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Tribuna

Las consecuencias positivas de la reducción del tiempo de trabajo

Acortar la jornada laboral puede resultar una excelente palanca para el cambio de modelo productivo y para la mejora de la vida de las personas

Vicente López 14/09/2024

<p>Persona volando una cometa.</p>

Persona volando una cometa.

Umut Yilman / Unsplash

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La reducción de la jornada laboral, como en su momento ocurrió con el incremento del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) o la reducción de la temporalidad, es un anatema para la patronal y sus allegados. Entra dentro de la lógica del interés de clase: la relación laboral se basa en la compra (salario) por parte de las personas empresarias de una parte del tiempo de vida (jornada) de las personas trabajadoras. El aumento de uno y/o la reducción del otro empeoran, ceteris paribus, sus expectativas de ganancia a corto plazo: cuesta más el tiempo prestado por esas personas que viven de un salario (y a las cuales necesita el o la empresaria para llevar a buen término su negocio y así conseguir beneficios).

Las razones que oímos por parte de la patronal y los medios de comunicación que la apoyan para desacreditar la reducción legal de la jornada de trabajo no hacen, sin embargo, mención a esta esfera distributiva. Son más bien argumentos de raíz economicista o, mejor dicho, de un economicismo muy miope. Así, se establece el siguiente proceso causal en su narrativa: esta reducción conllevará una caída de la producción por trabajador (menos horas de trabajo) y consiguientemente, al realizarse sin reducción salarial, un aumento de los costes laborales por unidad de producto (coste laboral unitario), lo que supondrá una caída de la competitividad y, a corto y medio plazo, mayores dificultades de viabilidad económica y productiva de muchas empresas, dinamizando así los procesos de ajustes de costes laborales (en plantilla o en salarios). Pero, siguiendo dentro del marco conceptual de este economicismo: ¿la reducción de jornada supone indefectiblemente una caída de la productividad en términos monetarios?, ¿el aumento del coste laboral unitario conlleva siempre una reducción de la capacidad competitiva de la empresa?

Una reducción de jornada no tiene por qué suponer una caída de la productividad aparente del trabajo

La respuesta a estas preguntas es negativa. Como era de esperar, en esta línea causal hay mucha más ideología que economía, más interés de clase que ciencia contrastada, y en términos éticos, más egoísmo individual que equidad social. El primer elemento destacable es que una reducción de jornada no tiene por qué suponer una caída de la productividad aparente del trabajo (entendida como el valor añadido generado por trabajador): pueden cambiar los precios, el perfil del producto o servicio, el proceso productivo o la organización del trabajo. Que esto sea así o no, dependerá, entre otras, de la gestión y la estrategia empresariales.

Es evidente que esta gestión buscará reducir los costes laborales unitarios y maximizar los beneficios empresariales a corto o largo plazo; y lo hará, a través de los instrumentos que tiene para afectar la evolución del coste laboral (por persona) o de la productividad aparente del trabajo. Señalaba un directivo en un proceso de negociación de un convenio colectivo en el que participé hace tiempo que aumentar un 2% la masa salarial no era un problema si se aceptaban ciertos cambios organizativos (tecnológicos) que suponían, según sus previsiones, una mejora de la productividad, del valor generado de media por cada persona trabajadora (por encima de ese 2%, claro está). Es decir, os pago más si sois capaces de aceptar otras reglas de explotación por las que se pueda financiar, con vuestro esfuerzo, el aumento del coste laboral que reivindicáis. Así funciona el negocio y en esto consiste básicamente el cometido de la persona empresaria.

La evolución del coste laboral unitario en términos reales en el Estado español queda impresa en la caída continuada del peso de las rentas salariales en el PIB: pura aritmética. En las últimas décadas, el aumento del coste laboral ha crecido en términos medios por debajo de la productividad aparente del trabajo. La clase trabajadora ha perdido, desde finales de los setenta del siglo pasado, aproximadamente diez puntos porcentuales de participación en la renta. Dicho de otra forma, la mayor parte del crecimiento del “pastel” no ha ido a parar a los salarios, sino al bolsillo de los y las empresarias. Es un hecho. Esta es precisamente una de las razones básicas del aumento de las desigualdades en el reparto de la renta en nuestra economía y de la concentración de la riqueza en un porcentaje cada vez menor de la población. Eso sí, aunque no se haga eco de ello ni patronales ni organismos internacionales, este dato señalaría que existen márgenes suficientes en términos macroeconómicos para que la productividad pueda absorber sin mayores problemas la reducción de jornada planteada y el aumento de los salarios en términos reales. Se trataría de recuperar el peso relativo de la remuneración de los y las asalariadas en la renta. Esto sería (o debería ser) una muy buena noticia.

La clase trabajadora ha perdido, desde finales de los setenta del siglo pasado, diez puntos porcentuales de participación en la renta

Hablemos ahora del otro concepto estrella de la economía miope: la competitividad. Es evidente que este aumento previsible del coste laboral por hora trabajada no afectará por igual a todo el aparato productivo: influirá en todo caso en aquellas empresas o negocios que basen su capacidad competitiva en el bajo coste laboral, y no tanto en aquellas que lo hacen en la diferenciación de su producto o servicio en el mercado. Que este aumento de costes afecte a la competitividad empresarial no sigue una línea causal clara: dependerá de si este crecimiento se puede o no absorber a medio plazo con la reducción de los márgenes empresariales, y/o a través, como hemos señalado anteriormente, de la mejora tecnológica (en los procesos productivos o en los productos y servicios). En resumen, y desde esta perspectiva algo menos miope, la propia reducción legal de la jornada estaría, en todo caso, interpelando al colectivo empresarial a redefinir su estrategia competitiva: a dejar de lado la competitividad basada en la precariedad laboral (bajos salarios y altas jornadas) y reconducirla hacia una competitividad basada en más inversión, más innovación y mejores condiciones de trabajo, es decir, en mejorar lo que se produce y en cómo se produce.

El FMI, en su labor de defensor de los intereses empresariales, no solo olvida la caída continua de los costes laborales unitarios en las últimas décadas, sino que profetiza que la evolución de la productividad aparente del trabajo en los próximos años no va a ser capaz de absorber esta reducción de jornada u otras mejoras laborales. Ya hemos visto que es absurda esta visión estática de la dinámica productiva y de la gestión empresarial. Eso sí, cabe reiterar que la estrategia empresarial que se imponga mayoritariamente en nuestro aparato productivo será la consecuencia de esa correlación de fuerzas entre capital y trabajo que se dibuja en los procesos de negociación colectiva o de concertación social. Y no podemos olvidar que esta respuesta empresarial también dependerá de las dinámicas y características de nuestro actual modelo productivo: de su nivel medio de capitalización del puesto de trabajo o inversión en I+D+i, o de su estructura sectorial y empresarial.

Desde luego, para los intereses de la clase trabajadora que conforma la inmensa mayoría social, este aumento del coste laboral que se producirá en ciertos sectores de actividad (por suerte la jornada se ha ido reduciendo paulatinamente en los convenios colectivos gracias al esfuerzo del movimiento sindical), debería ser compensado: por un reparto más equitativo de la renta (reducción de los márgenes empresariales), o bien, a medio plazo, a través de la mejora tecnológica (en proceso o en producto). Pero, obviamente, los y las empresarias, en cada unidad de negocio y en función de sus relaciones intersectoriales o de la mayor o menor lenidad del marco institucional, pueden optar por otras respuestas, incluso por mecanismos de extracción de la plusvalía más cicateros y precarizadores: mejorar la productividad a través de la intensificación de la carga de trabajo (hacer lo mismo en menos tiempo), de la extensión de la jornada laboral (horas extraordinarias, que pueden o no ser remuneradas) o cambiando a medio plazo la misma estructura de sus plantillas para reducir los costes laborales (con procesos de externalización o deslocalización, o incorporando mano de obra más barata por ejemplo). La elección de unas medidas u otras (o un mix entre ambas), como hemos dicho, será la consecuencia de la dinámica y fortaleza del marco en el que se regula el empleo en cada empresa, en cada sector o en cada territorio.

Si se quiere mejorar la calidad de vida de las mayorías sociales y un reparto más equitativo de la riqueza, el coste laboral por unidad de tiempo debe aumentar

En todo caso, las últimas medidas del Gobierno, consensuadas con las centrales sindicales más representativas, CCOO Y UGT, estarían dinamizando, a través de la reducción de jornada legal, del aumento del SMI, del fortalecimiento de la negociación colectiva o de la reducción de la temporalidad, por poner algunos ejemplos, ese marco sociolaboral necesario para caminar hacia un modelo productivo más innovador y generador de mayor valor añadido. Se estarían poniendo así las bases para facilitar un cambio en la estructura productiva que sea compatible con una mejora en la calidad de vida de las personas y, en especial, de aquellos trabajadores y trabajadoras que se ubican en los sectores productivos con, entre otros, menores salarios y mayores jornadas laborales. No existen atajos: si se quiere mejorar la calidad de vida de las mayorías sociales y un reparto más equitativo de la riqueza, el coste laboral por unidad de tiempo debe aumentar, sobre todo entre los y las trabajadoras con peores condiciones de trabajo y de vida, y con ello reorientar los elementos en los que se basa la competencia de las empresas.

A modo de epílogo, es necesario, diría que urgente, que también empecemos a valorar política, social y laboralmente, estas y otras medidas alejándonos de este economicismo más o menos miope que nos invade. El homo sapiens es algo más que homo economicus, es algo más que, como señala Byung-Chul Han, ganado laboral; y el tiempo de vida es suficientemente importante (y fugaz) como para dejarlo en manos de intereses ajenos a la mayoría social. El interés egoísta que impone la clase capitalista no puede ser la esencia del interés general. No vivimos solo para trabajar (en términos de estar empleados) y generar beneficios económicos. El objetivo de cualquier propuesta progresista debería ir encaminada a trabajar menos, distribuir de forma equitativa el trabajo, sea o no productivo y, por supuesto, el producto generado. Reivindicar algo que ya apuntaban Paul Lafargue o Bertrand Rusell: más tiempo para la pereza y el ocio. Dedicar mucho más tiempo, como dirían los filósofos clásicos, a la contemplación y la política (la cosa pública). Más tiempo para relacionarnos de forma saludable, pacífica y sostenible, con nuestros semejantes, con nuestro entorno y con nosotros mismos. Debemos recuperar el control social (político) de una economía que no debería ser un fin en sí mismo, sino únicamente un instrumento capaz de proporcionarnos, a través de un trabajo digno, unas condiciones óptimas para desarrollar una vida buena, dentro de los límites ecológicos que nos impone nuestra pertenencia a la Naturaleza.

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Vicente López es director de la Fundación 1º de Mayo.

La reducción de la jornada laboral, como en su momento ocurrió con el incremento del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) o la reducción de la temporalidad, es un anatema para la patronal y sus allegados. Entra dentro de la lógica del interés de clase: la relación laboral se basa en la compra (salario) por parte...

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Vicente López

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