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Cuando llegaron a Damasco en junio del año 2000 en sus potentes Mercedes S tope de gama, cubiertos de polvo, desde todas las esquinas del país, los que estábamos allí, los enviados especiales, nos dimos cuenta de que nada iba a cambiar en Siria. Los ocupantes de los vehículos, que no se reunían desde hacía años, eran los jefes locales del gobernante partido único, el panárabe y socialista Baaz, gente que no iba a ceder su poder omnímodo en un proceso democrático. Habían sido convocados en el palacio de Congresos de la carretera del aeropuerto de la capital siria para bendecir a Basar el Asad como sucesor de su padre, el recién fallecido Hafez, el hombre que había gobernado el país con mano de hierro desde el golpe de Estado de 1971. Su rostro, la viva encarnación del Gran Hermano de la novela de Orwell, presidía todos los lugares de la vida pública siria. Perteneciente a la minoría alauí (una rama chií que nada tiene que ver con la dinastía real de Marruecos del mismo nombre) tuvo la habilidad suficiente para mantenerse en el poder en medio de un avispero de sectas y ramas religiosas, drusos, sunníes o kurdos y cristianos, ortodoxos o siriacos.
Cuando los Hermanos Musulmanes se rebelaron en Hama en 1982, Hafez el Asad aplastó la ciudad. Se dice que murieron unas 10.000 personas. Se levantaron muros alrededor de los barrios arrasados para que no se viera el desastre. Los muros de Hama se convirtieron en el símbolo del terror.
Los días que siguieron a la muerte de Hafez el Asad fueron los más libres que vivió Siria en muchas décadas. Se podía rodar en la calle sin que la policía política, los temibles Mujabarat, te lo impidieran, como sucedía poco antes. Los periodistas de los medios oficiales te invitaban a sus casas para celebrar que se abría un esperanzador período democrático. El mismo embajador sirio en España te decía que el doctor Basar el Asad, al que había dado clase, “era un chaval muy majo”.
En realidad, Basar no estaba destinado a suceder a su padre; tenía 34 años, era oftalmólogo y se le consideraba alejado de toda ambición política. Pero su hermano mayor, Bassel, que sí era el aparente heredero, murió en un extraño accidente de automóvil, precisamente en la carretera del aeropuerto de Damasco, y Basar tuvo que ocupar su puesto.
El nuevo presidente no llevó a cabo ninguna reforma democrática y cuando la llamada primavera árabe llegó a las puertas de Damasco en marzo de 2011, el hijo del dictador utilizó las mismas tácticas brutales que su padre para acabar con las protestas. Cierto es que no eran meramente civiles, sino armadas, posiblemente financiadas por los vecinos países árabes que deseaban verse libres del régimen aliado de Irán. Con la intervención de dos aliados estratégicos, Teherán y Moscú en apoyo de El Asad por una parte, y rebeldes de varias familias, kurdos, Al Qaida o Estado islámico por otra, aquello degeneró en una guerra civil que causó la muerte de al menos medio millón de personas y el desplazamiento de la mitad de la población de un país de 23 millones de habitantes. Millones llegaron a Jordania, a Irak, a Turquía y desde allí a Europa en el verano de 2015.
La coalición que ha tomado Damasco, en realidad rebeldes radicales que derrotaron previamente a otros rebeldes más moderados, más laicos, asegura que va a transferir el poder a un gobierno provisional que trabajará en favor de los sirios. El camino hasta la capital de apenas dos mil combatientes ha sido muy fácil, pegando tiros, pero al aire. Tras años de guerra, los soldados, mal pagados, no estaban dispuestos a sacrificarse por el dictador. Abu Mohamed, antiguo seguidor del ISIS y ahora jefe de la principal fuerza, una escisión de al Qaida, la islamista Hayat Tahrir al-Sham, lleva el nombre de guerra de al Golani, porque su abuelo fué expulsado por Israel de los Altos del Golán sirios en la guerra de 1967. Ahora, El Golani puede acercarse a la alambrada que corta el paso en el camino de Damasco a la tierra de sus mayores. Estados Unidos sigue considerándolo un terrorista y ofrece diez millones de dólares por su captura.
Será muy interesante seguir la relación de los nuevos dirigentes sirios con Turquía, que ha facilitado la conquista de Damasco, y de rivales como Irán, al este, que ha perdido a un aliado fundamental; de Hezbolá, al oeste, que ha perdido el suministro de armas de Teherán; y de Israel, al sur, que ha visto desaparecer a un enemigo y contempla cómo surgen varios. Pero a Israel le interesa que los vecinos se rompan, ayer Iraq y mañana Siria. ¿Y el carácter del nuevo régimen? De momento, el HTS tiene un registro de represión brutal de la disidencia en el tiempo que ha controlado la región de Idlib, al norte del país.
Es un tanto ingenua la satisfacción con que Occidente ha acogido la caída de el Asad, porque en el horizonte solo hay nubarrones, radicalidad religiosa y posible desmembración del territorio en Taifas en las que gobernará la fuerza que sea más poderosa, kurdos, islamistas de diversos grados, protegidos de Turquía o de Occidente.
En Oriente Próximo ya sabemos que, cuando se cierra una crisis, como ahora, se abre otra; el 27 de noviembre, el mismo día de la tregua entre Israel y Hezbolá, arrancó la ofensiva final contra El Asad. Y habitualmente, al mal le sucede el mal. Otro mal de otro tipo.
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Daniel Peral es excorresponsal de TVE en Jerusalén.
Cuando llegaron a Damasco en junio del año 2000 en sus potentes Mercedes S tope de gama, cubiertos de polvo, desde todas las esquinas del país, los que estábamos allí, los enviados especiales, nos dimos cuenta de que nada iba a cambiar en Siria. Los ocupantes de los vehículos, que no se reunían desde hacía años,...
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Daniel Peral
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