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JARDÍN DE GENTE

Plantas de interior

Las calles argentinas están extrañamente vacías de manifestantes. Está por verse cuándo y cómo volverán a sonar

Socorro Giménez 6/09/2024

<p>El pequeño jardín de interior que su hermana le regaló a la autora. / <strong>S.G.</strong></p>

El pequeño jardín de interior que su hermana le regaló a la autora. / S.G.

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Hacia el final de The Dreamers, de Bernardo Bertolucci, tres muy jóvenes y bellos duermen la borrachera en una tienda de campaña montada en la sala de un espléndido piso parisino. Es febrero de 1968. La chica se despierta y, semidesnuda, va hacia la cocina, conecta una manguera a la boca de salida de gas y la lleva de vuelta serpenteando hasta la carpa. Se recuesta nuevamente entre sus dos amantes, uno de los cuales es su hermano, dirige el extremo de la manguera hacia su propia cara, pegada a la de ellos y, llorando, cierra los ojos. Una piedra arrojada desde la calle rompe una ventana: irrumpe en el idilio mortífero junto con el ruido del exterior, donde marcha una multitud que grita “Dans la rue! (‘¡A la calle!’).

Es agosto de 2024 en Buenos Aires, y el departamento en el que vivo desde hace cinco meses y que alquilo a costa de más de una tercera parte de mi sueldo ya empezaba a parecerse a un nido después de varios arreglos forzosos (entre otras cosas, se inundaba cada vez que llovía, y en Buenos Aires eso es mucho inundarse). Había conseguido armar las bibliotecas, colgar algunos cuadros, y ahora me parece que hasta estaba preparando la tienda de campaña en el dormitorio. Entiéndaseme bien: nada de mangueras de gas, pero sí un sitio lo bastante mullido como para pasar allí todo el tiempo que pudiera lo más gustosa e indoloramente que pudiera, quizá tanto como para apenas tener que salir si no estaba obligada. Además del agua que se colaba por los ventanales, los arreglos habían logrado atenuar incluso el ladrido de los perros, infinitos perros, perros solitarios y desesperados durante largas horas del día que los habitantes del barrio de Palermo parecen necesitar cada vez más (a golpe de vista y oído, calculo un perro cada tres personas).

Todas las cosas que acomodamos para que cada mañana al levantarnos y cada vez que volvemos a casa se parezcan a nosotros se habían vuelto un amasijo de cosas

En fin, hace unos días, a eso de las cuatro de la tarde, volvía yo de mi lugar de trabajo, de mi trabajo “presencial” hacia el trabajo en la computadora de mi casa (como si eso no fuera también una presencia, siempre sedente, siempre frente a una pantalla), cuando, desde la salida del ascensor, vi la puerta del departamento entornada. “Me dejé la puerta abierta”, pensé primero, aterrorizada de mí misma. Es una de las cosas que pueden ocurrir cuando el nido acoge demasiado, porque una pierde reflejos. Pero ya más cerca vi que el marco estaba roto, casi arrancado. El indicio mandaba retroceder y llamar a la policía, o algo así, pero lo dicho: una pierde reflejos. Entré como sonámbula. Tuve suerte: ya se habían ido, pero me costó un rato entender porque la imagen que devolvía el nido me resultaba indescifrable. Cada cajita de cada cajón, todas las cosas que acomodamos con iguales inquietud y paciencia para que cada mañana al levantarnos y cada vez que volvemos a casa se parezcan a nosotros se habían vuelto un amasijo de cosas. Algunas de las que faltaban las vi rápido; otras fueron desapareciendo con los días. Lo primero fue la plata, i soldi, els diners, the money, l’argent, los risibles ahorros conseguidos a lo largo de muchos meses, años de trabajo; la alcancía que se acovacha en las casas medias argentinas porque desde 2001 aprendimos a no confiar en los bancos. Lo segundo fue la computadora (esa segunda casa), que justo porque ya no estaba y se había ido semiabierta, ramificó en un laberinto de múltiples pequeñas casas virtuales e interconectadas: programas, aplicaciones, redes, sitios protegidos con diversas contraseñas imposibles de recordar por impuestas y por cambiantes, sitios forzosa y confusamente habitados que ahora había que volver a intentar proteger con urgencia. El infierno que hemos creado.

Mareada, lo único que atinaba a hacer era mirar el pequeño jardín en maceta sobre mi escritorio, al lado de la ventana, un jardín de cactus y suculentas minúsculos dispuestos con auténtico arte de ikebana en torno a un recipiente también minúsculo que oficia de portavelas (un fogonero para liliputienses). Mi hermana lo hizo con gajos de plantas de su terraza y me lo regaló apenas me mudé: es mi jardín de interior, el único por ahora puedo tener, y estaba intacto.

–No tiene puerta, señora –me dice uno de los policías que han acudido a la llamada de emergencia–. Vamos a pedir una custodia hasta que venga la policía científica a tomar huellas y hasta que usted pueda hacerla arreglar. Mientras tanto no puede tocar nada. Su hermana tampoco. –Porque las llamadas de emergencia, claro, habían sido dos–. Cafecito sí, gracias.

Es de noche, ya fuimos mi hermana y yo a la comisaría –ella, un recordatorio del afecto y también del inventario que yo no puedo recordar– y trato de dormir en el sofá (la cama está tapada de cosas y no puedo tocarla). En el pasillo está el policía de custodia sentado en una de las sillas de mi comedor, concentrado en su teléfono. Miguel, treinta y pocos, bien plantado. Me habla desde el otro lado de los restos de la puerta:

–Disculpe, ¿le molesta si pongo a cargar el teléfono una media hora?

Lo enchufa y sale. Me inquieta que se quede allí sin hacer nada, sé que no voy a dormir, y como además del jardincito los libros son prácticamente lo único que sigue en su lugar –ya lo sabía Borges, Socorro, ¿por qué no elegiste los libros como escondite?–, busco y decido Bestiario, de Cortázar:

–No sé si pueda interesarte, son cuentos.

Mira la tapa de reojo y a mí apenas. Sigue sentado, alza la cabeza:

–Le agradezco, pero no. Voy a esperar el teléfono. Estoy leyendo la Divina Comedia y quisiera seguir, voy por la parte donde Dante llega al paraíso.

Ahí tenés, Socorro: Dante está llegando al paraíso en el teléfono (¡en el teléfono!) de tu arcángel Miguel custodio.

–Bueno, no sé si querés entrar y mirar si hay otra cosa (me da vergüenza tutearlo)… ¿El Martín Fierro?

–Ya lo leí, hace mucho. Y antes de este que estoy leyendo ahora terminé la obra completa de Lovecraft. Usted no se preocupe, trate de descansar. Y le digo una cosa; yo sé que no queda bien decirlo, pero esto es cosa de bandas latinas. Y aunque venga la científica delo todo por perdido.

¿Bandas latinas? Pienso en los Wawancó, pero este chico es joven y severo, así que me ahorro el mal chiste. Dante, José Hernández, Lovecraft, bandas latinas, darlo todo por perdido. Esto también es Argentina.

Creo que me he dormido, porque cuando llega “la científica”, como a las cuatro y media de la mañana, tengo que lavarme la cara en la cocina para responderles. Son dos: uno alto y flaco, desgarbado, que no llega a los treinta, y otro mayor y retacón, que toma la delantera, repasa con la vista el marco de la puerta de arriba abajo y, como si todo fuera un dibujo animado, lo toca y dice “Auch”. Esparcen un polvillo negro sobre algunas superficies –eligen las más pulidas–, les pasan unos pequeños plumeros y recogen ¿cintas adhesivas? ¿fotos? ¿papeles? Estoy demasiado mareada. Me estrechan la mano y se van.

Ahora es una chica, Romina –silenciosa, pelo negro apretado en una trenza larga hasta la cintura– la que ha relevado a Miguel de su puesto. Y van a pasar otras dos, y doce horas más hasta que me recompongan la puerta, mientras mi hermana y mi amiga me ayudan a reacomodar cada cajita en cada cajón para que las cosas vuelvan otra vez a ser casa. Para confirmar le pregunto a Romina:

–¿Alguna vez pasa algo con esas huellas?

–Naaah.

Quedan las huellas de la irrupción, el piedrazo en la ventana de la tienda de campaña, la rajadura en la casa-nido, la casa-refugio

Así que allá se van también mis esperanzas en el gracioso Poirot criollo y su ayudante. Pero sí pasa. Las huellas quedan y hacen cosas. Quedan las huellas de la irrupción, el piedrazo en la ventana de la tienda de campaña, la rajadura en la casa-nido, la casa-refugio, la casa-escondite. Quedan las marcas en la puerta y son llamados desde y hacia el exterior, despertadores, recordatorios de que casa y calle no están –no pueden estar nunca– del todo separadas. Mi jardín de interior bonsái también necesita luz, agua y aire.

Las calles argentinas están extrañamente vacías de manifestantes. El mileísmo libertario no suele ocuparlas, y el actual gobierno ha acudido a todos los recursos de la fuerza estatal para blindarlas contra protestas, cosa que parece haber logrado aunque los índices de pobreza siguen aumentando de manera brutal. Si sus empeños no hubiesen sido suficientes, el escándalo que rodea desde hace dos semanas al expresidente argentino tras la denuncia de su exesposa ha dado el golpe que faltaba, el mazazo definitivo para desmoralizar a la oposición popular. Incluso rabiosa frente al tratamiento mediático de la denuncia, y convencida de que el rumbo al mando de Milei conduce al precipicio, esa oposición acusa, acusamos, recibo de una nueva estafa política (otra más) y nos silenciamos, compungidos o acobardados, suspicaces de cualquier liderazgo. Está por verse cuándo y cómo volverán a sonar estas calles.

Hace años jugaba a hacer un pequeño experimento, una prueba, sobre la relación entre calle y casa. Tomaba la canción más célebre de Roberto Carlos, Un millón de amigos, de 1975, y les pedía a mis amigos que completaran un verso de una de sus estrofas. Me gusta mucho esa canción, la música y la letra; es una especie de Imagine latinoamericana, una canción de amor universal, jipi, que les animo a volver a escuchar. Y aquí voy a hacer de nuevo la prueba. Copio la estrofa del comienzo, para que vean cómo son la métrica y la rima, salteo fragmentos y dejo la tercera estrofa por completar. Completen ustedes el verso trunco:

Yo sólo quiero mirar los campos,

Yo sólo quiero cantar mi canto,

Pero no quiero cantar solito,

Yo quiero un coro de pajaritos.

Yo quiero creer la paz del futuro,

Quiero tener un hogar ………………

En 1975, todavía en la estela ya difuminada del mayo del 68 y cuatro años después del lanzamiento de Imagine de John Lennon, puesto a imaginar el mundo que quería, lo que pedía Roberto Carlos desde Brasil era un hogar –no ya sólo una casa– sin muros. Así termina ese verso originalmente. Pero hasta hoy, nadie que se haya sometido a mi pequeño experimento ha dicho otra cosa que “seguro”. El espíritu que rige la elección de palabras en uno u otro caso es exactamente el opuesto. No es para sorprenderse, porque ha corrido agua (turbia) desde aquel París que se quiso universal e imaginativo, pero es notable cómo incluso en nuestros sueños de un mundo ideal nos hemos vuelto irremediablemente mezquinos. No soy yo la excepción, y lejos de derribarla o dejarla abierta, he reforzado la puerta de mi departamento. Pero así como en otro artículo que se publicó aquí mismo hace unos meses califiqué de insuficientes a las burbujas que propone la ley de la selva, sé de nuevo ahora que vivo –que vivimos– en una linde inestable y precaria, porosa, y que por mucho que mis cosas aparezcan ordenadas en las mañanas cuando me hago el café, un poco más tarde cada día voy a tener que salir y repetir, por lo bajo o a los gritos: “¡A la calle!”.

Hacia el final de The Dreamers, de Bernardo Bertolucci, tres muy jóvenes y bellos duermen la borrachera en una tienda de campaña montada en la sala de un espléndido piso parisino. Es febrero de 1968. La chica se despierta y, semidesnuda, va hacia la cocina, conecta una manguera a la boca de salida de gas...

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Autora >

Socorro Giménez

(Mendoza, Argentina, 1973) es escritora y coordinadora editorial del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, MALBA.  En 2021 publicó en España su primer libro, Casa se busca (Caballo de Troya).

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