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MEMORIA REPUBLICANA

Pi y Margall, entre nosotros

Nacido en Barcelona hace exactamente dos siglos, el político fue una de las figuras más fascinantes del republicanismo y sigue iluminando las grandes tareas democratizadoras del presente

Gerardo Pisarello 12/08/2024

<p>Litografía de Francisco Pi y Margall, por Contreras. / <strong>Sociedad de Literatos</strong></p>

Litografía de Francisco Pi y Margall, por Contreras. / Sociedad de Literatos

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El anuncio de un acuerdo de investidura en Catalunya ha convocado un fantasma que espanta a las derechas y a ciertos sectores de la izquierda: el del federalismo plurinacional. La propia presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha irrumpido con un bramido iracundo para advertir de que estamos a las puertas de “una República laica, federal, y plurinacional”. Como en tantas otras ocasiones, los exabruptos de Ayuso solo buscan distraer la atención y evitar cualquier discusión sobre el proyecto centralista, clasista e insolidario que ella misma lidera. Sin embargo, tienen una virtud: obligarnos a evocar la única República federal proclamada en la historia peninsular y, de paso, rescatar la figura de quien, con más solvencia y convicción, defendió el proyecto que horroriza a Ayuso: Francesc Pi y Margall.

Nacido en Barcelona un 29 de abril de 1824, Pi fue en su tiempo una de las figuras más fascinantes y emblemáticas del republicanismo hispano. O como dice Xavier Domènech, “el principal pensador político de talla europea que hemos tenido en nuestra península en los últimos doscientos años”.

Hijo de una familia de trabajadores artesanales pobres, llegó a convertirse en uno de los personajes públicos más interesantes de su época. Fue uno de los principales dirigentes del Partido Republicano Democrático Federal, fue elegido diputado en Cortes varias veces y se desempeñó, durante poco más de un mes, como jefe del ejecutivo de la Primera República.  

Antes de llegar aquí, Pi fue un autodidacta en muchos campos. A pesar de sus modestos orígenes, su talento y el esfuerzo de sus padres le permitieron acceder a una temprana formación clásica en escuelas religiosas. Con el tiempo, esta impronta católica se vería desplazada por un creciente racionalismo y por un anticlericalismo convencido.

Durante su primera juventud, Pi se ganó la vida como maestro particular, conferencista, crítico de arte y periodista. Más tarde, y con indisimulado desgano, incurriría en el ejercicio de la abogacía, dedicándose fundamentalmente a la defensa de trabajadores y desvalidos.

De las barricadas a la presidencia de la República de 1873

Como otros dirigentes del republicanismo plebeyo, la personalidad política de Pi se fraguó al calor de las grandes movilizaciones de su época. En Barcelona hasta los 23 años, y el resto de su vida en Madrid. Siempre entre barricadas y exilios. En las revueltas anti-oligárquicas barcelonesas de 1840 y 1843 o en la Vicalvarada madrileña de 1854, una suerte de 15-M avant la lettre, que sacudió fuertemente la Villa y Corte. Al son de la europea “Primavera de los Pueblos” de 1848, o de las algaradas de la “Revolución Gloriosa” de 1868, el levantamiento que forzó la caída de Isabel II y abrió un experimento inédito de democratización política y social en la Península.

De aquella época de la vida de Pi data su primera obra importante, La Reacción y La Revolución, publicada en 1854, cuando tenía treinta años. En ese trabajo, y en los artículos que publicó en periódicos como La Discusión, sentaría las bases de su republicanismo popular: socialista, laico, antibelicista, inserto en un proyecto federal plurinacional, iberista e internacionalista.

Estos fueron los ideales que Pi defendió como diputado en las Cortes posborbónicas de 1869. Y fueron, también, los que propugnó desde el ejecutivo de la Primera República en 1873. Escritores como Walt Whitman o Víctor Hugo dedicaron a “La Federal”, como la llamaba el pueblo llano, encendidas líneas, convencidos de que la joven República expresaba la posibilidad de que la justicia y la paz entre los pueblos se extendiera a Europa toda. Gracias a ella, el nombre de Pi trascendió las fronteras. Los propios Marx y Engels advirtieron pronto su talento. Engels, de hecho, vio en Pi a uno de los pocos dirigentes conscientes de que una República federal solo podía sobrevivir si era percibida como un proyecto transformador por las clases jornaleras y por las incipientes fuerzas obreras.

Pi, ardiente defensor de la Comuna de París de 1871, propició, desde el poder y fuera de él, una revolución lo más democrática, masiva, y pacífica posible. Nada de eso hizo de Pi un ingenuo. Su república era una república con principios, pero realista, que no dudaría en armarse si era saboteada por el golpismo de derechas.

Como ministro de Gobernación, de hecho, Pi desbarató varios golpes de Estado impulsados por la derecha de aquel tiempo. Lo hizo con valentía y autocontención, a pesar de no tener formación militar, movilizando a la guardia republicana y desarmando a sus adversarios. Con igual convicción se enfrentó al carlismo reaccionario o al Partido negrero desde el minuto uno conspiró contra una República de claras inclinaciones abolicionistas. Esto no convirtió a Pi en un personaje belicista, ni mucho menos. Siempre defendió el recurso al mínimo de violencia indispensable e hizo todo lo que estuvo a alcance para no que no se reprimiera a los cantonales, a quienes Pi consideraba aliados impacientes, pero nobles, de la República en construcción.  

Al final fue derrotado, pero mantuvo en pie sus ideales hasta el último de sus días. A comienzos de 1874, de hecho, dejó una sorprendente autocrítica escrita de sus propias actuaciones al frente del ejecutivo republicano. En su alegato, Pi reconocía que no haber movilizado al pueblo federal había permitido a los adversarios oligárquicos de la República conspirar contra ella y abrir paso a una nueva Restauración borbónica.

Un resistente en tiempo de las Restauración borbónica

Mientras la República se mantuvo en pie, Pi no dudó en pedir un giro a la izquierda que le permitiera enfrentar a detractores con más solidez. Ese giro no llegó, pero no dejó de evocarlo nunca.

Tanto en su activismo social como tras su paso por las instituciones, Pi dejó una impronta única en las generaciones que mantuvieron vivo ese empeño. Miles de luchadoras y luchadores de inicios del siglo XX encontraron en el Pi resistente de los años de la Restauración Borbónica de 1875 una referencia insoslayable. Sus conferencias, sus artículos de prensa, su célebre ensayo de 1876, Las Nacionalidades, y sobre todo su ejemplo personal, inspiraron a socialistas y republicanos de toda laya.

Lejos de buscar la moderación, los escritos de la última etapa de la vida de Pi igualan y a veces superan en fervor militante a los de su juventud. El lector o la lectora de las Cartas íntimas o de sus entregas en El Nuevo Régimen, se encontrarán con un cautivador hombre de acción, de nobles sentimientos, al que nada de lo humano le es ajeno, como quería Terencio.

En las páginas de ese Pi tardío puede encontrarse al amante de la naturaleza que frecuentó a Lucrecio y que se acercó con respeto a los pueblos amerindios y al campesinado hispano. Al activista que, casi octogenario, criticó el machismo del derecho civil de su tiempo, defendió los derechos de las mujeres y abogó por una sexualidad libre. Al panteísta que criticó la crueldad contra los animales y que promovió el esperanto como posible lengua común de la humanidad. Al socialista cada vez más convencido que convocó al proletariado a levantarse contra el capital y que declaró abiertamente “la guerra a la guerra” y al colonialismo.

Muchas de estas posiciones fueron incomprendidas y rechazadas por el pensamiento dominante de la época. Todavía hoy los censores conservadores y reaccionarios de Pi insisten en presentarlo como “un ser glacial, rencoroso y atrabiliario”. Quienes así hablan no perdonan que su fuego interior se propusiera iluminar los anhelos de las mayorías populares antes que “disipar los temores burgueses a la democracia”. En eso, en efecto, no siguió el camino de otros republicanos acomodaticios, como el locuaz y florido Emilio Castelar. Pi defendió siempre un republicanismo socialmente transformador y de fuerte contenido plebeyo.

A lo largo de su vida, Pi pagó su compromiso con el exilio, la prisión, e incluso con algún atentado que casi le cuesta la vida. No fue un mártir republicano a la manera de Mariana Pineda o de Rafael del Riego, pero los inquisidores de ayer y de siempre pondrían un notable empeño para que su nombre se desvaneciera en el olvido. No le perdonaron que no se traicionara. Que se marchara de la vida austero, sin apenas bienes materiales, defendiendo hasta sus últimos días sus convicciones humanistas e internacionalistas.

Los legados de un federal honrado e insobornable

Si la trayectoria vital y las ideas de Pi lo enfrentaron en más de una ocasión con los poderes dominantes, también despertó gran entusiasmo entre nuevas voces republicanas, socialistas, anarquistas, e incluso feministas de su época.

Pi influyó notablemente, por ejemplo, en librepensadoras como Rosario de Acuña o Belén de Sárraga. También en la anarquista Federica Montseny, quien lo comparó nada menos que con Goethe, Cervantes, o Kant. Su influencia puede advertirse asimismo en figuras señeras del republicanismo peninsular. Desde Manuel Azaña a Lluís Companys, pasando por los republicanos catalanes Francesc Layret, Gabriel Alomar o Antoni Rovira y Virgili; por el gallego Castelao, por el andaluz Blas Infante o por los dirigentes libertarios Anselmo Lorenzo, Salvador Seguí o Joan Peiró.

Tras la revolución rusa de 1917, hubo comunistas heterodoxos, libertarios, como Joaquín Maurín o Jordi Arquer, que reconocieron en el viejo patriarca del republicanismo ibérico antecedentes de sus propias posiciones. No era casual. Después de todo, el proyecto que con tanto afán defendió Pi desde las páginas de El Nuevo Régimen, se parecía mucho a lo que años después Antonio Gramsci denominaría un Ordine Nuovo. Buena parte de la vida del republicano catalán estuvo dedicada a construir ese orden nuevo, mediante alianzas que prefiguraron los frentes populares y frentes amplios de los siglos venideros.

Algunos estudiosos modernos de la obra de Pi, como Antoni Jutglar, no dudaron en compararlo con Allende. Sus ideas socialistas democráticas, su confianza en el juego limpio constitucional, su defensa de las libertades civiles, justifican el parangón.

A doscientos años de su natalicio, las ideas y la trayectoria de Pi nos siguen interpelando. Su republicanismo, su federalismo plurinacional de libre adhesión, su anticolonialismo, su pacifismo insobornable. Un auténtico programa de transformaciones radicales que quizás no vea la luz en el corto plazo, pero que la especie humana no puede eludir sin exponerse a su extinción.

A contrapelo de quienes lo muestran como un doctrinario abstracto o como un reformista moderado, ha llegado la hora de rescatar al Pi revolucionario cuyo fuego interior sigue iluminando las grandes tareas democratizadoras del presente.

Rebelde ante todo determinismo, sabía que la lucha republicana por la igual libertad y por la minimización de todo poder arbitrario era una utopía sin fin, jalonada por triunfos, tropiezos, duras caídas y renovadas batallas democráticas.

También aquí, como Allende, pudo haber concluido, incluso en las horas más duras de la amenaza reaccionaria: “podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen, ni con la fuerza. La historia es nuestra, y la hacen los pueblos”.

Así lo hizo, de hecho, sin adulterar sus convicciones y confiando a la juventud la apertura de nuevos caminos: “Se dirá que me extralimito, pero ¿qué importa? Tengo fe en el porvenir de la humanidad y en la generación que viene tras la mía”.

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Gerardo Pisarello acaba de publicar Una utopía republicana. Los legados de Pi y Margall (La Oveja Roja).

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Autor >

Gerardo Pisarello

Diputado por Comuns. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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