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Este jardín se está poniendo ralo, esporádico, algo desértico. No es, de hecho, lo que sucede con el clima natural de Buenos Aires, que manifiesta con cada vez más fuerza su carácter neotropical y otoña tardíamente. Crecen helechos en el alféizar de mi ventanal y han vuelto los mosquitos (nunca se fueron, pero incluso ahora, cuando despuntan los primeros fríos, abundan renovados, con una virulencia nunca vista). Digo entonces que el jardín tiende a ralearse porque espejeo: la que se está volviendo desértica, espinosa, apenas arbustiva soy yo, y puesta a escribir una nota sobre este mayo argentino casi quisiera desertar.
No soy ajena a la amargura, ni al desaliento ni a la rabia, pero esos ánimos pocas veces me invitan a escribir. Recorro las veredas porteñas, o los caminos de provincia, buscando la luz amable del otoño, los entresijos en los que suceden los encuentros, las señales de vida en la lengua de las gentes y los asombros mudos y encantados en las imágenes que ofrecen los lugares, las fuerzas naturales que siguen desplegándose. Siempre están ahí: es un asunto de atención, así que estoy segura de que siguen ahí, pero no siempre puedo oírlos, verlos.
Yo soy del siglo XX. No solo nací en el siglo XX: soy del siglo XX. Toda mi formación, la estructura vital anímica y cultural que me atraviesa y con la que compongo mi relación con el mundo es del siglo pasado, un siglo terrible y sangriento, sí (¿cuál no?), y también el siglo de la consolidación de las instituciones públicas. Pero todo cambia. El paradójico capital, cada vez más global y más concentrado y, aunque sepamos nombres y apellidos de sus dueños, también cada vez más autómata y anónimo, se apropia de las tierras, de los cuerpos, de los ánimos. “Y así como todo cambia, que yo cambie no es extraño”.
Veo con espanto lo que a todas luces prepara el gobierno argentino de Milei: el arrasamiento de las instituciones nacionales y, con ellas, el de los cuerpos, los ánimos y los recursos naturales. Sus planes –reforma laboral, reforma impositiva, reforma previsional, “incentivos” a la inversión extranjera y al blanqueo– están disponibles para quien quiera comprobar de qué se tratan. Sus objetivos son evidentes y, lo mismo que los mosquitos, muestran una virulencia nunca vista, pero no son del todo nuevos. Supone todo un triunfo del capital (ya desde el siglo pasado), que nos refiramos sin problemas al agua, los bosques, los animales, los minerales y al mismo sol como “recursos naturales”. Quizá en la circulación aproblemática de ese nombre ya se cifrara la ventura de las manifestaciones de la vida que designan, su destino de commodities, pero al menos pervivía, en el momento en que ese término se naturalizó, lo que hoy sobrevive a duras penas: instituciones y comunidades humanas que conciben su entorno natural y se relacionan con él de otro modo; como parte de su posibilidad de vida y sustento, sí, pero también, y a la vez, como parte de ellas mismas de un modo integral, que incide en sus quehaceres cotidianos y, en definitiva, en lo que conciben como la vida misma; como algo que, por lo tanto, demanda respeto y cuidado.
En la vida citadina que llevo, son los fresnos dorados (Fraxinus excelsior “aurea”) los que me informan con toda claridad amarillo-limón que el otoño se ha instalado en Buenos Aires, y que, a diferencia de esas hojas, hay otras cosas importantes que se están cayendo y que tal vez no reverdezcan.
Ya he dicho en otro artículo que vivo en un barrio privilegiado de esta ciudad. Voy a mi lugar de trabajo caminando y en el trayecto atravieso cada día de la semana el Parque Las Heras, que hasta 1962 fue el sitio donde funcionó la Penitenciaría Nacional, construida entre 1872 y 1876. En 1961 comenzó su demolición y, en 2008, fue declarado Sitio Histórico Nacional. Desde fines del siglo XIX y hasta la desaparición del penal, la zona era una barriada en la que vivían ex convictos y población marginalizada. Hoy rodean el parque altos edificios y viviendas de clase media alta, a dos cuadras de un importante centro comercial, el Alto Palermo, y en las veredas y los cajeros automáticos duermen familias enteras.
En estos días cruzo el parque andando por los senderos de cemento limpios y cuidados, bañada en repelente de mosquitos, mirando los palos borrachos y las araucarias, a los cortadores del pasto, a los chicos que juegan en las canchas de fútbol, a las chicas que patinan en una pequeña pista circular, o busco colibríes entre las salvias, todo el tiempo esquivando las jaurías de perros domésticos de todo tamaño y pelaje que los paseadores contratados atan a los árboles como racimos de globos o que, en el mejor de los casos, sus propios dueños llevan a correr y a desfogarse en ladridos como si fuesen ellos mismos. Cuando Milei ganó la presidencia este barrio vitoreaba.
Hace dos días crucé el parque de vuelta hacia mi departamento volviendo del trabajo. Era una tarde muy fría de cielo despejado y todavía plena luz. Tendido sobre uno de los prados vi un gran bulto envuelto por completo en plástico grueso y translúcido. Era evidentemente un cuerpo humano: atisbé los zapatos y algo que parecía la continuación de las piernas y el torso. Bordeé la zona del césped por el sendero y seguí caminando, pero la imagen de la bolsa, los zapatos, el tamaño del bulto, me trajeron a la mente las series y películas de terror que últimamente veo no sé bien por qué; probablemente para fugarme del terror real.
Tuve que volver. Muerta de miedo me acerqué al envoltorio y hablé fuerte:
– Ey, amigo, ¿estás bien?
Nada. ¿Es posible? ¿Será posible que esté encontrando un cadáver a plena luz del día en el Parque Las Heras?
– ¡Ey!
El cuerpo se movió y yo respiré. Tras zafarse con dificultad del plástico, asomó la cabeza un hombre como de mi edad con gorro de lana y poco abrigo, y cuando liberó el torso y se incorporó vi que al lado de él había también un niño dormido. Eran dos los cuerpos, solo que ni la cabeza ni los zapatos del niño alcanzaban los bordes del nailon: se fundían con la otra silueta (¿el padre?) en busca de calor.
– Es por los mosquitos, madre – me dijo.
Entonces me di cuenta de la nube que nos circundaba a los tres, y de las picaduras que ya tenía yo en la mano.
En el verano, cuando las cifras del dengue empezaban a crecer, y después de recorrer al menos veinte locales de Mendoza, pude conseguir varios frascos de repelente, y siempre llevo uno en el bolso. Se lo di:
– Salgan de aquí, hay muchísimos.
El jardín es ancho y las noticias son cortas, ya lo he dicho. Pero tal vez las noticias acaben con nosotros porque ya no sé si somos capaces de escuchar y ver los cambios que anuncian las estaciones, cada vez más enrarecidas, porque ya no sé si el siglo XXI es capaz de empatar algo con los fresnos, porque ya no sé si el alimento de la indignación pueda servir a alguien y sé que la tristeza no es alimento, porque ya no sé si en esta Argentina de la ley de la selva nos quede alguna otra posibilidad que no sea la de los repelentes, el abrigo y las burbujas de plástico que cada quien consiga como pueda para seguir respirando. Y también porque sé que esa respiración de burbuja no puede ser suficiente.
Este jardín se está poniendo ralo, esporádico, algo desértico. No es, de hecho, lo que sucede con el clima natural de Buenos Aires, que manifiesta con cada vez más fuerza su carácter neotropical y otoña tardíamente. Crecen helechos en el alféizar de mi ventanal y han vuelto los mosquitos (nunca se...
Autora >
Socorro Giménez
(Mendoza, Argentina, 1973) es escritora y coordinadora editorial del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, MALBA. En 2021 publicó en España su primer libro, Casa se busca (Caballo de Troya).
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