EL LOBO ESTEPARIO
Hazlo tú, Melquíades
La adaptación televisiva de ‘Cien años de soledad’ sale airosa de un desafío gigantesco, cuyo mayor escollo son los prejuicios de sus lectores
Miguel Ángel Ortega Lucas 18/12/2024
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Imaginar es crear imágenes; proyectarlas en la pantalla interna de la mente. Es una actividad humana esencial, tanto para prever posibles escenarios y actuar en consecuencia (“Imagino qué puede haber ahí; mejor ni entro”) como para vislumbrar cosas que no existen aún en el plano físico, pero que emergen en el laberinto interno –el que se ve con los ojos del alma: la Psique griega– como una baraja de posibilidades infinitas; tentativas de lo que podría ser, si se dan las acciones y condiciones oportunas.
Hay una variable de este proceso mágico: dotar de entidad casi corpórea, en el escenario interior, a lo que otra persona te relata, por vía oral o escrita. Aquello que decía Lorca para que una obra de teatro cumpla su misión: los personajes deben “levantarse del libro” y “que se les vean los huesos y la sangre”. Los niños hacen esto continuamente, sin necesidad de muchas explicaciones. Si les cuentas el cuento de un lobo –feroz, domeñable o estepario–, verán al lobo en su cabeza, verán los montes, verán la luna fría que ni siquiera mencionas, gracias a un proceso alquímico que transforma las palabras en imágenes, pasando por la pátina ineludible de la intuición (la intuición: lo abierto a todas las posibilidades; mucho más poderosa siempre, en el arte y en la vida, que la lógica monocorde, petrificada, muerta, de lo que llaman racional). Así, cuando servidor tenía quince años y leyó por primera vez, agosto de 1999, ese milagro llamado Cien años de soledad, podía ver a su abuela en ciertos ademanes de Úrsula Iguarán; podía ver algunos rincones de la casa de sus abuelos como los de la casa infinita de Macondo; podía ver una multitud de rostros, conocidos de otras realidades, reviviendo en la identidad de los personajes de esa historia. Es decir, uno lleva el libro ajeno a la pantalla de su cabeza: una proyección imposible de implantar en otras, porque las imágenes emanan de la propia vida.
Si ante la palabra árbol hay tantas imágenes mentales de árbol como personas lean u oigan esa palabra, pretender que mi propia visión de Cien años de soledad sea la misma que la de otro lector sería un absurdo: nadie más que yo imagina (proyecta) al leerla lo mismo que yo, y así sucede a todos los demás. Si, para más inri, hablamos de millones de lectores en todo el planeta, la labor de llevar ese libro, sacralizado en tantas vidas, a la pantalla de televisión implica un riesgo directamente proporcional a su ascendente. Los responsables de la recién estrenada adaptación de Netflix, desde el bedel hasta la última corbata de despacho, lo sabían de sobra. Y lo sabían mejor que nadie los dos hijos del autor, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, productores ejecutivos (eso quiere decir influencia directa sobre el producto en todos sus detalles), y condicionantes sine qua non para hacer la serie.
La labor de llevar ese libro, sacralizado en tantas vidas, a la pantalla de televisión implica un riesgo directamente proporcional a su ascendente
Sabían que podía temblar la tierra con más furia que cuando José Arcadio y Rebeca se empotran en la hamaca. Que podía llover más pedrisco que en el diluvio que duró cuatro años, once meses y dos días. Se lanzaron a experimentar con un legado colosal, en una apuesta más temeraria que la del patriarca José Arcadio Buendía fundiendo las monedas de su mujer para transmutarlas en oro. Se jugaban, en fin, que una turba de godos (los del partido de Cómo Tienen Que Ser Las Cosas) les arrestara para fusilarlos al amanecer contra la tapia del cementerio… Pero resulta que han ganado; que no tienen nada de lo que avergonzarse. Porque, a pesar de tantos sulfurados previsibles, les ha salido una serie que honra con creces a esa leyenda de Gabriel García Márquez. Quien amó y ejerció el cine, por cierto (abrió una escuela de eso en La Habana), sabía escribir guiones, y sabía lo que muchos no saben aún: que no se pueden pedir plátanos a un tamarindo ni luces a un sonajero.
Me apresuro a subrayar, en este punto, la necesaria fórmula bajo mi estricto punto de vista. Bajo mi estricto punto de vista, que no es mejor que el de nadie ni tiene por qué ser compartido, los responsables de la serie han salido airosos de un desafío gigantesco, cuyo mayor escollo reside en el inmortal ídolo de los beatos del Santo Prejuicio. Como era de esperar, mucho de lo que se lee estos días sobre la serie, en tribunas de muy distinto palo, se basa en lo que Tendría Que Ser bajo el exclusivo punto de vista de cada lector, o aspirante a pontífice: de quien va a la serie esperando ver lo que su imaginación proyectó en su día. Visiones que quizá –ésta ni se la huelen–, sólo quizá, no tienen mucho que ver con lo que García Márquez estaba proyectando al escribir; más que desde su cabeza, desde su corazón en primer término, así como supo el pequeño Aureliano por un pálpito, y no por leerlo en ningún manual, que la olla se caería sola de la mesa.
El producto muestra todo el respeto hacia la obra, con un guión destilado con oficio y astucia técnica, abarcando el primer tercio de la novela
Imposible saber qué tienen los demás en los ojos, el corazón y la cabeza al sentarse a ver esa serie o cualquier otra. Yo la he visto (entera; no un cuarto de hora), y puedo decir, bajo mi estricto punto de vista –el de alguien que ha leído el libro casi una decena de veces, y anticipa diálogos de la pantalla antes de que se pronuncien: friki total–, que el guión, el despliegue de medios, la escenografía, la fotografía, los juegos de cámara, el reparto en pleno y la atención sutilísima al detalle (sólo al alcance a veces de ciertos ojos: esa calle llamada “de Tranquilina”; ese albañil metiendo un saco en una figura de yeso en una esquina remota de un plano secuencia…), todo en esa labor de equipo refleja con dignidad las formas y los colores, la atmósfera y la respiración que García Márquez insufló a sus páginas. El producto muestra todo el respeto hacia la obra, con un guión destilado con oficio y astucia técnica, abarcando en ocho capítulos, y de manera exacta, el primer tercio de la novela, y sin dejarse fuera nada esencial al verterla en un formato que (aún hará falta subrayarlo) no permite, por definición, beneficiarse de los recursos de la narración escrita. Porque una frase magistral vale más que mil imágenes; no digamos quinientas páginas de magisterio verbal irrepetible.
Por supuesto que siempre hay discrepancias. Uno, por ejemplo, nunca hubiera colocado a Melquíades ese acento de la Andalucía occidental, porque para mí es un gitano de la India de los Vedas sin tiempo ni origen ubicable. Pero si me pierdo en eso acabo por impugnar al reparto entero; que no se parece –¡oh escándalo!– a lo que yo imaginé al leer, pero sí se ajusta sin descuidos al modelo original: de la actitud lánguida y los ojos alucinados del coronel Aureliano Buendía a la ternura secreta y volcánica de Pilar Ternera, del carácter agreste de Rebeca a la tormenta cocida a fuego lento de Amaranta. Que a uno le convenzan más o menos es otra historia; parecerse, se parecen bastante a cómo el autor les describió: condenados todos –esto es esencial– a una soledad sin redención aparente; la de toda la especie humana. Todos “incapacitados para el amor”, aunque no para sus sucedáneos; todos habitando un círculo de frío inquebrantable. Así, leyendo a los personajes tal y como están descritos, y no como uno quiere imaginarlos, ninguno debe en realidad despertar mucha empatía ni admiración: su estigma originario, la médula de todo ese libro, no apunta a eso en absoluto. (José Arcadio Buendía siempre fue “ajeno a la existencia de sus hijos”; a Úrsula Iguarán “no se la oyó cantar nunca”).
A pesar de tantos sulfurados previsibles, les ha salido una serie que honra con creces a esa leyenda de Gabriel García Márquez
Está cada cual en el derecho, o fatalidad natural, de entusiasmarle esta serie o no gustarle en absoluto; cada loco con su tema, que decía Serrat. Lo que este lector y espectador concreto considera es que despreciar todo el esfuerzo y los méritos que tiene (que los tiene, y bastantes) sólo porque los Reyes Magos no han traído el juguete exacto y cartesiano que algunos esperaban, dice más de quienes lo desprecian que del juguete en sí. Desde aquí les invito, ya que parecen conocer tan bien los secretos de los sabios de Babilonia, a que lo hagan ellos: que se sienten a destilar un guión de ese libro a la altura de las expectativas. Aquí les esperaremos los demás con los mismos mimbres.
La gran ironía es que los únicos espectadores fiables de cualquier adaptación de un libro a la pantalla serían, tal vez, aquellos que jamás han leído ese libro. Incontaminados de juicios e imágenes previas, libres de la mitra papal que custodia las esencias incorruptas, guiados por criterios estrictamente cinematográficos, podrían determinar si Cien años de soledad, la serie, es un digno producto audiovisual o no. Y aun así estaríamos en las mismas. Si ante la palabra árbol cada cual se imagina su árbol particular, tampoco hay, de vuelta, una impresión igual que otra de una misma imagen, como de un mismo cuento o canción. Siempre habrá quien, al oír la palabra árbol, vea un castaño como el que velaba la locura de José Arcadio Buendía, y también quien vea un bonsái. Siempre habrá quien se imagine Macondo como un pueblo de planicie castellana y no de la costa colombiana, y quien sólo vea molinos donde puede haber gigantes. Claro que para ver gigantes hay que estar dispuesto a la posibilidad, absolutamente factible, de que los muertos pueblen las alcobas, los galeones encallen en mitad de la selva, y mi punto de vista sobre las cosas sólo sea eso: otra imaginación más proyectándose en la colosal ilusión compartida de este mundo demente.
Imaginar es crear imágenes; proyectarlas en la pantalla interna de la mente. Es una actividad humana esencial, tanto para prever posibles escenarios y actuar en consecuencia (“Imagino qué puede haber ahí; mejor ni entro”) como para vislumbrar cosas que no existen aún en el plano físico, pero que emergen en el...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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