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El cariz que han tomado los acontecimientos a partir de las denuncias de violencia machista a Íñigo Errejón y a otros hombres1 a través de relatos anónimos, difusos y morbosos nos obliga a preguntarnos si es posible cimentar un proyecto de transformación y justicia social, como es el feminismo, sobre las bases del terror, la amenaza generalizada y la crueldad. Reconociendo lo reprobable de las conductas que se señalan también estamos obligadas a preguntarnos desde dónde y cómo podemos compartir nuestras vivencias de violencia sin caer en la espectacularización del malestar y el uso interesado de nuestro dolor.
Hay dos elementos que están siendo cruciales en esta puesta en escena: la cultura de la indignación y el uso de la categoría de víctima. Cuando hablamos de la cultura de la indignación no nos referimos a la expresión legítima del enfado acumulado ante la impunidad y los daños infligidos. La cultura de la indignación es la transformación del enfado en espectáculo. Este marco hace que sea imposible conectarnos con la compasión y la solidaridad, pero en cambio contribuye a que la culpa y el miedo sean omnipresentes.
Por otra parte, la categoría de víctima nos habla del proceso a través del cual la experiencia indeseada se transforma en identidad. Un proceso que, como ha apuntado Gabriela Méndez Cota, necesita de “agravios reiterados y constantes, de insumos para la reafirmación catártica de la victimización universal de las mujeres”. Esta victimización universal homogeneiza la experiencia al servicio de la construcción de una feminidad muy determinada, dócil, creíble y controlable. Nombrar a “la víctima” en tanto que categoría normativa activa todas las asunciones colectivas que giran en torno a ella. Se da por hecho su irresponsabilidad, su falta de agencia, su imposibilidad de establecer límites, de desembarazarse de un dolor que necesita actuar al cabo de los años porque no se resuelve. Estas asunciones colectivas son exigidas a las víctimas como condición para ser reconocidas, a la vez que se presupone que quienes no cumplen con ellas no pueden ser víctimas.
Como es evidente no sugiero que no podamos nombrar a las víctimas, visibilizar su sufrimiento o que ellas mismas no puedan testimoniarlo. Lo que sugiero es que, en primer lugar, debemos asumir la responsabilidad que conlleva el poder de las palabras. Debemos asumir que cuando hablamos en determinados medios o lanzamos discursos desde lugares de reconocimiento vamos a influir en las formas en que muchas otras personas van a entender e interpretar sus experiencias y su malestar. Vamos a fabricar muchas víctimas si consideramos que actos sexuales no deseados pero consentidos o relaciones sexuales sin afecto, con personas narcisistas, poco empáticas y con un uso perverso del poder son violencia.
Sé perfectamente que el contexto está crispado y pienso muy sinceramente que el ansia de protagonismo, de relevancia y de revancha de algunas personas nos ha llevado a un escenario en el que hay mucha gente sufriendo. Entre ellas muchas mujeres a las que, por cierto, se las ha llevado a una escena envenenada cuyas consecuencias deberán sufrir ellas solas. También creo firmemente que las cosas se pueden hacer mejor.
Para salir de este embrollo creo que debemos, por una parte, visibilizar otros relatos que no reproduzcan atribuciones esencializadas y víctimas perfectas. Para ello, reflejar la diversidad de experiencias y asumir que lo que afirmamos es solo una parte de la verdad en lo que respecta a las víctimas, puede ser un buen comienzo. Esto es una responsabilidad colectiva sobre todo de quienes no estamos directamente involucradas en estas situaciones. Pero también tenemos que habilitar la posibilidad teórica, política y subjetiva para que, aun habiendo sufrido violencias gravísimas, podamos entendernos desde marcos que vayan más allá del dolor y la venganza a la que estos discursos nos están condenando.
No aporto ninguna novedad si digo que algunas personas que militamos en los feminismos y otros movimientos emancipatorios hemos sido víctimas de violencia machista grave. Lo que no es habitual es que se visibilicen los relatos de aquellas que hemos podido independizarnos de la identidad victimista por estar comprometidas con evitar todo lo peligroso y turbio que esto conlleva. Lo que está sucediendo estos días nos obliga a hablar para que más mujeres puedan sentir que otras formas de encarar la experiencia también son, no sólo posibles, sino frecuentes.
Yo misma fui víctima de dos agresiones graves: una violación con violencia física y otra violación con secuestro en casa de una amiga donde me quedaba mientras ella estaba de viaje. No hay nada épico en esta experiencia. En una de las ocasiones intenté contarla en comisaría buscando protección tras la huida del domicilio al que, lógicamente, tenía miedo de volver. También viví la desprotección y la violencia policial al ser cuestionada y culpabilizada por lo sucedido. Tampoco hay nada épico en esto.
En estas experiencias hubo dolor y trauma, pero, incluso con ello, el feminismo me abrió la posibilidad de alejarme de la épica de la victimización. Como dice Alexandra Kohan (2023), la épica de la víctima impide revisarnos, cuestionarnos, formular preguntas útiles para transformar las condiciones que favorecen la existencia de la violencia machista. La trampa más cruel es que esos relatos que nos pretenden ensalzar como heroínas, que presentan nuestra experiencia como épica, son los que encierran y suturan las posibilidades de transformar el contexto que nos ha dañado. Las personas que hemos enfrentado la violencia somos capaces de ir más allá de las asunciones que nos entienden como sujetos frágiles y desprovistos de capacidades analíticas o políticas. Esto no quiere decir que obviemos que el dolor ante experiencias traumáticas puede hacernos desear, pensar y sentir cosas terribles. Para ello es necesario mucha inteligencia y compromiso colectivo que nos acompañe, no a neutralizarnos ni a sobredimensionar el daño, sino a reconducir el dolor hacia lugares saludables y productivos. Porque este momento pasa, debe pasar.
Muchas veces es la irresponsabilidad, el no haberse tomado en serio estas cuestiones, el no disponer de mecanismos de actuación o la incapacidad de sostener el daño de la otra persona lo que nos impide acompañar desde ese lugar. Otras veces, como en el actual linchamiento generalizado en redes, interferirán también las agendas particulares de algunas personas. Es entonces cuando entramos en guerras particularistas encarnizadas al alentar que sean las que están sufriendo las que diriman sobre las causas de su propio sufrimiento en tanto que sujetos particulares vulnerados, no en cuanto a miembros activos de una comunidad o sociedad.
Aquellos procesos centrados en la reparación y la responsabilidad son mucho más saludables para las víctimas
En mi experiencia profesional y tras quince años acompañando procesos de reparación integral a víctimas de violencia machista, especialmente violencia sexual, he podido ver el efecto devastador de la exposición a un proceso penal que no está pensado para repararlas sino para perseguir el delito. Los efectos que puedan tener las fórmulas del escrache, la denuncia y la exposición pública en las redes sociales tampoco van a ser mucho más favorables. En ambos espacios funciona de forma aplastante el binomio inocencia/culpabilidad, incluso entre las propias mujeres. En ambos espacios se exige un posicionamiento incuestionable sin matices y complejidad y se usa a las víctimas como mecanismos para castigar al infractor. Pero en ninguno de ellos se desarrollan verdaderos espacios de acompañamiento, sanación y reparación. Mi experiencia profesional me ha demostrado que aquellos procesos centrados en la reparación y la responsabilidad son mucho más saludables para las víctimas y para las comunidades implicadas en la violencia. Ahora bien, estos procesos deben hacerse con garantías y de forma rigurosa y no como mecanismos de legitimación de la impunidad.
Hace años, afirmaba que no es atractivo para ningún titular decir que, después de la violencia no me quise morir, ni hacerme daño, ni encerrarme en casa. Tampoco estaba abatida y, de hecho, seguí viviendo mi vida de forma bastante parecida a como lo hacía antes. Este es un relato atípico ante la violencia sexual, no porque no haya muchas mujeres que lo vivan de forma parecida, sino porque no es la forma de experiencia que suele explicarse. Y no lo explicamos porque sabemos que no es lo que se espera de nosotras, porque la función normativa de la categoría nos disciplina en cómo debemos pensarnos. Y todo ello con el fin de ocultar una verdad incómoda: el hecho de que, para muchas mujeres, superar esta violencia es posible porque nuestra percepción del cuerpo y la sexualidad no es tan excepcional como para impedirnos avanzar.
Para muchas mujeres, superar esta violencia es posible porque nuestra percepción del cuerpo y la sexualidad no es tan excepcional como para impedirnos avanzar
Muchas mujeres sentimos que lo traumático de la violencia sexual no fue tanto el acto no consentido o forzado, sino el miedo a perder la vida, las lesiones físicas o los relatos estigmatizantes a los que nos hemos enfrentado a lo largo de nuestra vida. Por supuesto tampoco son las únicas experiencias dolorosas e injustas que hemos vivido. La represión política, la falta de posibilidades de subsistencia, la explotación laboral o las leyes injustas que nos condenan a la precariedad son experiencias que pueden haber sido igual o más importantes para muchas de nosotras. Decir que muchas mujeres no atribuimos tanto valor a nuestras tetas, nuestros culos o nuestras vaginas como para no poder seguir pensando éticamente, tener sexo, incluso sexo no ideal, ser compasivas o pedir cuentas y responsabilidad a quienes nos han dañado es desafiante, pero necesario. Con ello se desmontan los significados patriarcales sobre los cuerpos femeninos que son la base de la reproducción social capitalista que se apoya en una idea de la sexualidad difusa, enfocada a lo afectivo, infantilizante y no amenazante de las mujeres. Y, por supuesto, decirlo aporta sentido a muchas mujeres agredidas y violadas que nos sentimos ignoradas en los relatos oficiales y enfadadas por ser instrumentalizadas con fines que no compartimos.
Tenemos derecho a pasar página. Y con ello no me refiero a que olvidemos lo sucedido y pasemos a otra cosa. Con ello quiero decir que tenemos derecho a que se desarrollen mecanismos que nos faciliten hacerlo. Lamentablemente nos han condenado a tener muy pocas opciones ante la violencia. Nos han condenado al silencio o a la mediocridad de pensarnos sólo como testimonios del dolor y depositarias de una rabia irracional colectiva para justificar la crueldad, el escarnio y el castigo hacia quien nos ha dañado. No hay nada reparador en eso, pero un sistema violento nos ha hecho pensar que esa es la única reparación a la que podemos aspirar. Una suerte de pensamiento mágico que nos conduce a entender que el apoyo a la víctima será proporcional a la condena y al daño que ejerzamos hacia el agresor. Pero muchas de nosotras pensamos que sería mucho más reparador obtener una responsabilización de cambio, un reconocimiento de los daños y una reparación de estos en la forma en que podamos imaginarla. También sería mucho más importante que se priorizara la reparación en términos de intervención sobre las condiciones materiales y simbólicas que nos exponen a las violencias y no en reprimir a la persona particular que la ha llevado a cabo. Por ejemplo, garantizando el acceso a la vivienda y a la subsistencia como derecho universal e interviniendo sobre la persona que agrede mediante procesos responsabilizadores, de rendición de cuentas y con garantías de no repetición.
Nos han condenado a tener muy pocas opciones ante la violencia
Como apunta Chouliaraki, el victimismo “nos conduce a confundir la demanda personal de reconocimiento con las causas sistémicas de diversas formas de opresión”. Sentirnos reconocidas en el daño es importante y es de hecho una garantía para poder sanarnos. Pero también tenemos que poder sobreponernos a la violencia para participar en el abordaje de sus causas sistémicas, para oponernos al reforzamiento de instituciones represivas clasistas y racistas que están en el origen de las violencias hacia muchas otras y para interrumpir el proceso de crueldad revanchista al que estamos asistiendo.
El enfado y el dolor colectivo ante actos de crueldad o violencia son emociones completamente legítimas e incluso necesarias. De cómo las regulemos individual y colectivamente dependerá que nuestras soluciones políticas caigan en el conjunto de aquellas que sistematizan, consolidan o enmascaran relaciones sociales opresivas existentes, o bien, de aquellas que las refutan y las transforman.
Ante la cultura de la indignación nos toca pensar en formas más emancipadoras y éticas de entender la justicia y la transformación. Para ello es necesario reconocer el dolor que nos producen los actos irresponsables, crueles y violentos de otras personas. A la vez, tenemos que poder interferir en los procesos desvergonzados de apropiación del daño e incluso en los procesos de abuso e injusticia que cometen las personas que sufren.
La transformación requiere de un esfuerzo que en ocasiones puede ser titánico. Es importante respetar quién puede participar en este proceso transformativo en cada momento y en cada situación. Es igualmente necesario respetar los procesos personales y aprender a acompañar el dolor. Esto no implica que dejemos de lado la necesidad de pensar cómo hacemos las cosas mejor.
Porque no estar en el ojo del huracán del sufrimiento, por no estar siendo las víctimas directas y actuales de un daño extremo, es un privilegio que debemos aprovechar para pensar mucho, para pensar bien y para pensar juntxs.
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1. Cuidado, porque también empiezan a surgir demandas de acusar a otras mujeres o personas disidentes.
El cariz que han tomado los acontecimientos a partir de las denuncias de violencia machista a Íñigo Errejón y a otros hombres1 a través de relatos anónimos, difusos y morbosos nos obliga a preguntarnos si es posible cimentar un proyecto de transformación y justicia social, como es el feminismo, sobre...
Autora >
Laura Macaya Andrés
Experta en atención directa y diseño de políticas públicas en género y feminismos. Forma parte de Genera, asociación en defensa de los derechos y libertades sexuales y de género.
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