismo tras la toma de Florencia por las tropas españolas y el subsiguiente ascenso de los Médici al poder, en detrimento de los Solderini. Fue expulsado de la ciudad, y poco después torturado al identificársele erróneamente como conspirador contra el nuevo orden.
Deshonrado, sin trabajo y recluido en su casa de campo de San Casciano, no muy lejos de Florencia, Maquiavelo escribe entonces (1513) una suerte de compendio de sus conocimientos sobre el poder, los ejércitos y el comportamiento del poderoso, sus cortesanos y sus sometidos. Con el fin de ofrecérselo a Lorenzo de Médici, el Magnífico, ganarse sus favores, y ganarse así otra vida: “…Y si alguna vez Vuestra Magnificencia dirige sus ojos a este humilde lugar –concluye la dedicatoria–, verá cuán indignamente tengo que soportar los continuos y duros ataques de una suerte adversa”.
Existe una edición de El príncipe, publicada hace un par de décadas por Espasa Calpe en su Biblioteca Austral, que permite al lector no sólo enterarse de qué iba Maquiavelo, sino también, o sobre todo, de qué iba Napoleón Bonaparte, al recoger las notas que el emperador de la Francia estampó de su puño y letra al leer ese libro. Se trata de una experiencia de lo más divertida y edificante (algo menos que el TikTok, y sólo un poco más que un consejo de ministros). Tanto por lo que se aprende de Maquiavelo, como por lo que se desprende de Bonaparte.
Escribe Maquiavelo, por ejemplo: “…quien conquista este tipo de estados [lo que él llama “principados mixtos”] tiene que respetar dos condiciones si quiere conservarlos: eliminar el linaje del antiguo príncipe, y no alterar sus leyes ni sus impuestos”. Apostilla Napoleón: “Simpleza de Maquiavelo. ¿Podía conocer él tan bien como yo todo el dominio de la fuerza? (Se refiere a lo de las leyes y los impuestos, que por la fuerza se cambian también. Por eso, lo de “eliminar linajes” sí le parece luminoso: “No me olvidaré de esto en cuantas partes establezca yo dominación”). Si Maquiavelo pone como ejemplo de gobernante a Francesco Sforza, duque de Milán, replica Napoleón: “Espero ser un ejemplo no solamente más fresco, sino también más perfecto y sublime”. Etcétera.
Al escribir El príncipe, Maquiavelo no habla de cómo le gustarían a él que fueran las personas y los gobiernos, porque no viene al caso, sino cómo los ve él
La soberbia del líder francés da unas veces risa, otras espanto; otras, las dos cosas juntas (“acuchillar, hacer añicos, despedazar, aniquilar, aterrar”…). También hace reflexionar sobre hasta qué punto la fe en uno mismo puede mover montañas. Y se impone la confirmación de que sólo un narcisismo como ése, combinado con el valor, la resistencia, la astucia y la absoluta falta de escrúpulos, permite a ciertos depredadores de esta especie trepar hasta la cima de la pirámide alimentaria. [Véase, para una lectura más moderna, al matrimonio Underwood de la serie de televisión House of cards, por ejemplo]. Pero si los desahogos de Napoleón son el mejor testimonio para comprender ese tipo de carácter, aún lo es más comprender que no es el diagnóstico de Maquiavelo, sino el punto de vista usado para su diagnóstico, lo que debiéramos poner a otra luz.
En plata: al escribir El príncipe, Maquiavelo no habla de cómo le gustarían a él que fueran las personas y los gobiernos, porque no viene al caso, sino cómo los ve él –fría, empírica, implacablemente–, ante el amplio inventario de su experiencia junto a algunos de los seres más poderosos del planeta (Europa era el planeta por entonces), y habiendo ejercido el poder él mismo, aun de manera vicaria. La palabra diagnóstico es exacta porque la postura de este hombre, en tanto escribe, resulta la de un analista del comportamiento humano en tesituras muy concretas. No es un erudito siniestro (ladino, calculador, retorcido) que quiera susurrar con malas intenciones al oído de Lorenzo de Médici: es sólo que su conocimiento y visión de la estrategia política es lo más valioso que tiene para ofrecerle; la única carta que le queda para trocar su “suerte adversa” y recuperar su posición en la ciudad. Por otra parte, su preocupación a lo largo del libro por la península italiana –saqueada, dice, por “bárbaros” extranjeros de Nápoles a Lombardía– resulta transparente. Su exhortación final al Médici a erigirse en el “nuevo príncipe” que sane las “llagas gangrenadas” del país es, claro, obligada para rendirle tributo, pero lo cortés no le quita lo sincero.
Maquiavelo escribe como un biólogo que sacara conclusiones tras muchos años viviendo en la selva
Con un desapego emocional necesario para lo que se propone –que es, repetimos, llamar la atención de un hombre poderosísimo, no cantar con lira–, Maquiavelo escribe como un biólogo que sacara conclusiones tras muchos años viviendo en la selva. De ahí que deslice, más cerca del principio que del final: “No me vayan a considerar presuntuoso si digo que para tratar este tema me baso en el pensamiento de los demás”. (…“Advertencia necesaria para entenderle”, susurra Napoleón, que le entendía en casi todo.)
Es con esos mimbres que no duda en aseverar, por ejemplo: “Es necesario que un príncipe que se quiera mantener aprenda a no ser bueno, porque es obvio que un hombre que quiera hacer profesión de bueno, entre tantos que no lo son, se hundirá”.
El libro está lleno de sentencias como esa. Hace falta penetrar en él sin reservas, como por los subterráneos de un castillo, para comprender que, si cabe acusarle de algo, es en todo caso de una visión negrísima de la condición humana, al menos cuando se trata de medrar y sobrevivir –que es lo que la mayoría hace casi todo el tiempo–. Una visión tan desalentada, tan desconfiada, que su receta para el “príncipe” no puede más que resultar acorde; pudiendo resumirse ésta, por cruda que pueda sonar, en ser el más rápido, el más astuto y frío moviendo ficha: porque juega en un tablero minado en el cual, si alguien no es un cabrón, es que es un hijo de la gran puta. [Véase como ejemplo de esto la serie de televisión –basada en los libros de otro que seguro leyó a Maquiavelo– Juego de Tronos].
Maquiavelo está convencido de que el ser humano es un depredador del que nunca conviene fiarse cuando busca el poder, y del que rara vez conviene fiarse cuando se trata de esperar su lealtad, porque resultará un títere del miedo y del deseo. Pero –esto también es importante– no es que descalifique al ser humano por inmoral: en todo caso, para él es amoral. De buen grado hubiera recurrido, para explicar su tesis, a la vieja fábula de la rana y el escorpión. Este termina clavándole el aguijón a la rana justo después de prometerle que no lo hará, si le hace el favor de cruzar el río montado sobre ella: “Lo siento; es mi naturaleza”, se disculpa, clavándoselo, antes de hundirse los dos…:
En general se puede afirmar que los hombres son ingratos, inconstantes, falsos y fingidores, cobardes ante el peligro y ávidos de riqueza… Mientras les beneficias son tuyos, pero cuando la necesidad se acerca te dan la espalda. Así que, quien no se defienda, se hundirá.
De ahí que, al dar sus pautas socio-político-militares, Maquiavelo ejerza el ingrato papel de un cirujano que asesorara sobre la mejor forma de operar un cuerpo corrupto. No entra (no puede entrar) en si es aceptable o no la operación: sólo es alguien que ha visto a mucha gente matar y morir, física y políticamente, y explica a un potentado del siglo XVI cómo sobrevivir en el proceso… Con la ironía –que seguramente no se le escapase– de que lo hace para poder sobrevivir él mismo.
Y aquí es donde el lector no puede más que sonreír por una ironía mayor: al ver a Napoleón reprochar a Maquiavelo ser un “moralista”
Es así, rozando el pesimismo extremo, como se le acaba filtrando entre líneas la amargura, y se vislumbra al hombre que es en realidad: alguien que espera muy poco de la bondad de su especie, por más que quisiera. A pesar de lo cual recomienda siempre la opción menos dañina. Cosa en la cual Napoleón no se ponía de su parte en absoluto.
Y aquí es donde el lector no puede más que sonreír por una ironía mayor: al ver a Napoleón reprochar a Maquiavelo, tres siglos después de muerto este, ser un “moralista”. Un flojo, vamos; un débil mental que se deja vencer por los buenos sentimientos cuando, “en materia de Estado”, todo eso resulta “intempestivo”: “¿Qué importa el camino, con tal de que se llegue?”, apunta el emperador cuando señala Maquiavelo a los que han llegado al principado “por un camino delictuoso y nefasto”. Y cuando este asevera que matando a los ciudadanos y traicionando a los amigos “se puede obtener el poder, pero no la gloria”, truena el césar francés: “¡Preocupaciones pueriles! La gloria acompaña siempre al acierto, de cualquier modo que suceda… / Triunfad siempre, no importa cómo; y tendréis razón siempre. / El buen hombre de Maquiavelo carecía de audacia”.
El buen hombre de Maquiavelo. Cuyo nombre todavía se usa como paradigma del mal. En tanto a Napoleón Bonaparte se le recuerda como fundador del Estado moderno
El buen hombre de Maquiavelo. Cuyo nombre todavía se usa como paradigma del mal. A quien los Médici jamás hicieron caso alguno, y que acabaría muriendo en la pobreza. En tanto a Napoleón Bonaparte se le recuerda –obviando esas minucias de cómo llegó adonde llegó– como fundador del Estado moderno, toda vez que impuso el modelo surgido tras la Revolución francesa –de cuyos paladines, por cierto, escribe: “No la hicieron más que para enriquecerse, y su codicia crece con sus adquisiciones”–. Alguien para quien el fin siempre justificaba el camino a seguir, o segar, porque Él, Napoleón, era el Camino, la Verdad y la Vida.
Disponer de sus comentarios a El príncipe es, amén de lo edificante y divertido, la confirmación de que Nicolás Maquiavelo no erraba apenas nada en su diagnóstico sobre aquellos que aspiran a someter a la selva, y que rayan la psicopatía. El libro es un clásico porque, mutatis mutandis, su visión es perfectamente aplicable a la fauna que medra a día de hoy en cualquier esfera de eso, tan poliédrico y ambiguo, que llamamos poder. (“¡Maquiavelo! ¡Qué secreto les revelas! Pero no te leen ni te leyeron jamás”.)
Lo maquiavélico entonces –o maquiavelista– no es ni más ni menos que el diagnóstico –la puesta en crudo para quien quiera verlo– de la mentalidad imperante desde hace milenios. Esa inercia, artillada de miedo y codicia y mezquindad, por la cual “antes de que tú me jodas, te jodo yo”. Porque a la vida hay que salir con un puñal entre los dientes. “De bueno, tonto” es una frase que ilustra bien esa concepción. También otra luminaria del refranero hispano: “Mejor malo conocido que bueno por conocer”.
Hay obras de arte cuyo espíritu llega tan lejos, atravesando el tiempo y sus naufragios, que se llega a olvidar a su autor. Como si fueran hijas de la misma vida y no de un sujeto particular. También hay, y esto es más singular aún, nombres que acaban por deglutir a las obras por las que fueron célebres,...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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