ENTREVISTA HISTÓRICA A SIMONE DE BEAUVOIR
«No basta con ser mujer»
Alice Schwarzer 26/09/2024
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Entre 1972 y 1982, la periodista y feminista alemana Alice Schwarzer dialogó repetidamente con Simone de Beauvoir, con quien mantuvo amistad hasta su muerte. Esta entrevista fue realizada en 1982 (cuando Beauvoir tenía 74 años) y forma parte del libro Conversaciones con Simone de Beauvoir, editado por Triscatela.
Después de La ceremonia del adiós, prepara usted la publicación de las cartas de Sartre. Hablemos de la relación entre ustedes, una relación que, desde hace varias generaciones, ha constituido, y tal vez siga constituyendo, el modelo de relación sentimental que respeta la libertad de cada persona. Más de dos años después de la muerte de Sartre, ¿qué otras cosas nos dirá esta correspondencia? ¿Sobre él, sobre ustedes?
Que era una relación muy tierna, y a la vez muy alegre. También llena de confianza, tanto intelectual como emocionalmente. Pienso, por ejemplo, en las cartas que me escribió Sartre durante la guerra. Cuando estaba prisionero (por suerte, lo estuvo en buenas condiciones –incluso tenía una oficina–) escribió un prólogo a La edad de la razón; lo apreciaba mucho y, sin embargo, después de mi crítica, él simple y llanamente lo rompió. En resumen, estas cartas muestran la influencia que tuve en él como crítico, lo cual, además, era recíproco. La inspiración era, para ambos, algo personal. Pero luego, en la etapa de elaboración, cada uno de nosotros era extremadamente receptivo a las críticas del otro. También tenía mucha confianza en mí en cuanto a su vida amorosa: me lo contaba todo, incluso los detalles...
¿Eso no le dolía?
No. Porque teníamos una confianza total. Cada uno sabía que, pasara lo que pasara, el otro era la persona más importante de su vida.
¿Nunca lo ha dudado?
Sí. Una vez. Lo escribí en mis Memorias. Por un momento dudé, porque no conocía a la otra... Fue Dolores –la llamo M. en mis Memorias– entre el 44 y el 45, en América. La época de la gran depresión en la posguerra. Hablaba de ella con tanto afecto y estima que me pregunté por un momento: ¿no estará ella más cerca de él que yo? Se lo pregunté y él respondió: «¡Es contigo con quien estoy!».
¿Esta posición privilegiada nunca ha sido cuestionada por uno ni por otro?
No, nunca. Tal vez porque Sartre era muy orgulloso, pensaba que ningún hombre sería un rival serio para él…
Cuando se lee La ceremonia del adiós, una se da cuenta de que a Sartre no le importaba mucho el acto sexual. Yo supuse, por lo tanto, que su relación nunca se basó principalmente en la sexualidad. ¿Es una opción? ¿Eliminó, al menos, los celos físicos? ¿Y la dolorosa reorientación una vez que la atracción sexual se extingue?
Quizás... Es necesario añadir que tampoco había celos intelectuales: éramos demasiado orgullosos, el uno y el otro, como para temer a otros competidores. Y efectivamente, el acto sexual en sí mismo no le interesaba especialmente a Sartre, pero le gustaban las caricias. Para mí, el sexo con Sartre me importó mucho los dos o tres primeros años –con él descubrí la sexualidad–, pero después perdió importancia, en la medida en que, para Sartre, tampoco la tenía. Aunque seguimos manteniendo relaciones sexuales durante mucho tiempo, quince o veinte años, no era lo esencial.
Pienso que lo esencial era la relación intelectual entre ustedes. A menudo se han referido a usted como «la gran sartreana», la «primera discípula de Sartre»: ¿qué opina de esa interpretación?
Pienso que es falso. ¡Archifalso! Es cierto que en filosofía él era un creador y yo no, ¡pero hay muchos hombres que tampoco lo son! Yo reconocía su superioridad en ese campo. Así que, en lo que respecta a la filosofía, yo era efectivamente discípula de Sartre, puesto que me adherí al existencialismo. Discutimos mucho sobre El ser y la nada: me opuse a algunas de sus ideas, y a veces eso le hizo cambiar un poco el rumbo.
Yo, en cambio, insistía en que hay situaciones en las que la libertad no puede ejercerse o es sólo una mistificación
¿Por ejemplo?
En una primera versión de El ser y la nada, hablaba de la libertad como si fuera casi total para todos. O, al menos, que siempre era posible ejercer la libertad. Yo, en cambio, insistía en que hay situaciones en las que la libertad no puede ejercerse o es sólo una mistificación. Me dio la razón, y por ello, pasó a darle mucha más importancia a la situación en la que se encuentra el ser humano.
Eso fue entre 1941 y 1942, ¿antes de su encuentro con el marxismo...?
Sí.
¿Y qué hacía usted en aquel momento?
No dependía de Sartre, en la medida en que escribía mis propios libros, mis propias novelas. Había apostado por la literatura. Incluso El segundo sexo, que tiene un trasfondo filosófico –el existencialismo sartreano– es una creación total: refleja mi visión de la mujer. Es así como yo la vivía.
¿Cómo se consigue incluso con alguien como Sartre –intelectual y humanamente muy atractivo– no caer en la trampa de querer ser «su» esposa? ¿Una criatura relativa que se contentaba con estar a su lado? ¿Cuáles fueron los factores determinantes para que usted llevara una vida autónoma?
La huella que dejaron los primeros años de mi vida. Siempre quise tener una profesión. Quería escribir mucho antes de conocer a Sartre. Y yo tenía sueños –no fantasías: sueños, deseos, incluso voluptuosos– bien definidos, mucho antes de conocerlo. Por lo tanto, para ser feliz, tenía que realizar mi vida. Y la realización, para mí, llegó ante todo a través del trabajo.
¿Y cuál fue la actitud de Sartre?
Él fue el primero en estimularme. Después de aprobar las oposiciones –había trabajado mucho– quería relajarme un poco, disfrutar de la felicidad, del amor de Sartre... Fue él quien me dijo: «Pero, vamos a ver, Castor, ¿por qué no reflexiona más? ¿Por qué no trabaja más? ¡Quería escribir! No querrá convertirse en un ama de casa ¿verdad?». Insistió mucho en que debía conservar mi autonomía. Especialmente a través de la obra literaria.
Si no la hubiera conocido, probablemente Sartre habría acabado en una estructura matrimonial muy convencional...
¿Sartre casado? Se habría aburrido encerrado, eso seguro. Es cierto que habría sido muy fácil de engatusar. La mala conciencia... Pero rápidamente se deshacía de ella.
Y en su caso, la mala conciencia, ¿ha conocido ese sentimiento de culpa tan extendido entre las mujeres?
No, nunca he tenido mala conciencia en ese sentido. De vez en cuando sentía remordimientos, cuando rompía amistades brutalmente. De eso nunca he estado muy orgullosa. Pero, en general, tengo una buena conciencia –a veces es casi inconsciencia, creo–.
En general, me parece que es usted alguien que no piensa demasiado en sí misma.
Es cierto. No aplico demasiado mis análisis a mi propia persona. Es un proceso que me es ajeno.
Jean Genet dijo una vez, al hablar de su pareja, que usted era el hombre y Sartre la mujer. ¿Qué quería decir con eso?
Quería decir que, en su opinión, Sartre tenía una sensibilidad más rica que la mía, una sensibilidad que se podría calificar de «femenina», mientras que yo tenía, según él, unos modales más bruscos. Pero esa reflexión de Genet también tiene mucho que ver con su propia relación con las mujeres: no le gustan mucho…
Pero en parte es cierto que usted tiene un lado «arisco», lo reconoce usted misma. Y esa energía, esa agudeza intelectual, esas expresiones gélidas cuando no le gusta alguien o algo... Es una persona muy radical.
Sí, es cierto.
Conozco muchos casos en los que una mujer que se arroga el derecho a mostrar su inteligencia, su firmeza de carácter, es penalizada. La reacción de su entorno es: «¿Eres equiparable a un hombre? ¡Entonces no eres deseable como mujer!». ¿Ha experimentado eso?
No.
Entonces, ¿nunca ha tenido la tentación de compensar sus maneras «masculinas» jugando a la «mujercita»?
¡Oh, no, nunca! Trabajaba y además tenía a Sartre. Si las cosas tenían que pasar, pasaban, pero no las perseguía. Cuando, en Estados Unidos, me enamoré de Algren –el cambio de aires, además de su encanto y todas sus cualidades–, no tuve que fingir ser algo distinto a lo que soy. También él se enamoró de mí.
Para usted, ¿el deseo siempre ha estado ligado a los sentimientos?
Sí, creo que sí. Además, nunca deseé a un hombre que no me desease a mí. Fue más bien el deseo del otro lo que me atrajo.
Nunca deseé a un hombre que no me desease a mí
Prudencia…
Sí. Puede que haya tenido fantasías a veces. Pero en realidad, ningún hombre me ha tocado si no éramos ya grandes amigos.
¿Nada de «sexualidad anónima»?, ¿de deseo puramente físico, satisfecho con cualquiera?
¡Oh, no, eso jamás! No tiene nada que ver conmigo. Tal vez sea puritanismo, el resultado de mi educación, pero nunca, jamás me sucedió. Ni siquiera en los periodos en los que no tenía un amante, que no tenía ninguna actividad sexual. Nunca se me ocurrió ir a buscar a un hombre.
¿Es «femenina» esa reserva?
No lo sé.
Cuando habla de su sexualidad, solo habla de hombres. ¿Nunca ha tenido una relación con una mujer?
No, nunca. Siempre he tenido una gran amistad con las mujeres. Muy tierna, a veces incluso con una ternura muy dulce. Pero nunca despertó ninguna pasión erótica en mí[1].
¿Y por qué no?
Sin duda, por mi educación. Me refiero a toda ella, no sólo la que recibí en casa, sino también las lecturas, las influencias que marcaron mi infancia. Me empujaron hacia la heterosexualidad.
Pero, en teoría, ¿la homosexualidad le parece una idea aceptable? ¿Incluso para usted?
Totalmente. Totalmente aceptable. Las mujeres no deben estar condicionadas únicamente por el deseo del hombre. Sobre todo porque, en mi opinión, todas las mujeres de hoy en día ya son un poco... un poco homosexuales. Simplemente porque las mujeres son más deseables que los hombres.
¿Cómo es eso?
Son más bonitas, más dulces, su piel es más agradable. En general, tienen más encanto. Es muy común, en una pareja normal, que la mujer sea más agradable, incluso intelectualmente. Más viva, más atractiva, más divertida.
¿No es un poco sexista lo que dice?
No. Porque eso también se debe a las diferentes condiciones de los sexos, a sus diferentes realidades. Los hombres de hoy tienen a menudo ese lado un tanto grotesco del que también se quejaba Sartre: esa manera de fanfarronear desarrollando grandes teorías, esa falta de plasticidad, de agudeza.
Correcto. Pero las mujeres también tienen sus defectos. Y últimamente incluso han vuelto a sentirse orgullosas de ellos. En Alemania –y también en otros lugares– estamos asistiendo a un renacimiento de la «feminidad». La llamada «nueva feminidad» (que en realidad no es otra cosa que la antigua) con una vuelta al estereotipo y al «rol femenino» tradicional: elogio de la afectividad en lugar de la inteligencia, la tranquilidad «natural» en lugar de la voluntad de lucha, la mitificación de la maternidad como un acto creativo en sí mismo, etc. Usted escribió en El segundo sexo: «Una mujer se hace, no nace» ¿Cómo reacciona ante este retorno de algunas mujeres a una «naturaleza femenina»?
¡Creo que es volver a esclavizar a las mujeres! La maternidad sigue siendo la mejor forma de hacerlo. No quiero decir que toda mujer que sea madre sea automáticamente una esclava: puede haber condiciones de vida en las que la maternidad no sea esclavitud. Pero en general, hoy en día, esto sigue siendo así. Mientras se considere que la principal tarea de las mujeres es tener hijos, no se involucrarán en la política, la tecnología... y no disputarán la supremacía de los hombres. Revivir la mística de la maternidad, el «eterno femenino», es tratar de retrotraer a la mujer a su antiguo estatus.
Y esto es muy conveniente en tiempos de crisis económica mundial.
Exactamente. Como no podemos decirles a las mujeres que es una tarea sagrada fregar ollas y sartenes, les decimos: es una tarea sagrada criar un hijo. Pero en el mundo actual, criar a los hijos no es ajeno a fregar ollas: obliga a la mujer a quedarse en casa. Es una forma de hacerla regresar a la posición de un ser relativo, de segunda clase.
¿Entonces el feminismo ha fracasado en parte?
Creo que, de hecho, el feminismo, hasta ahora, sólo ha llegado a un pequeño número de mujeres. Algunas acciones han llegado a muchas, como, por ejemplo, la lucha por el derecho al aborto, pero hoy en día, el feminismo representa, a los ojos de muchas personas, una cierta amenaza, a causa del paro y por poner en cuestión los privilegios masculinos. Así que se resucita el estereotipo que permanece vivo en la profundidad de la mayoría de las mujeres: han seguido siendo, en su mayoría, mujeres-mujeres... Se vuelve a dar un cierto valor ideológico a la feminidad, que se utiliza para intentar restablecer la imagen –destrozada por el feminismo– de la «mujer normal», relegada, sumisa, etc. Una imagen que suscita mucha nostalgia y que nos esforzamos en revivir.
Una pregunta a la existencialista y a la marxista: ¿qué pasa con la libertad de las mujeres en las circunstancias actuales? ¿Dónde pueden actuar y cuáles son los límites con los que inevitablemente nos encontraremos? ¿Cuál es el camino, la estrategia para salir del círculo infernal de la «feminidad»? Nosotras, las feministas, ¿hemos cometido errores?
Es difícil de decir. Ya es bueno haber hecho algo. Y las circunstancias no eran nada favorables... Pero es cierto que muy al principio del movimiento ha habido cosas que no eran muy buenas. Por ejemplo, el rechazo de algunas mujeres a todo lo que proviniese de los hombres. Su deseo de no hacer nada «como los hombres»: rechazo a organizarse, a trabajar, a crear, a actuar. Siempre he pensado que hay que coger las herramientas de las manos de los hombres y utilizarlas. Sé que las feministas están muy divididas sobre el camino a seguir. ¿Deben las mujeres ocupar cada vez más puestos, compitiendo con los hombres? Eso implicaría sin duda adquirir algunos de sus defectos, así como sus cualidades. ¿O debería rechazarse por completo esa vía? En el primer caso, logran más poder. En el segundo caso, se reducen a la impotencia. Por supuesto, si se trata de tomar el poder y ejercerlo de la misma manera que los hombres… no será así como se cambiará la sociedad. En mi opinión, el verdadero proyecto de las feministas sólo puede ser cambiar la sociedad y el lugar de las mujeres en ella.
Siempre he pensado que hay que coger las herramientas de las manos de los hombres y utilizarlas
Usted misma eligió el primer camino: escribió y creó «como un hombre». Y, al mismo tiempo, intentó cambiar el mundo.
Sí, y esta doble estrategia me parece el único camino. ¡No es necesario negarse a asumir las llamadas cualidades masculinas! Hay que correr el riesgo de mezclarse con el mundo de los hombres, que es, en gran medida, el mundo a secas. Por supuesto, tomar este camino también supone arriesgarse a traicionar a otras mujeres, a traicionar al feminismo. Una cree que ha escapado... Pero emprender el otro camino entraña el peligro de asfixiarse en la «feminidad».
En ambos caminos, muchas mujeres han experimentado rechazo y humillación.
Yo he tenido la suerte de no ser humillada nunca. No he sufrido por el hecho de ser mujer. Aunque –como escribí en el prefacio de El segundo sexo– me molesta mucho escuchar: «Piensas así porque eres una mujer». Siempre respondo: «Eso es ridículo; ¿piensas eso porque eres un hombre?».
Sobre la literatura. Actualmente existe una controversia entre las feministas: ¿debemos fomentar la cantidad o la calidad? Es decir, ¿debemos ser tan duras, tan críticas con las mujeres como lo somos con los hombres? ¿O debemos, por el contrario, regocijarnos por el simple hecho de que escriban?
Creo que hay que saber decir que no. Incluso a las mujeres. ¡No, eso no está bien! Escribe algo más, ¡intenta mejorar! Sé más exigente contigo misma. No basta con ser mujer. Recibo muchos manuscritos de mujeres que escriben con la esperanza de ser publicadas. Son amas de casa de cuarenta o cincuenta años, sin profesión, los hijos se han ido de casa, tienen tiempo... Muchas mujeres empiezan a escribir en ese momento. Suele ser una historia autobiográfica, casi siempre sobre una infancia infeliz. Y creen que es interesante... Expresar las cosas por escrito puede tener una función importante para la salud mental, pero eso no significa que haya de ser obligatoriamente publicado. No, creo que las mujeres tienen que ser muy exigentes consigo mismas.
¿La existencia del movimiento feminista ha cambiado algo para usted a nivel personal?
Me ha hecho más sensible a los detalles, a ese sexismo cotidiano que pasa casi desapercibido porque parece tan «normal». Un equipo de feministas parisinas lleva unos cuantos años escribiendo para Les Temps modernes sobre este «sexismo cotidiano» que yo no había percibido antes.
Antes de que existiera el Movimiento, usted decía «ellas» al hablar de las mujeres. Ahora dice «nosotras».
Para mí, no significa «nosotras las mujeres» sino «nosotras las feministas».
La palabra «feminismo» se ha convertido en una moneda muy inflacionista. Por ejemplo, en Alemania federal, el poderoso movimiento pacifista cuenta con cierto número de mujeres que se declaran feministas: como «madres que quieren salvar el mundo del mañana para sus hijos», como «mujeres, portadoras de vida», o como «mujeres, por naturaleza más pacíficas que los hombres». Que serían, por tanto, destructivos «por naturaleza»...
¡Esto es absurdo! Absurdo, porque las mujeres tienen que luchar por la paz como seres humanos y no como mujeres. Este tipo de argumento no tiene ningún sentido: después de todo, si las mujeres son madres, los hombres también son padres. Además, las mujeres se han aferrado hasta ahora demasiado a su papel procreador, «maternal»: esto sigue siendo caer en la mistificación del papel femenino. Esto no es lo que hay que potenciar. Las mujeres pacifistas, al igual que los hombres, pueden decir que no al sacrificio de las generaciones jóvenes, pero no porque sean personalmente mujeres o madres. En resumen, deberían abandonar totalmente esa parafernalia. Incluso si –y precisamente porque– se les anima a unirse a los movimientos pacifistas en nombre de su feminidad o maternidad. ¡Es simplemente una artimaña de los hombres para devolverlas a sus propias entrañas! Además, las mujeres con poder no se comportan de forma diferente a los hombres. Podemos verlo con Indira Gandhi, Golda Meir, la señora Thatcher, etc. No se transforman de repente en ángeles de la misericordia y de la paz.
Llas mujeres tienen que luchar por la paz como seres humanos y no como mujeres
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, usted y Sartre han sido intelectuales comprometidos, han militado apasionadamente –a través de sus escritos y sus actos– en la protección del medio ambiente, por más justicia y libertad en el mundo. Habían depositado ciertas esperanzas en la revolución, en la URSS, en China, en Cuba... y experimentaron decepciones. Los crímenes cometidos en nombre de Francia durante la guerra de Argelia le afectaron personalmente, como describe en sus Memorias. Habló usted públicamente, y con mucho valor, por la descolonización, y lloró noches enteras por estar «avergonzada de ser francesa». ¿Y hoy? ¿Qué opina de la evolución política del mundo en general y de Francia en particular? ¿Votó a Mitterrand?
Sí. Porque trajo un poco más de justicia. Más impuestos para los ricos y mejores pensiones para los pobres. También desde el punto de vista feminista ha habido algunos avances. Yvette Roudy es una ministra con presupuesto. Concede muchos créditos a las mujeres y especialmente a las feministas que han sido capaces de fundar centros de investigación o revistas. Ha hecho campaña a favor de la anticoncepción y está trabajando para que se aplique realmente la ley Veil sobre la interrupción voluntaria del embarazo. Incluso se habla de que el aborto sea financiado por la Seguridad Social. En cuanto al resto... sinceramente, tampoco esperaba milagros. Nadie lo hace, especialmente con la actual crisis económica... Este gobierno socialista tiene que ser muy moderado y prudente, porque de lo contrario tendría que enfrentarse a una revolución. Y eso no es el objetivo actual. Tampoco quiero una revolución violenta y sangrienta, al menos no por el momento. El precio sería demasiado alto. No se trata de cambiar el orden mundial de arriba abajo, simplemente, en Francia, mejorar un poco la sociedad tal y como es.
En esta entrevista hemos hablado tanto de hombres que, para terminar, me gustaría mencionar a la mujer que ha estado cerca de diez años en su vida y hoy, tras la muerte de Sartre, sin duda es la persona más querida para usted. Me refiero a Sylvie Le Bon, de 39 años, profesora de filosofía en la Universidad de París. Son raras las grandes amistades entre mujeres...
No estoy tan segura. Hay muchas amistades entre mujeres que duran, mientras que los amores pasan... En cambio, entre los hombres, creo, las verdaderas amistades son extremadamente raras. Las mujeres entre ellas se dicen muchas cosas.
París, septiembre de 1982.
[1] En el epílogo del libro José Lázaro escribe sobre esta respuesta: Hoy sabemos que esto es falso, y lo sabemos porque ella misma quiso que lo supiésemos. Pero negar su bisexualidad en 1982 era todavía una prudente medida de defensa propia. Beauvoir tuvo que soportar muchas críticas, rechazos e incluso insultos por la heterodoxia de su relación con Sartre y por el contenido de sus escritos y declaraciones, especialmente de sus libros autobiográficos. No es sospechosa de cobardía en ese sentido. Pero hay un límite (variable según los criterios de la época) en que todo el mundo tiene derecho a ocultar su vida privada para no dar más armas al enemigo. Y además esa necesidad de hacer concesiones temporales a la mentira, negando la bisexualidad que practicó toda su vida, la confesó ella misma en otra de las entrevistas publicadas en este volumen, la de 1976.
Entre 1972 y 1982, la periodista y feminista alemana Alice Schwarzer dialogó repetidamente con Simone de Beauvoir, con quien mantuvo amistad hasta su muerte. Esta entrevista fue realizada en 1982 (cuando Beauvoir tenía 74 años) y forma parte del libro Conversaciones con Simone de Beauvoir, editado por...
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Alice Schwarzer
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